Matar a Pinochet (2): Sin historia ni emoción
Las opciones asumidas por Matar a Pinochet, favorecen, en definitiva, un usufructo de lo que podemos llamar la fetichización de la historia. Ya no importa pensar en hechos históricos ni en sus formas de representación en tanto ya están estampadas como anécdotas del pasado sin densidad. En este caso, no importan las implicancias de la Operación Siglo XX ni los fusileros que la animaron, el rédito simbólico del evento y la dicotomía de los discursos a favor o en contra del uso de la violencia tienen poca importancia cuando fallan las herramientas para construir la representación ni hay interrogación sobre ellas.
La cuestión de la militancia es difícil para el cine. El cine político más militante se descarta en algunos ámbitos por ser una suerte de doble malvado del cine clásico ilusionista, ambos con el pecado del determinismo y la épica, en versiones distintas: didáctica partidista uno, narrativa e ideológicamente falsa el segundo. Cuando se suman pueden hacer combinación como los ejemplos del thriller político europeo (Elio Petri, Costa Gavras) o hollywodense (Pakula, Lumet). En Chile, años luz de los setenta, habría que recurrir al documental retrospectivo para encontrar una persistencia (El Negro y Raúl Pellegrin, Comandante José Miguel), pero aquí hablamos de la ficción. Para la militancia, las vueltas de la historia se perciben en un asalto de la espectacularidad (Pacto de fuga, Cirqo) que nada tiene que ver con producir un cambio de conciencia y politizar al espectador. Matar a Pinochet no es excepción. Curioso nuevo intento ficcional por contar el atentado al dictador, luego de la serie Amar y morir en Chile (Alex Bowen, 2012) y de la malograda Cicatriz (Sebastián Alarcón, 1996), más un trasfondo deslucido en Tengo miedo torero (2020), hace dudar de la intención de su producción. Al igual que estas, Matar a Pinochet se va alejar de toda pretensión militante de justificar los eventos representados bajo algún motivo ideológico y tampoco va a desarrollar una veta de entretenimiento exitosa; sus elecciones estilísticas servirán para banalizar lo que intenta representar y, en el peor de los casos, va a confundir.
La trama estructurada en torno al diálogo Ramiro-Tamara genera el dispositivo del tipo desenlace retrospectivo (por ej: Sexto sentido), que en un principio contiene líneas narrativas que pareciera van a dar protagonismo a tres o cuatro personajes, pero a la larga no sucederá para evidenciarse como una historia con un único protagonista: Tamara. El montaje va ser relevante en cuanto va alternando y resumiendo la información, sin embargo, su economía narrativa no compensa momentos de conflicto, en tanto unos se alargan mucho y otros pasan raudos. Mientras Tamara va ganando minutos con sus problemas (dos largas escenas: con su hija y con su padre), Sacha va perdiendo protagonismo (pese a que va de prófugo a delator) para así servir de elemento que conduzca hacia el desenlace. Ramiro pasa a ser en quien se delega bastante del proceso, pero su autonomía como personaje parece ser el dar réplica y ceder protagonismo, aunque es él quien activará la escena clave -la sorpresa- que hará leer hacia atrás la trama y el protagonismo de Tamara.
Por otro lado, se privilegia bastante los diálogos informativos como fuente de lectura de la película, por sobre el uso de la imagen -que se limita a ser el marco referencial-, pese al manejo del montaje paralelo de tiempos y lugares, e incluso en desmedro de los actores. Tamara dice en un momento que habla sin emoción, esa justificación cobra sentido de pronto, mediando la película. Suceden un par de escenas que intentan rebelarse al avance lacónico, donde se vislumbra una leve carga de autoconciencia de la película respecto a su narrativa y a los personajes con su discurso tajante y tan extrañamente vociferante: el discurso desdoblado a los fusileros (en contrapunto masculino y femenino) y la alucinación de la “muerte” de Pinochet. El problema es que, en vez de apostar por la mezcla de espectacularidad y desdramatización en medio de un relato que ha tendido a alejarse de esa combinatoria, resulta en un “ruido” que aleja de la potencia movilizadora y emocional en escenas claves. Hay algo extraño en ver caer abatido al dictador para luego hacerlo “revivir”. Más que la ilusión de un pasado posible y “utópico” parece un golpe desilusionante al personaje que alucinó que le mataba, para no hablar de la confusión que genera en el espectador.
Se instala un dispositivo retrospectivo y asincrónico que resulta tramposo y confunde, enrareciendo con demasiada rapidez o, al contrario, se detiene innecesariamente para notificar lo obvio, y el armado completo de la película pasa a reflejar en su avanzada al final sorpresa, aclarador, un resultado tan ambiguo que tal vez tenga raíces en la fuente literaria en que se basa (el libro Los fusileros, de Juan Cristóbal Peña). Entre el aviso “inspirada en hechos reales”, la adaptación textual y la fabulación gratuita, la película propone, más que nada, la historia de una traición.
Con la llegada de la sangre y la tortura, en vez de algo de empatía por los personajes, se hace evidente la propensión al autoengaño que vehicula la película. Tamara es el espectro que permite delegar en Ramiro el protagonismo de la subtrama sobre la identidad de un traidor que sirve tanto para justificar el fracaso del malogrado magnicidio como para representar la purga del chivo expiatorio del fracaso de la misión asumida por el FPMR. Lo importante no es el fracaso del atentado, es la culpabilidad del delator: Sacha. El Bigote puede ser igualmente culpable, pero su presencia es tan relativa que no importa para la película. Sacha, en tanto personaje, en un principio rivalizaba con Tamara en importancia, pero a la larga sus escenas se vuelven escuetas. Así, el trasunto de la importancia de Sacha para la película es evidenciado en “el momento documental” presentado como coda a la ficción. Lo que no pudo contarse en el montaje final tiene que anexarse para equilibrar posiciones. ¿Por qué se utilizó ese recurso? ¿Porque es la película de Tamara?
No habría problema con ese recurso desde un inicio hubiese quedado claro el reparto y las agencias de los personajes. En cambio, la situación elusiva de Tamara no la dignifica. En la ambigüedad de su rol estructurante de la ficción, si le damos una interpretación psicologista, surge el trasunto histérico de su personaje. La militancia, la maternidad frustrada, el conflicto con el padre, la contradicción de clase, sumados a ese confuso discurso desdoblado -donde el fracaso del atentado se vuelve triunfo moral-, se tornan lugares comunes que nos informan pinceladas de Tamara, como estaciones por las que pasa y deja pronto, sin alcanzar a constituir una trama “edípica” de rebeldía política para el personaje y menos el desarrollo de un correlato subjetivo al histórico para la trama general del film.
Pensándolo en retrospectiva, desde el dispositivo presentado por la película, de pronto la voz de Tamara se torna impostada, una voz del más allá que viene, no como ángel exterminador a quemarlo todo, sino como sujeto de un deseo que llega a enredar la mente de hombres como Ramiro o Sacha. El peligro de esto es que en vez de simpatía por ella todo se convierta en un retrato de trazo grueso sobre alguien que solo quiere llevar la contra porque tiene una fijación con un ideal abstracto, sin justificación histórica para aquello que pretende: poner en escena las implicancias de matar a Pinochet. La película, con su opción de diluir cualquier militancia y favorecer un dispositivo narrativo mal enfocado, pareciera querer victimizar a su personaje. Es confusa la imagen final, al presentar con toda ambigüedad a Ramiro soltando en el mar el cadáver de Tamara y cortando a negro sin que acabe la acción. ¿Está cumpliendo el último deseo de Tamara? ¿O la está haciendo desaparecer? ¿Se libera de ella, recordándonos a un psicópata perseguido por las voces invisibles (la voz de Tamara) que lo torturan?
Las opciones asumidas por Matar a Pinochet, favorecen, en definitiva, un usufructo de lo que podemos llamar la fetichización de la historia. Ya no importa pensar en hechos históricos ni en sus formas de representación en tanto ya están estampadas como anécdotas del pasado sin densidad. En este caso, no importan las implicancias de la Operación Siglo XX ni los fusileros que la animaron, el rédito simbólico del evento y la dicotomía de los discursos a favor o en contra del uso de la violencia tienen poca importancia cuando fallan las herramientas para construir la representación ni hay interrogación sobre ellas. En términos ideológicos, los ejemplos que nombré al comienzo solo podrían escandalizar a un obtuso fascista. Pareciera que se abandonó la militancia en el reciente cine de ficción chileno, cuyos estertores habían sido cintas noventeras como Cicatriz. Se puede hablar de otras militancias, pero ese es otro cine, que se fuga hacia los márgenes. Para el caso de estas ficciones que reconstruyen indiferenciadamente la historia, sin tomar posición, su fórmula es una vieja conocida: la (mala) TV. Y la pantalla de televisión es desde donde asalta un recuerdo que el director puso en el origen de la película. Esa historia, personal, pero también generacional, está aún ahí, como fuente de una memoria emotiva que tiene una lectura política en clave que principalmente han sabido escenificar escritores (como Zambra). Puede que el cine chileno de ficción, al no querer tomar ese camino, se haya perdido un filón que, camino a cumplir dos años del Estallido del 2019, estemos abandonando. ¿Será que nos tendremos que resignar solo al desmadre nihilista de Johnny 100 pesos 2?
Título original: Matar a Pinochet. Dirección: Juan Ignacio Sabatini. Guion: Enrique Videla, Pablo Paredes, Juan Ignacio Sabatini. Producción general: Alejandro Wise. Dirección de fotografía: Enrique Stindt. Edición: Galut Alarcón. Sonido: Martín Grignaschi. Música: Gustavo Pomeranec. Reparto: Daniela Ramírez, Cristián Carvajal, Juan Martín Gravina, Gastón Salgado, Julieta Zylberberg, Gabriel Cañas, Mario Horton, Alejandro Goic, Luis Gnecco. País: Chile. Año: 2020. Duración: 90 min.