Tengo miedo torero: Sin fuego ni ceniza

Lo difícil de la adaptación de Tengo miedo torero tiene más que ver con la cualidad de la prosa que con la historia del folletín político, porque este se sostiene en la prosa barroca del escritor, absolutamente identificada en su sesgo enunciador, que bien definió el título de su columna dominical “Ojo de loca no se equivoca”. En la película, en cambio, no hay equivalente a esa “mirada de loca”, la que se inscribe en la actuación de Alfredo Castro, pero no en la puesta en escena.

Romance y política para nada son extraños cuando el cine los reúne, muchas veces se asimilan el uno con el otro en una técnica de pasiones cuando el recorte ideológico está hecho bajo la factura del conflicto central y su mirada individualizada que escoge al sujeto en desmedro del colectivo. Hollywood, por ejemplo, tiene un clásico donde Ingrid Bergman y Humphrey Bogart rompen su idilio recomenzado porque hay algo más importante entre ellos. También hay otro “clásico” hollywoodense, hoy mucho menos famoso, Reds (1981), donde después del triunfo bolchevique en la Rusia recién vuelta comunista Warren Beatty (interpretando al periodista y escritor John Reed) morirá desencantado de la política revolucionaria, pero será de regreso en los brazos de su amada Diane Keaton (en el rol de la feminista marxista Louise Bryant). Otro ejemplo, en Brasil el prisionero político Raúl Julia caerá en la red cinéfila y delatora de Willian Hurt, pero su muerte será redimida cuando el gay -doble prisionero ideológico- se pase a la líneas del guerrillero que traicionó en El beso de la mujer araña (Héctor Babenco, 1985).

Podría parecer que Tengo miedo torero espejea ese último ejemplo, pero difiere en muchos elementos. Entre otras diferencias estructurales y temáticas, la novela de Pedro Lemebel se sirve de canciones, mientras que la de Puig lo hace con films, sin embargo, la diferencia principal se da en términos de fidelidad a la fuente literaria. Para encarar su traslado a imagen el director y guionista Rodrigo Sepúlveda evita todo el segmento de la novela que corresponde a la pareja inversa de la pareja protagónica conformada por La Loca del Frente y Carlos. No tener que lidiar con la representación de Pinochet y Lucía Hiriart puede significar salvar un escollo narrativo, con el riesgo de despolitizar un referente central para así poner el foco en la historia romántica homoerótica. Pero eliminar una complicación no siempre resulta tan sencillo, ya que el tratamiento de la pareja principal pierde parte de la fuerza subversiva kitsch de la novela, ganada con su trama del matrimonio dictador.

Más aún, el otro referente político y epocal es el FPMR, el que de pronto se desdibuja más allá de lo incierto de la novela para alejarse del contexto chileno con integrantes de México y España. El dato del cambio de la nacionalidad de Carlos no es menor para el efecto que planteaba la novela. La mirada de La Loca sobre el jovencito revolucionario se relaciona con la ascendencia popular de la marginalidad, entendiéndose  opción sexual y militancia política como dos diferencias con sesgo de clase en oposición a la norma masculina y hetero: lo joven y raro frente a lo viejo y convencional. Sin pareja dictatorial que enfrente a la pareja principal y con el cambio en la nacionalidad se desplaza el conflicto político y se “exotiza” al revolucionario. Podemos pensar en que es justificable la infidelidad al libro, pero la infidelidad al autor conlleva otro complejo.

Lo difícil de la adaptación de Tengo miedo torero tiene más que ver con la cualidad de la prosa que con la historia del folletín político, porque este se sostiene en la prosa barroca del escritor, absolutamente identificada en su sesgo enunciador, que bien definió el título de su columna dominical “Ojo de loca no se equivoca”. En la película, en cambio, no hay equivalente a esa “mirada de loca”, la que se inscribe en la actuación de Alfredo Castro, pero no en la puesta en escena. Ese desafío, demasiado injusto para el cine, de hacer una traducción de lo literario que es el peso de toda comparación entre dos medios distintos (escritura/imagen, literatura/cine) desemboca, por lo general, en una nueva naturaleza -original- para la versión fílmica de la novela. Aun sin la prosa, todavía se le puede proveer una perspectiva queer si se intenta sintonizar con la figura del autor, dado el notorio carácter performativo y activista de Pedro Lemebel, pero un rescate de ese tipo tampoco sucede en la película.

La mirada sobre los personajes los sigue desde que escapan de un espectáculo travesti en la noche clandestina durante la dictadura. Carlos ha salvado a la Loca de la persecución policial y la acompaña a su casa. La calle y la entrada a la casona parecen un escenario, lo mismo que el departamento de la loca. Están los elementos del drama pero no sucede. De pronto uno de ellos puede salir de campo y el otro permanece mientras el diálogo puede seguir entre espacios on y off. Pese a que ha muerto alguien frente a sus ojos, parecen poco schockeados los personajes al escapar y salvarse. A la mañana siguiente, La Loca llama por teléfono angustiada a sus amigas para preguntar por la suerte de la asesinada por la fuerza policial. Primer plano de Castro y su inflexión de voz da cuenta del trance del personaje. Esta dinámica se repite a lo largo de la película: hay drama, hay un espacio teatralizado, hay entradas y salidas, pero todo aparece desbalanceado. Castro domina la imagen con su personaje, el mexicano Leonardo Ortizgris lamentablemente no. La imagen se vuelve anodina cuando él acapara el espacio, tampoco le acompaña su acento. En la película no podemos idealizarlo con el poder de palabra de La Loca, estamos condenados a ver desde fuera.

En el espacio principal, que es el interior del hogar de La Loca, es donde la paleta de color verde, celeste, marrón, mostaza y el claroscuro mantienen en frío las idas y venidas de Carlos y las esperas y revoloteos de La Loca. La frontalidad está dada pero la sugerencia no se consuma ni con el alcohol derrochado mientras suenan boleros y viejas canciones populares. Para que exista pasión tiene que haber dos. No parece fascinación la de Carlos, tampoco ambigüedad sexual, hay una efectividad literal en la imagen, la que dice que lo que está pasando es lo que vemos, sin dobles lecturas, pero eso resulta tan distante o elusivo como la distancia actoral entre los dos actores. Más allá de la actuación, aquí es donde se siente el cambio de nacionalidad del personaje entre novela y película. Carlos en el caso novelesco es el jovencito que enciende el deseo de La Loca mientras que a la larga los hermana clase social y el mutuo descubrimiento de una nueva acepción para el término “compañero”. En el otro, en la película, es una excusa lo que los va uniendo: de salvarle la vida a la Loca, Carlos pasa a dejarle unas cajas; el hombre guapo, el macho mexicano, se le presenta fácilmente, tiene que ser y verse algo obvio. Lo que se pierde en ese cambio afecta la noción que tenemos de la intención en el actuar de Carlos, al no haber énfasis en si se trata de utilitarismo o sinceridad, o si uno da paso al otro, entonces habrá que creerle a otros elementos, por ejemplo las canciones, ya que ambos las conocen y la película les da espacio para sonar y rellenar la interacción. Son canciones que hablan de seducción o sufrimiento, pero los personajes se vuelven rutinarios, los mejores dialogos, se los lleva siempre La Loca. Es como si el desamor que relatan las canciones estuviera ya presente sin anunciarse ni historia de amor que desandar, mientras en la imagen la seducción de una por el otro trabaja como en contra de la ensoñación gay de la novela. Esta opción hubiera sido interesante en el sentido de resistir la "mirada de loca", subvirtiendo la enunciación que compone el texto, en un gesto de verdaderamente iconoclasta, sin embargo, tal intención demandaría un Carlos que rivalizara en todo aspecto (de la construcción del persoanaje a la actuación) a su contraparte.

Volviendo a la película, por otra parte tampoco hay tensión para las escenas de nervio persecutorio. Se puede vociferar cuando la policía toca la puerta. Un uniforme debe parecer amenzador no porque es de época, sino porque la época era la terrible. Pero no está en pantalla, quizás porque se supone que debemos saberlo o porque los personajes dicen “los milicos”. Al contrario de un mal film que ridiculiza los nazis porque se les carga libidinalmente en su representación, acá opera la sustracción. Así como no hay libido entre los protagonistas tampoco hay una carga pulsional en la representación epocal. De pronto, si se cambia el escenario de la dictadura que contiene ese otro escenario del hogar de La Loca, ¿qué estaría quedando?

Donde fuego hubo cenizas quedan dice el dicho, eso que podría quedar entre la pareja protagónica. Una mirada al cielo mientras sale el avión al final de la película de Michael Curtiz vuelve a representar concretamente lo que está separando a los personajes. Lo hemos visto, nos lo han dicho los personajes, lo han actuado. Para Carlos y La Loca no hay ese énfasis desmesurado. Sin embargo, así como tampoco hay melodrama, la narrativa no se juega por una trama débil, subjetivante o fragmentaria. Incluso el momento climático corta como quien apaga la radio con vergüenza. Mientras haya palabras y se cuenten secretos en voz alta puede haber tensión. Se le da tiempo para que surja. Pero al momento de hacer comparecer a los cuerpos que sostienen esos diálogos la mirada se torna comedida, sin fuerza para ser puritana, por un lado, ni para ser exhibicionista, por otro. La imagen se pone en rojo como subrayando, sin suspenderse en la pasión. Más encima se oscurece demasiado pronto, como apurada de sortear el mal momento.

La violencia tampoco se exhibe, se la domina con montaje, así el golpe de un militar no duele tanto. Parece que todo esto va de ocultar cuerpos. Aquí podemos rescatar la pequeña polémica por la presencia de actores cisgénero haciendo de personajes que no lo son. La veracidad literal del cuerpo si se es elidido no tendría porqué salvar el honor de la película. Precisamente porque es necesario cuerpo y performance resulta notoria la actuación de Castro. El ya viejo actor tiene varios trucos actorales para mostrar y darle densidad a su personaje. Porque estamos viendo una representación y no un registro directo es que no importa si el profílmico está “verdaderamente” sexuado. Las verosimilitudes se construyen. ¿No es precisamente actuar, representar, lo que hace un actor, ponerse en otro, en una puesta en escena?

Desublimar el amor, desexualizar la puesta en escena, despolitizar la trama convierte, finalmente, a Tengo miedo torero en una ilustración que ha hecho desaparecer la mirada que la sostenía, eso que era en la novela de Lemebel re-utilizar, re-inscribir, sexualizar unos referentes y un momento de la historia de la dictadura justo porque La Loca tomaba la palabra. En cambio en la película, relegada al rol secundario de actor (por más que sea el principal y con creces lo más logrado en el film) se la hace presente pero no se la representa, es un personaje más de la lista de marginales del cine chileno. Se la deja salir de la imagen porque es tan bonito el ocaso y la música de Aznar. Sin toda una trama política (la de Augusto y Lucía, la sesgada internacionalización del FPMR) y sin autor referente queda la historia de amor, pero vuelta conservadurismo escondido en un cliché, sin política ni romance, donde cuesta encontrar al escritor. La película nos deja pendiente pensar acerca de las coproducciones internacionales cuando en su estrategia económica (la que en sí no tiene nada de malo) restan identidad a una obra en favor de valores representacionales convertidos en cuotas de pantalla que no saben capitalizar diferentes acentos y caen en el tratamiento insípido. Para encontrar hoy a Lemebel se puede ver algún documental, pero sobre todo habrá que volver a leerlo.

Título original: Tengo miedo torero. Dirección: Rodrigo Sepúlveda. Guion: Rodrigo Sepúlveda (basado en la novela de Pedro Lemebel). Casa productora: Caponeto (México), Productora Forastero (Chile), Tornado Cine (Argentina). Producción general: Gerson Valenzuela. Dirección de Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Ana Godoy, Rosario Suárez. Dirección de arte: Marisol Torres. Sonido: Carlos Arias, Santiago Fumagalli. Música: Pedro Aznar. Reparto: Alfredo Castro, Leonardo Ortizgris, Julieta Zylberberg, Amparo Noguera, Luis Gnecco, Sergio Hernández, Ezequiel Díaz, Paulina Urrutia, Gastón Salgado, Erto Pantoja, Víctor Montero, Jaime Leiva, Daniel Antivilo, Pedro Fontaine, Manuel Peña. País: Chile, Argentina, México. Año: 2020. Duración: 93 min.