Informe XXIV FicValdivia (2): De historia, política, amor y cinefilia
Mi primera experiencia en el FicValdivia coincidió plenamente con mi expectativa del festival más reputado del país. Si bien la calidad de la programación es destacable en general, lo que se hace más palpable es la capacidad de riesgo que tienen los programadores para destinar las obras de directores más reputados en secciones especiales (como la notable “Gala”), mientras que tanto competencia internacional como nacional mantienen una rica mezcla entre obras esperadas y trabajos de los que poco se sabe. Esto lo conduce a uno a mantenerse emocionado ante la espera de ver las obras más comentadas (como ocurrió con Zama), al mismo tiempo que se mantiene abierto al factor sorpresa al asistir a varias obras desconocidas. Además, esta fórmula no podría funcionar sin contar con un tipo de audiencia que el festival se ha encargado de construir con los años. La cantidad de público que se pudo observar en obras de carácter experimental, o de larga duración (más de tres horas en algunos casos), es prueba de una audiencia dispuesta a entregarse abiertamente a lo que el festival pueda ofrecer. A continuación paso a describir algunas de las experiencias más interesantes que dejó esta edición.
La historia como puesta en escena
Zama de Lucrecia Martel era probablemente, junto al rescate de La telenovela errante (Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, 1990-2017), la película más esperada de esta edición. Las buenas críticas después del estreno en Venecia, la reputación de la directora y los nueve años de distancia con La mujer sin cabeza lograron que se repletara una proyección programada a la misma hora en que la selección de fútbol jugaba por la clasificación al mundial. Los que estuvimos dentro de la sala bien sabemos que valió la pena. La nueva obra de Martel da un salto de proporciones al realizar una cinta de época basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto. En ella vemos a Diego de Zama, un funcionario de la corona española, esperando una carta del rey que le permita realizar su traslado desde Asunción. Lo que Zama espera que sea una corta operación burocrática pasa pronto a convertirse en una kafkiana y desesperante espera.
Uno de los primeros elementos que llama la atención de la película se da en este elemento de larga espera que consume la primera mitad de la obra. Si las ficciones ambientadas en el colonialismo nos hacen esperar un retrato heroico de acción, especialmente si proviene de una región carente de cine épico, lo que Martel entrega, en cambio, es una desesperante inmovilidad. La actitud del propio Zama dista también de estas expectativas heroicas, viéndose menospreciado por la burocracia monárquica. Como en todas las obras de Martel, gran parte de esta desesperación se construye a través de la sugerencia, a través de planos cerrados y omisiones de información fundamentales que dejan al espectador tan impotente como el protagonista. Por lo mismo, el giro que da la película una vez que Zama se decide a tomar acción resulta tan sorprendente. La segunda parte, de la cual es mejor no revelar demasiado, da el paso hacia una aventura de tintes oníricos que recuerda a los mejores momentos de Terrence Malick. La orquestación de movimiento que Martel hace entre los colonizadores y los indios en una secuencia es un prodigio de puesta en escena que puede ser fácilmente el momento más intenso visto en todo el festival. Todo esto sin siquiera mencionar los sutiles comentarios políticos que se hacen en torno al racismo, la colonización y la figura masculina. Zama puede ser fácilmente la mejor obra de Martel desde La ciénaga (2001).
En otra obra, esta vez de la competencia internacional, se discute de forma igualmente problemática la representación histórica de los tiempos de colonia. La sorprendente Rey, del chileno Niles Atallah, se basa en la historia del francés Orélie Antoine des Tounens, quién llegó a Valdivia a mediados del siglo XIX para formar un reino unificado de comunidades mapuches y hacerle frente al ejército chileno en su intento de “pacificación”. La película es tan delirante como el material original, y no podría estar más alejada de nuestros conceptos de biopic y película de época. Si Martel problematiza la representación colonial suspendiendo las expectativas de la película épica, la cinta de Atallah, por otra parte, se va destruyendo (tanto metafórica como literalmente) al verse incapaz de hacer un retrato histórico fidedigno. El director, que maltrató y enterró parte del material fílmico que vemos en la película, contaba que la documentación histórica en torno a Antoine des Tounens era una serie de cabos sueltos y contradicciones que hacían imposible la posibilidad de realizar un relato unificado. Las películas históricas siempre se enfrentan a “crear” momentos para tener lógica narrativa, o a imaginar diálogos de los que no se tiene registro. El historiador Robert Rosenstone declaraba, polémicamente, que las películas época “inventaban su verdad histórica”. La obra de Atallah comienza inventando esta verdad a través de un alucinante juicio que el estado chileno hace al ciudadano francés (con los actores utilizando máscaras) para progresivamente verse incapaz de formar cualquier tipo de narración coherente. La película no solo cuestiona las invenciones de su propio relato, sino que termina perdiéndose en su vacío histórico a través de sicodélicas escenas que desintegran nuestro imaginario pictórico de los tiempos de la colonia.
Una discusión histórica de carácter más reciente se da en el film-ensayo de la competencia internacional Chaque un mur est un port (Elitza Gueorguieva). La obra es un collage de materiales fílmicos extraídos de un programa de televisión búlgaro de finales de los ochenta. El show, conducido por la madre de la directora, funciona como documento de la transición al capitalismo que vivió el país después de la caída de la Unión Soviética. La obra de Gueorguieva se arma con un espíritu similar al que su madre mantiene al entrevistar, armando una especie de mosaico político que admite distintas edades y posturas políticas. Al mismo tiempo las imágenes se combinan con distintas reflexiones de la directora a través de comentarios de texto (no se hace uso de la voz en off) que añaden cierta confusión infantil frente a los cambios que introduce el capitalismo en el país. Lo más interesante de la obra radica en cómo esta evolución política se traduce también la evolución estética del segmento televisivo. Partiendo desde una estética de discusión más sobria (fríamente soviética) se pasa a la sobrecarga de luces ochenteras típicas de los programas de música pop. La confusión que provoca el cambio de régimen no se da entonces solo por las transformaciones políticas más evidentes, sino también por la forma en que la estética del país hace su apertura hacia el nuevo sistema.
La imagen política
Las formas políticas del cine, incluidas las variantes más militantes, fueron uno de los temas transversales en el festival. La obra que se encarga de manera más explícita de abordar este eje es probablemente la portuguesa A fábrica de nada (Pedro Pinho). Basada en las experiencias de autogestión de una fábrica en Portugal durante casi tres décadas, la obra se centra en la resistencia de unos trabajadores ante el inminente despido masivo que sus jefes intentan aplicar sin que se note. La obra de Pinho, de más de tres horas, se centra tanto en las experiencias de asamblea de los trabajadores como en distintos momentos de la vida personal de estos. La dicotomía ocio/trabajo se hace patente en divertidos montajes en que los trabajadores mantienen la fábrica ocupada mientras deciden qué acción tomar. El mayor mérito de la obra, que retoma varios de los temas del cine militante de los sesenta, es la poca solemnidad con la que se trata estos temas. La obra de Pinho combina comentarios sociológicos en off similares a los de Dos o tres cosas que sé de ella (Jean-Luc Godard, 1967), pero les añade un fondo musical de música bailable que aligera la densidad que podría tener el ejercicio. Una mezcla entre los ejercicios lúdicos de Miguel Gomes con las prácticas de cine de guerrilla. La obra, al igual que en múltiples cintas políticas, no se contenta con representar la resistencia obrera, sino que además se cuestiona constantemente sus propios métodos de representación. ¿Hasta que punto distanciar el relato? ¿Una obra de este tipo puede terminar en una apología nostálgica? son algunas de las preguntas que los realizadores parecieran hacerse en paralelo a las discusiones que sostienen los obreros en pantalla.
En el otro extremo del cine político podríamos situar La isla de los pingüinos (Guillermo Söhrens), parte de la competencia chilena. Ambientada en los tiempos de la “revolución pingüina” de 2006, la cinta sigue la toma de un liceo particular subvencionado a través de los ojos del despolitizado Martín (Lucas Espinoza). Con un montaje lúdico que recuerda a las comedias indie estadounidenses, la película toma el contexto de las tomas más como un trasfondo para su relato que para realizar verdaderamente un cuestionamiento político de las movilizaciones. Pasando por varios de los clichés políticos del período -incluyendo el estudiante amarillo que quiere “vender” la toma y la idealista que se decepciona al descubrir que la revolución no llega-, Söhrens desarrolla una correcta comedia adolescente que muestra un interés apenas superficial en el tema político que desarrolla. En cierta manera la cinta termina por adoptar el punto de su vista de su protagonista, dando un repaso humorístico, pero poco profundo, de lo que significaría el acto de toma estudiantil.
Los perros (Marcela Said) es otra película de la competencia chilena que se basa en la historia política reciente. Mariana (Antonia Zegers) empieza a entablar una amistad con su instructor de jineteo y exmilitar, Juan (Alfredo Castro). A medida que empieza a interesarse en él va descubriendo que Juan podría estar involucrado en distintas investigaciones relacionadas con violaciones a los derechos humanos. La película de Said muestra a Mariana como un personaje infantil que pareciera aumentar su interés por el pasado de Juan como una especie de juego “incorrecto”. La actitud misteriosa de Juan, quien no pretende negar nunca su culpabilidad, parece solo aumentar la atracción que Mariana siente por este. La obra se desarrolla como un drama psicosexual que pone constantemente en duda si el interés de Mariana se produce por una curiosidad infantil de la clase alta que desconoce su pasado familiar o por un deseo de coquetear con quien ejerció la violencia directa durante la dictadura. La estrategia de Said pasea entre esta primera opción, a mi gusto menos interesante, y esta segunda, que enreda violencia con deseo, al mismo tiempo que sugiere un deseo casi sexual de “regresar” a interactuar con este tipo de poder. Los perros será un interesante material de discusión cuando llegue a salas chilenas.
Fragmentos del discurso amoroso
Varias críticas han visto influencias del coreano Hong Sang-soo en la última obra de la francesa Claire Denis. Si bien es cierto que Un bello sol interior coincide en algunos temas con Sang-soo, especialmente en su tratamiento de la conversación casual como una forma de ocultar lo que realmente queremos decir, visualmente pertenece al territorio de exploración visual característico de la directora. La obsesión de Denis con el cuerpo se ha relacionado normalmente con relatos densos, por lo que esta vez el cambio de tono podría hacer más difícil el reconocimiento de su estilo. Sin embargo, de manera sutil, el tratamiento visual poco tiene que ver con el cine del coreano, y mucho con las formas que la dupla Denis-Godard han desarrollado a través de los años.
La cinta, que comenzó con el encargo de adaptar Fragmentos de un discurso amoroso del semiólogo Roland Barthes, muestra a la artista Isabelle (Juliette Binoche) en una serie de cortos romances que solo le producen insatisfacción. Con un relato significativamente más sencillo que en otras obras de Denis, gran parte de elegancia de la película pasa por su aparente simpleza. Sin embargo, en varios momentos aparece la inspección de la carne en diversos planos que muestran el cuerpo de Binoche como un receptor de la frustración sexual. Isabelle es un personaje que se muestra independiente al mismo tiempo que frágil. Esta exploración de la femineidad, digna de una canción de Joni Mitchell, se pasea en esta aparente contradicción para terminar proponiendo un hermoso balance. Lo más sorprendente de Un bello sol interior es cómo Denis logra que, después de ver una película que se centra en la inestabilidad y el auto-sabotaje, uno salga del cine con una sensación de plenitud y alegría. Por más discreta que parezca a primera vista, la última obra de esta directora es una de las imprescindibles de esta edición del FicValdivia.
Milla (Valérie Massadian) también discute varios tópicos de las relaciones amorosas, pero desde una perspectiva más adolescente. La primera mitad de la película muestra a una pareja de jóvenes que, como en Buffalo '66 (Vincent Gallo, 1998), deciden encontrar un refugio en el otro para escapar de las normas sociales. La película se centra en el cotidiano de la pareja, tomando los problemas que enfrentan por su modo de vida con la misma liviandad que los personajes. Sin embargo, la normalidad empieza a verse afectada cuando la necesidad económica se hace más evidente. Cuando Milla queda embarazada, la cinta de Massadian deja de centrarse en ambos para poner el foco en las dificultades que debe enfrentar la joven. El tratamiento propone una curiosa mezcla entre el realismo austero de los hermanos Dardenne (además de que se relaciona temáticamente con El niño) y los momentos más estilizados y los escenarios más oníricos de Kaurismäki (especialmente en el interludio punk-surreal que Milla encuentra mientras trabaja en un hotel). Esta mezcla, si bien atrevida, resulta a veces difícil de asimilar. Milla se mueve irregularmente entre los momentos en que la emoción se logra, haciéndonos sentir empatía con su protagonista, y aquellos en que el estilo distante termina interfiriendo con nuestra preocupación por la protagonista.
Varios de los temas de las dos cintas comentadas anteriormente se ven discutidos en Beyond the One (Anna Marziano). El componente político de las relaciones amorosas es analizado a través de diversas lenguas y latitudes, en un film-ensayo más interesado en abrir las interpretaciones que en proponer su propio modelo ideal de amor. La obra repasa las concepciones de relación amorosa en distintos niveles, pasando desde relatos cotidianos de parejas hasta discusiones filosóficas que incluyen diversas citas. La obra realiza sus propios collages a través de una mezcla de recortes de fotografías, proponiendo una mezcla entre los momentos más convencionales de discusión y aquellos en que la directora pasa por terrenos más misteriosos y difíciles de interpretar
Retrospectivas
Por último, me gustaría destacar dos de las experiencias más intensas que tuve en dos focos paralelos del festival. Estos fueron la conmemoración de los 50 años de la cinta experimental Wavelength (Michael Snow, 1967) y la película más reconocida de la retrospectiva realizada al cineasta japonés Sion Sono.
La primera, exhibida en la sala Paraninfo, corresponde a una de las obras míticas de la historia del cine experimental. Snow, precursor del cine estructuralista, es reconocido por poner siempre la forma por sobre el relato. En el caso de Wavelength se trata de un zoom que comienza con un plano general de un departamento para terminar en un detalle de una fotografía que está al final de la habitación. Durante los más de 40 minutos de la obra no vemos (casi) nada más que la lenta y pesada trayectoria de este zoom. La imagen es acompañada por una banda sonora igualmente experimental que comienza de manera normal, incluso haciendo uso de Strawberry Fields Forever de The Beatles, para terminar en un fuerte pitido que va aumentando su longitud de onda (una de las referencias al título de la obra) a medida que avanza el plano. Los segundos finales, cuando por fin estamos acercándonos a la fotografía, resultan casi insoportables cuando el sonido alcanza un agudo similar al de un pito de tetera. La experiencia de Wavelength, que no debería tenerse nunca fuera de un cine, resulta fascinante, extrema y difícil por partes iguales.
La segunda se refiere a la primera cinta que vi durante el festival en el marco de la notable retrospectiva a Sion Sono (curada por Jaime Grijalba). Comenzar la semana en Valdivia con una cinta de 4 horas no parecía una buena idea en un comienzo, pero bastaron apenas 5 minutos de la impresionante Love Exposure (2008) para saber que la experiencia valdría la pena. La introducción de personajes de la película, de casi una hora de longitud, apenas nos prepara para el delirio de montaje y exceso que nos presenta el japonés. Con uno de los ritmos de montaje más frenéticos que se hayan visto la película realiza reflexiones serias en torno al cristianismo y la sexualidad, al mismo tiempo que introduce escenas en que cortan penes con la mano, o ridículas escenas de pelea masivas. La cantidad de recursos (de color, montaje, puesta en escena, caracterización) de los que hace uso el director nos hace sentir que estamos ante una clase de historia del cine. Sin realizar un pastiche del tipo Tarantino, la obra de Sono se pasea con destreza por todas las estrategias cinematográficas posibles (incluso extrayendo notorias influencias del anime). Love Exposure es, sin temor a exagerar, una obra maestra contemporánea que perfectamente podría ser la mejor experiencia que tuve en esta edición del festival.