Informe XV Sanfic (1): Perros, monos y tiburones
Algunos de los peros que uno le puede poner a Sanfic son más o menos conocidos. Lo primero, la concentración de la mayor parte de la actividad del festival en el sector nororiente de la ciudad dificulta el regreso después de las funciones nocturnas (especialmente desde Parque Arauco), y dota al festival de un aire algo elitista. El añadido de la Cineteca Nacional como una de las sedes principales ha mejorado el asunto, pero es todavía uno de los detalles que hacen que uno tenga que planificar su grilla en función de la conectividad.
Por otro lado, respecto a la programación, la aspiración de Sanfic por ser un festival más amplio muchas veces implica una presencia pequeña de películas de no ficción o de carácter más “experimental”. A pesar de esto, y si bien la afirmación todavía se puede mantener, este año las películas que me tocó ver en esta edición resultaron formalmente más jugadas que en ediciones pasadas. Por lo demás, la presencia doble de las duplas Adriazola-Sepúlveda y Perut-Osnovikoff levantó la expectativa en torno a una competencia nacional que venía de una edición pasada no tan destacable.
Competencia nacional
Desde el título y la trama de Mitómana (2009), Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda han señalado una preocupación estética que va más allá del retrato de lo marginal con el que siempre se les asocia. La idea de una mentirosa que empieza a confundir (y hacer que el resto confunda) las capas de realidad evolucionó a su versión más exagerada en el desfile de imitadores profesionales que rodean a Juan Carlos Avatte en Il siciliano (2017). Por lo tanto, que su última película se titule Harley Queen (2019), como el personaje de DC Comics (o casi), es otra entrada en esta exploración de identidades dobles y juegos de espejos.
Este culto a la simulación resulta interesante cuando pensamos en que el trabajo de la dupla ha sido celebrado por mostrar un tipo de “realidad” que el cine chileno ha ignorado mayormente. El seguimiento de Carolina Flores, una stripper que se caracteriza como la villana de Batman, está lleno de capas que se superponen. El caricaturesco amigo nazi que tiene amigos negros o la jerga empresarial que adquieren Carolina y sus colegas al organizar eventos son elementos que se solapan con la propuesta de ficción y no ficción que explora la dupla, a quienes, sin embargo, no les interesa necesariamente el metarrelato que implica jugar entre esas fronteras.
Si bien es evidente que es una película que continúa la exploración que la pareja viene haciendo, también presenta algunos elementos inéditos en su obra. El aspecto generalmente “descuidado” de sus planos se complementa con unas tomas aéreas de Bajos de Mena (aunque sin el look excesivamente pulcro de las tomas de drone que abundan ahora) y algunos recursos de montaje, como el uso de foto fija, que demuestran que, por más que lo “real” desborde en su cine, el planteamiento de la pareja no es azaroso.
La segunda dupla esperada de la competencia también presenta una película que se podría entender a partir de sus últimos trabajos. La mirada fría y antropológica de Bettina Perut e Iván Osnovikoff ha transitado lentamente desde la observación social, a una mirada casi científica, muchas veces movida por la simple fascinación que ejerce contemplar los detalles de un elemento a través de un lente macro. Los monos de Noticias (2009), las ratas de Welcome to New York (2006) y la fauna del desierto en Surire (2015) ya mostraban una curiosidad por lo animal que trasciende la idea de hacer una metáfora social a través de estos (como se podía pensar en Noticias).
Esta dimensión aparece de frente al observar a Chola y Fútbol, la pareja de perros que protagoniza Los reyes (2019). Lo que comienza como un documental de observación de los caninos y el parque de skate en el que viven, empieza a detenerse en los detalles físicos de ambos: las superficies cavernosas de sus patas, las encías negras y el movimiento toráxico que hacen al respirar. En medio, se escuchan diversos diálogos de los jóvenes skaters que frecuentan el parque, hablando mayormente de drogas. La combinación es divertida, aunque a momentos rivalice con el protagonismo de los caninos. Aun así, la fase post-humanista de la pareja funciona y se intensifica gracias a la colaboración de los detalles extremos de los planos de Pablo Valdés.
Por otro lado, la película ganadora de la Competencia nacional, la igualmente anticipada Lemebel (Joanna Reposi, 2019), parece deambular entre dos tipos de documental. El primero, el registro en primera persona de un amigo cercano gravemente enfermo, como en Letter from a Yellow Cherry Blossom de Naomi Kawase (2003). El segundo, un documental biográfico que repasa los hitos de uno de los escritores, performers y activistas nacionales más relevantes de los últimos años.
Si bien es destacable que un documental sobre una figura de la magnitud de Pedro Lemebel no posea un formato expositivo, este medio camino hace que la película de Reposi no termine de ser ninguna de las dos cosas. La capa más personal y ensayística, con la que comienza el documental, empieza a perderse ante la necesidad de realizar un perfil del artista. La película conscientemente evita el uso de talking heads al no mostrar a los entrevistados, pero no por eso el uso de extractos deja de tener la intención más convencional de realizar un repaso. Finalmente, la potencia del documental recae principalmente en la figura de Lemebel, quien asegura por sí mismo la aparición de un discurso lúcido e incisivo.
Competencia internacional
Sin tener demasiado detalle desde antes de las películas de la competencia internacional, la sorpresa, para mí, vino de parte de Colombia y Uruguay.
Los tiburones (Lucía Garibaldi, 2019) comienza como un coming of age con algunos rasgos asociables a otras películas recientes: una protagonista apática, música synthpop y una trama débil que se centra en la descripción del mundo que rodea a la protagonista. Sin embargo, la manera en que Garibaldi maneja ese mundo hace que la película escape de ese formateo indie para mostrar algo más particular. Rosina (Romina Bentancur) es una observadora más bien pasiva de las situaciones, al igual que la cámara. El universo masculino en el que la joven se ve introducida se muestra, primero, desde la distancia que esta tiene hacia el humor escolar de sus colegas, y después, desde la aparición del deseo al interesarse sexualmente por uno de sus compañeros.
Esta segunda trama activa el accionar de la aparentemente pasiva Rosina, después de que su primer encuentro sexual se frustre por el egoísmo de su compañero. Este momento, que podría resultar anecdótico, le otorga una vuelta siniestra a la historia cuando la joven empieza a fantasear con la venganza. De manera similar a los planes de Ana Torrent en Cría cuervos (Carlos Saura, 1976), estas fantasías se mueven entre la inocencia de la rabia adolescente y las posibilidades de causar daño reales. Una especie de coming of age que se retuerce por la actitud de su protagonista.
La segunda sorpresa fue la colombiana Monos (Alejandro Landes, 2019). Comparada más de una vez con el libro El señor de las moscas y con Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), la película muestra a unos adolescentes militares y su entrenamiento en las montañas de un lugar indeterminado. Si bien es cierto que el tópico del microcosmos adolescente recuerda a la novela de Golding, el hecho de que la película presente de frente la situación sin dar explicaciones propicia otro tipo de experiencia. Más que un estudio sicológico, la película de Landes tiene su base en las combinaciones de colores improbables y sonidos envolventes. El uso poco realista del color, sumado a la extraña partitura de Mica Levi, hacen que la posible dimensión sociológica pase a un segundo plano frente al plano sensorial de la película.
En cambio, la francesa Amanda (Mikhaël Hers, 2019), ganadora de la Competencia internacional, se movía por un terreno bastante más familiar. Amanda comienza como una película romántica de qualité, una versión más sofisticada del “chico conoce a chica” estadounidense. Esta mayor distinción se siente por el hecho de estar filmada, poseer un grano prominente y un ritmo más pausado. Después, comprendemos que se trata de un comienzo en falso, ya que en un atentado terrorista muere la hermana de David (Vincent Lacoste), interrumpiendo la promesa de una cinta apacible.
Desde entonces, la relación de este con Amanda (Isaure Multrier), la hija de su hermana, adquiere mayor relevancia, tomando por momentos la forma de un drama de tuición. Esta última parte resulta más interesante, pero la manera en que Amanda es utilizada para representar la inocencia total resulta decepcionante, especialmente recordando retratos más complejos de infancia y duelo, como el de Verano 1993 (Carla Simón, 2017).
Las ineludibles
Además de las competencias oficiales, una de las razones por las que la programación de Sanfic es una de las más esperadas del año es por las películas que llegan después de su paso por festivales, como Cannes (principalmente) o Berlín, durante el primer semestre. Los nombres grandes en esta ocasión incluyeron a los hermanos Dardenne, François Ozon, Elia Suleiman y la película final de Agnès Varda.
Independiente de lo buena que resultara ser, esta última era por sí misma una de las películas imperdibles. Después de la muerte de la cineasta en mayo de este año, ha ocurrido una revalorización masiva de la obra de la francesa, una especie de explosión de Varda como figura pop que se inició, probablemente, desde su aparición en forma de cartón en los premios de la Academia. Independiente de la muerte de la cineasta, Varda by Agnès (2019) es una película hecha notoriamente ante la posibilidad de la mortalidad, un poco como Todo comenzó por el fin (Luis Ospina, 2015) o el disco Blackstar (2016) de David Bowie. El documental es, hasta cierto punto, un repaso de formato clásico por su carrera, un tipo de película que pareciera hecha como introducción a su cine. Sin embargo, el hecho de que la propia Varda sea quien nos guíe por sus hitos cinematográficos le da un aire testimonial a cada una de las lecciones que entrega. Lecciones literales, ya que gran parte de la película registra sus tours impartiendo masterclasses. Está lejos de ser una de las obras capitales de la cineasta, pero es una película consciente de estar ordenando un legado, por lo que es evidente que la propia Varda resulta la más indicada para hacerlo.
Finalmente, la mejor película de lo que vi en el festival ya venía etiquetada por algunos como obra maestra después de su paso por Cannes. Sin embargo, la primera media hora de It Must be Heaven (2019) de Elia Suleiman sugería poco más que una divertida sucesión de gags que recuperan el espíritu observador e infantil de Jacques Tati, pero en Nazaret. Esta comedia ligera resultaba, por lo demás, extraña después de la importancia política que le habían dado algunos a la película del palestino. Los dos segmentos siguientes nos hacen entender que esta frustración es parte del chiste: Suleiman comienza la película como sabe que no esperaríamos de un cineasta de su origen.
Con el mismo tono de observador impávido, entre Keaton y Tati, Suleiman llega a París y Nueva York. En estas dos ciudades, se suceden nuevamente una serie de gags que exageran las características más estereotipadas de ambas culturas, ya sea el estado de bienestar europeo o la cultura armamentística estadounidense. Es en estos lugares donde Suleiman se encuentra a sus “aliados”; personas que apoyan la causa palestina, pero que no entienden la intención del director por hacer películas que no indaguen en esa causa. Suleiman se pregunta (o le obligan a preguntarse), ¿puede hablar el sujeto subalterno de algo más que de su propia subalternidad?
Suleiman se burla, hasta cierto punto, de la responsabilidad militante que implicaría un cine palestino visto desde fuera, donde nada se pueda escapar a remitir a la opresión de su pueblo. La reflexión no solo resulta divertida, sino que termina contestando de manera profunda en un cierre donde, finalmente, cede a lo que podíamos esperar de la película, de manera emocionante e inesperada, a través de una simple dedicatoria.