Había una vez en Hollywood (2): La subsistencia de la vieja guardia
Aunque se asume que los buenos directores de cine deben tener una pasión por el medio en el que se desenvuelven, Quentin Tarantino ha transformado la cinefilia en uno de sus rasgos característicos. Es conocida la historia de su trabajo en un videoclub cuando era joven, lo que le permitió saciar un voraz apetito por las películas, accediendo a obras poco conocidas y desarrollando un conocimiento casi enciclopédico de diferentes títulos y nombres. Su erudición cinematográfica se reflejó luego en sus propias cintas, donde creó múltiples guiños, homenajes, referencias, reinterpretaciones, adaptaciones o robos (dependiendo de cómo uno lo quiera ver) de las más variadas fuentes. Más allá del aspecto estilístico de sus obras, de vez en cuando aparecían también algunas menciones directas o indirectas al cine como actividad. Así ocurría, por ejemplo, con el personaje de Uma Thurman en Pulp Fiction (1994), que era una aspirante a actriz, o el de Kurt Russell en Death Proof (2007), que era un antiguo doble de acción. En Inglourious Basterds (2009) el trabajo de la protagonista en un cine no es solo un atributo secundario dentro de la historia, sino que un importante factor que da forma al clímax del relato, que transcurre dentro de ese lugar, durante el estreno de una película. Sin embargo, ninguno de los trabajos de Tarantino había estado tan ligado a la industria cinematográfica como su nueva cinta, Había una vez en Hollywood. Ambientada en la ciudad de Los Ángeles, en 1969, la película está inserta en la industria del cine y se encuentra repleta de alusiones a las obras y personalidades de aquellos años. Si bien aparecen representaciones algunos actores famosos, los protagonistas de la cinta son dos personajes creados especialmente para ella, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt). El primero es un actor que se hizo conocido por un western televisivo llamado Bounty Law, pero cuando decidió dar el paso definitivo al cine no pudo repetir su éxito y ha quedado relegado a roles como invitado en diferentes series de televisión, interpretando al villano de turno que debe ser derrotado por la respectiva estrella. El segundo es el doble de acción de Rick, quien también se ha visto afectado por los problemas laborales del actor, quedando limitado a realizar tareas más domésticas para el artista. Los vecinos de Rick son dos celebridades de la vida real, la actriz Sharon Tate (Margot Robbie) y el director Roman Polanski (Rafal Zawierucha), quienes se mudaron a esa casa hace unos pocos meses. Considerando el trágico final que tuvo la actriz a manos de la familia Manson, y que la cinta va indicando en la pantalla la fecha en la que transcurren algunas de sus escenas, la obra está cubierta por un aura de intranquilidad que nos acerca poco a poco a ese temido desenlace. La tensión, no obstante, no llega a transformar a la obra en un thriller propiamente tal, ya que solo es reforzada a ratos, con la aparición de algún personaje determinado o ciertos elementos que nos recuerdan lo que ocurrirá. No es sino hasta un salto temporal de seis meses, cuando vemos a Tate embarazada, que el peligro se percibe como algo más cierto. Durante gran parte del metraje, la atención de Tarantino está puesta en acompañar a estos tres personajes en actividades cotidianas. Los vemos recorrer la ciudad para trabajar, reunirse con alguien o simplemente deambular por algunos lugares. El director tenía solo seis años en aquella época, así que su entendimiento de la vida en Los Ángeles parece estar modelada más por la cultura popular de ese entonces que por experiencias propias, lo cual le entrega un aire idealizado y luminoso al Hollywood de 1969. La construcción de ese mundo, sin embargo, no llega a ser tan palpable como la que otros directores lograron al representar entornos que también conocieron de manera tangencial cuando eran niños, como Martin Scorsese y los gángsters de Nueva York en Goodfellas (1990) o Paul Thomas Anderson y la industria del cine pornográfico del valle de San Fernando en Boogie Nights (1997). Con una duración superior a la dos horas y media, Había una vez en Hollywood se da el tiempo de seguir a sus personajes en actividades a veces triviales, que en vez de hacer avanzar una trama determinada se asemejan a desvíos o digresiones de esta. Gran parte del metraje está destinado a que el espectador simplemente pase el rato con estos individuos, siendo una obra más relajada o suelta de lo que habitualmente nos entregaba el director. La progresión narrativa de la cinta resulta flexible, con secuencias que se extienden más de lo esperado y flashbacks que explican algunas situaciones prescindibles para la historia; el director incluso da un paso adicional respecto de este último punto, agregando un flashback dentro de otro flashback. Debido a su capacidad para construir personajes llamativos y tendencia a escribir diálogos, a Tarantino no le cuesta demasiado dar forma a escenas más preocupadas de sí mismas que del relato como un todo. El director ha alcanzado además un punto de su carrera donde las limitaciones externas son cada vez menores, pudiendo crear lo que quiera sin tener que recurrir a grandes compromisos. Hablar sobre una película de Tarantino es hablar sobre un subgénero propio. La confianza y la libertad que esta situación entrega permiten una mayor honestidad de parte de los realizadores, pero también pueden dar paso a la autoindulgencia, cuyos efectos se sienten a ratos en esta obra. La fijación del cineasta por los pies femeninos descalzos, por ejemplo, algo que se nota desde sus primeros trabajos, alcanza niveles casi autoparódicos en su nueva película, no solo por el número de planos en que aparecen sino también por la manera desvergonzada en que los muestra. Para que funcione el desarrollo de este relato, las actuaciones eran fundamentales, ya que permiten dotar de vida e interés a sus escenas, evitando que nos preguntemos cuándo va a avanzar la historia y dejando que la magia del momento nos conquiste. Aunque es la primera vez que Brad Pitt y Leonardo DiCaprio trabajan juntos, la química que transmiten los actores se convierte en uno de los grandes atractivos de la obra. DiCaprio tiene una tarea más vistosa, debido a los arrebatos de Rick y la desesperación que debe expresar en ciertas situaciones, pero el trabajo de Pitt no debe ser desestimado pese a su aparente distensión. Los alcances de la amistad entre ambos no quedan del todo claros, debido a una peculiar asimetría de poder que Cliff acepta como algo natural, pero aun así su relación sirve como el núcleo de la película. Había una vez en Hollywood transcurre en una época de grandes cambios para Estados Unidos, donde los conflictos bélicos, escándalos políticos, procesos sociales y avances tecnológicos fueron construyendo una nueva manera de ver el mundo, siendo el cine fue una de las tantas áreas donde se notó esa coyuntura cultural. Tal como se explica en la formidable obra de Peter Biskind, el libro Moteros tranquilos, toros salvajes, el paso de los años 60 a los 70 significó una forma distinta de hacer películas, en la que se reemplazó el poder de los grandes estudios por la impronta de los directores en las decisiones cruciales de esas obras. Es lo que se conoció como “Nuevo Hollywood”, un periodo en la historia de la industria que le abrió las puertas a directores como Francis Ford Coppola, William Friedkin, Terrence Malick o Peter Bogdanovich. Fue una etapa breve, que no estuvo exenta de problemas, y que terminó de manera estrepitosa con el regreso del control comercial de los estudios, pero su influencia se extiende hasta el día de hoy. Los directores contemporáneos que privilegian la voz propia en sus trabajos, dentro de los que se encuentra Tarantino, le deben mucho a esa generación, así que era probable que el cineasta incluyera elementos ligados a esa nueva ola en su película. Su interés, sin embargo, no está tanto en las voces que surgieron durante esos años, sino en las que se fueron apagando. Rick Dalton, con su temor a la obsolescencia e intentos por retomar las riendas de su carrera, refleja un Hollywood viejo que está pronto a ser reemplazado. Su gloria es parte del pasado, y en el presente es solo un fantasma de lo que alguna vez fue. El personaje está atormentado por oportunidades que se escaparon de sus dedos y decisiones que truncaron su carrera, siendo uno de sus posibles salvavidas el cine europeo, específicamente el spaghetti western. La idea le disgusta, ya que ve a esas cintas como una degradación del tipo de películas en las que él desea participar. Dentro de las mejores escenas de Había una vez en Hollywood se encuentran aquellas donde Rick es presa de su frustración, mientras filma un episodio de alguno de los tantos westerns en los que ha participado. La situación alcanza niveles de epifanía tras conversar con una joven actriz (Julia Butters) y obligarse a entregar una de sus mejores interpretaciones. Como contraste a su situación se encuentra la de Sharon Tate, una joven estrella en ascenso que representa la cara de una generación que tiene todo por delante. No es mucho lo que la película profundiza con este personaje, cuyos diálogos están bastante limitados, sirviendo más como la representación de un ideal que como una persona de carne y hueso. La actriz aparece siempre sonriendo, sin mayores preocupaciones, como un reflejo de la inocencia (y hasta ingenuidad) de la época en la que se encuentra, la misma que fue interrumpida de manera súbita una noche de agosto de aquel año. El personaje muestra un necesario destello de humanidad en unas escenas ambientadas dentro de un cine, al que acude para ver una de sus propias películas, disfrutando de manera genuina el cariño del público. La presencia de Tate en la película resulta agridulce, ya que tomando en cuenta su trágico final es un agrado verla en actividades tan triviales como comprar un libro o ir a una fiesta, creando la ilusión de que está viviendo un día cualquiera, pero resulta difícil olvidar lo que ocurrió con ella en 1969. Mi gran aprehensión antes de ver Había una vez en Hollywood era el hecho de que Tate y la familia Manson tuvieran un papel tan notorio en la obra, ya que la tendencia de Tarantino hacia la violencia podía provocar un resultado sensacionalista y de mal gusto. La violencia está presente en los últimos minutos de la cinta, a través de una explosión grotesca y absurda que llega a alcanzar niveles excesivos, pero ocurre de una forma distinta a la que me temía. No es una gran revelación decir que el desenlace de la película juega con los límites de la realidad y la ficción, ya que el director había presentado versiones alternativas de la historia en dos de sus trabajos anteriores, Inglourious Basterds y Django Unchained (2012). Ya el título de la obra nos adelantaba su relación con los cuentos de hadas y el acto mismo de narrar historias, algo que también utilizó en Basterds, donde el título de su primer capítulo era “Once upon a time… in Nazi-occupied France”. La confianza que Tarantino tiene por su propia voz lo ha llevado a crear nuevas realidades, a través de las cuales busca cumplir sus fantasías personales, que en las tres cintas consiste en intercambiar los roles de víctimas y victimarios. Es una subversión de los hechos que requiere primero conocer lo que ocurrió con Tate y sus asesinos hace cincuenta años, para comprender el alcance de los cambios que introduce la película, aunque el efecto pierde algo de fuerza al tratarse de la tercera vez que el director lo ocupa dentro de su filmografía. La utilización de esta técnica puede llegar a verse incluso como una paradoja, ya que mientras Tarantino ha defendido en múltiples ocasiones la representación de la violencia dentro del cine, separando la dimensión ficticia de la real y negando la influencia de la primera sobre la segunda, al mismo tiempo reconoce el poder de la ficción para construir verdades paralelas a través de estas alteraciones históricas. Hay algo de consuelo, de catarsis, en ese tipo de desenlaces, que reconocen lo trascendentes que pueden llegar a ser las obras de ficción, y cómo su capacidad discursiva logra traspasar las barreras de esos trabajos. Las consecuencias del clímax de la cinta no se extienden solo a la situación particular de Sharon Tate, sino que parecen apuntar al panorama general del cine estadounidense de dichos años. En vez de existir un cambio brusco entre el nuevo Hollywood y el antiguo, el final de la película muestra una relación más armónica entre ambas generaciones, abriendo literalmente las puertas a las viejas generaciones para que puedan escapar del olvido. Se ha dicho que esta obra es una de las más personales de Tarantino, y eso no se debe solo a los afiches y personajes que sirven como guiños a la Edad Dorada de Hollywood, que a final de cuentas tienen un fin más superficial dentro del relato, sino que existen algunas conexiones con el pensamiento del propio director. Ideas como la obsolescencia, la vejez y la nostalgia han sido recurrentes en las declaraciones de Tarantino durante los últimos años, quien se ha autoimpuesto un límite de películas y ha anunciado un próximo retiro. Aunque el número de cintas que tiene pensado dirigir puede ser variable, lo que según algunas versiones significaría que este es su penúltimo largometraje, sí ha expresado estar reacio a la idea de seguir trabajando durante su vejez, ya que con la edad no tendría la misma motivación ni creatividad para dar forma a sus obras. En sus palabras, no quiere caer en un cine de carácter geriátrico, que juegue a la segura y no se arriesgue lo suficiente. En Había una vez en Hollywood existe un claro cariño por el pasado, uno que llega al extremo de resentir la llegada de lo nuevo. Rick desprecia la contracultura representada por los hippies, y en un momento llega a ocupar el nombre de Dennis Hopper como un insulto, lo que no debe ser casualidad considerando que su cinta Easy Rider (1969) dio origen a esa nueva forma de hacer cine en Estados Unidos. La aversión de Tarantino por extender su carrera más allá del límite que considera prudente puede ser vista como un temor por caer en la situación del protagonista, quien debe conformarse con trabajar solo para subsistir, dejando de lado todo deleite artístico. La noción de triunfo que el cineasta parece defender en esta cinta es la subsistencia de las viejas glorias -que comprenden además una particular forma de vivir la masculinidad-, las que son invitadas a participar del futuro en vez de ser arrolladas por ese nuevo estatus. Esta especie de crisis de la mediana edad no es solo una añoranza nostálgica del pasado, sino que una desconfianza a lo desconocido, algo más cercano a la desilusión que a la evocación.
Nota comentarista: 7/10 Título original: Once Upon a Time in… Hollywood. Dirección: Quentin Tarantino. Guion: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Montaje: Fred Raskin. Reparto: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Emile Hirsch, Margaret Qualley, Al Pacino, Kurt Russell, Bruce Dern, Timothy Olyphant, Dakota Fanning, Damian Lewis, Luke Perry, Lorenza Izzo, Michael Madsen, Zoe Bell, Clifton Collins Jr., Scoot McNairy, Damon Herriman, Nicholas Hammond, Keith Jefferson, Spencer Garrett, Mike Moh, Clu Gulager, Martin Kove, James Remar, Lena Dunham, Austin Butler, Leslie Bega, Maya Hawke, Brenda Vaccaro, Penelope Kapudija, Rumer Willis. País: Estados Unidos. Año: 2019. Duración: 165 min.