Diamantes en bruto (1): El pulso del capital

Si el cine de los Sadfie no ha sido casi vinculado a un cine de “denuncia” es porque sus personajes operan desde una desesperación poco simpática que poco o nada comparte con los personajes empujados por la necesidad en las películas de Ken Loach o los Dardenne. Sin embargo, ya sea el paseo en ambulancia que describe la miseria del sistema de salud estadounidense de Good Time o la comunidad drogodependiente de Heaven Knows What (2014), el retrato de los márgenes está siempre presente, como una especie de recordatorio del sustrato que permite a Howard practicar sus juegos con el capital.

Las sensaciones que generan las últimas películas de los hermanos Josh y Benny Safdie las emparentan con una expresión casi exclusiva del cine de terror. En el terror, el hecho de declarar que se “pasó mal” después de ver una película puede ser una de las maneras más precisas para elogiar la efectividad del elemento pavoroso de estas. En Good Time (2017) y Diamantes en bruto, quienes recomiendan la experiencia de verlas describen a menudo los sentimientos de estrés, angustia y ansiedad que les provocó ver la obra de los hermanos. La última media hora de Diamantes en bruto, en particular, ha sido destacada por su manera de infundir una angustia profunda en quien la vea. La promesa de las últimas obras de los Safdie es también la de “pasarlo mal”.

En Good Time existía la presencia de un pulso constante que marcaba este ritmo de la ansiedad. En concordancia con la serie de malos resultados provocados por las acciones de Connie (Robert Pattinson) en la película, la música de Daniel Lopatin (conocido principalmente por su proyecto Oneohtrix Point Never) acentuaba el encierro del personaje a través de distintos loops de sintetizador. Lejos del guiño ochentero del instrumento que se ha consolidado en series como Stranger Things (Hermanos Duffer, 2016-), o de la emulación carpenteriana de It Follows (David Robert Mitchell, 2014), la música de Lopatin responde a un tipo de electrónica más contemporánea y agresiva que bien podía describir la situación y psique de Connie: un tipo de música que nunca progresa, que regresa y se estanca con sus propios patrones de repetición.

El crimen perpetrado por Connie y su hermano al comienzo de la película también propiciaba el uso de esta estructura circular. Los Safdie comentaban en una entrevista, a propósito de hacer una película de “atracos”, que el robo de bancos había pasado a ser una clase de delito con una de las menores tazas de éxito desde hace algunas décadas. El hecho de que estos sigan existiendo, según ellos, solo podía ser explicado por su promesa de inmediatez y, más importante aún, por su relación con el imaginario glamoroso del delincuente cinematográfico. El hecho de que los hermanos hayan pasado desde el retrato de un ladrón de bancos a un apostador y empresario responde a una profundización del mismo tipo de absurdo capitalista. La ambición nunca parece ser el verdadero motor de Connie o de Howard Ratner (Adam Sandler), sino más bien un tipo de excitación lúdica derivada de utilizar el dinero como una forma de juego.

A nivel general, la propuesta de Diamantes en bruto se puede ver, si se me permite el mal chiste, como una forma de “doblar la apuesta” claustrofóbica de Good Time. Si la película anterior abría con una amplia toma aérea que se acercaba a la ventana de un edificio y cortaba a un cerradísimo plano de Nick (Benny Safdie), la película actual inicia con otra toma aérea todavía más amplía que recorre el desierto etíope, como si se tratara de una superproducción hollywoodense que introduce el terreno “exótico” que utilizará. Antes de mostrar a su protagonista, el prólogo describe las extremas condiciones laborales de los extractores de diamantes etíopes, quienes encuentran una joya en la que la cámara se hunde para dar paso a una caleidoscópica secuencia de colores animados digitalmente.

Desde los colores sicodélicos del ópalo se pasa a Howard haciéndose una radiografía en Nueva York, de quien no nos despegaremos después de esta escena. El setentero zoom que abría su película anterior se convierte acá directamente en un trip que sintetiza el paso desde la explotación de un territorio tercermundista a una tienda de diamantes de lujo. Si el cine de los Sadfie no ha sido casi vinculado a un cine de “denuncia” es porque sus personajes operan desde una desesperación poco simpática que poco o nada comparte con los personajes empujados por la necesidad en las películas de Ken Loach o los Dardenne. Sin embargo, ya sea el paseo en ambulancia que describe la miseria del sistema de salud estadounidense de Good Time o la comunidad drogodependiente de Heaven Knows What (2014), el retrato de los márgenes está siempre presente, como una especie de recordatorio del sustrato que permite a Howard practicar sus juegos con el capital.

El ópalo etíope que llega a la tienda de Howard puede significar, según sus cálculos, su completa salvación financiera. A pesar de que la tienda es visitada por clientes millonarios, las deudas ponen a su dueño en un permanente apuro financiero. Dentro de esta paradoja funciona la lógica de la pérdida del control de este frente a las apuestas: Ratner se codea con los ricos y está a un paso de poder entrar a su círculo, pero también existe una distancia obvia frente a este personaje que haría lo que fuese por estar ahí. La presencia del basquetbolista Kevin Garnett (interpretándose a sí mismo) termina por desestabilizar la situación todavía más después de que este se interesa en la joya. Si bien es obvio que Ratner no quiere pasarle su ópalo a la estrella de la NBA, este sucumbe ante la petición debido a una evidente asimetría de poder que existe en esta situación entre la superestrella y el apostador, quien “presta” el objeto debido a una mezcla de admiración e inseguridad frente a un escenario potencialmente intimidante.

La presencia de Garnett es, de hecho, uno de los elementos que profundiza el elemento documental que ya estaba presente en las obras anteriores de los hermanos. En un movimiento contrario a la reescritura histórica de Tarantino, los Safdie articulan su ficción alrededor de un material histórico (al menos para la historia del basquetbol) que mantienen intacto, al mismo tiempo que integran al protagonista de este a la trama ficcional. La película, ambientada en 2012, utiliza material de archivo de distintos partidos reales de Garnett que, más que funcionar como una marca de tiempo para resaltar el contexto, se convierten en momentos dramáticos cruciales para la trama. La integración de estos materiales a la ficción se da, o mejor dicho se completa, gracias a nuestra reacción. En una especie de efecto Kuleshov con el archivo, las expresiones faciales de Garnett contento o enojado por perder un punto son interpretadas de acuerdo a si el deportista posee o no el ópalo durante ese momento del film. Es difícil no ver a Garnett tocándose la cabeza con rabia, aunque se trate de un partido de archivo del 2012, sin pensar que la verdadera indignación se origina debido a la pérdida de su amuleto.

Algo similar ocurre con la breve aparición del cantante The Weeknd. Si los cameos de superestrellas tienen, por lo general, un elemento de simpatía que se produce al verles en otro registro, acá el canadiense realiza una aparición directamente desagradable. A pesar de la obvia complicidad del cantante con su papel de acosador y cocainómano, este retrato de los aspectos poco vistosos de los mundos del hip-hop, el R&B y el básquetbol solo refuerzan el aspecto documental de la cinta, donde no se nos pide que nos olvidemos de la duplicidad de Garnett o The Weeknd al participar de la obra. Sin ir más lejos, aunque no haga de sí mismo, la presencia de Adam Sandler también sugiere una carga que va más allá de su personaje, pero que los directores utilizan a su favor. La inestabilidad y súbitos cambios de volumen que han caracterizado a Sandler se utilizan como rasgos de Howard, obviamente, pero también como una dislocación de una serie de gestos que hemos conocido en otro contexto, el de la comedia ligera que ha marcado a Sandler con la etiqueta de “mal actor”.

A pesar de contar con un protagonista y actor todavía más temperamental que el de su película anterior, resulta curioso que en esta ocasión la música de Lopatin no pareciera seguir el pulso de las acciones de su personaje. Si en Good Time la música del DJ se acercaba a la monótona banda sonora que Tangerine Dream hizo para Thief (Michael Mann, 1981), en este caso, las partituras de Lopatin recuerdan más bien a las obras que la banda alemana publicó a mediados de los setenta, como Phaedra (1974) o Rubycon (1975). Estos discos se convertirían en una de las influencias principales de la música New-age, aquel discutido “estilo” musical en que se mezclan la electrónica y los instrumentos análogos con la intención de provocar una sensación de relajo y luminosidad. En esta ocasión, la música de Lopatin en Diamantes en bruto aspira más bien a contradecir la estrategia de Good Time: en vez de captar el pulso de la película, intenta conducirnos hacia un estado de calma que la película se esmera en volver imposible. 

Este conflicto con el ánimo musical consigue, probablemente todavía más que los sintetizadores de Good Time, generar una sensación nerviosa permanente. A medida que Howard planea una nueva solución, la película abre a su vez nuevos problemas que, incluso cuando no están presentes en ese momento, orbitan a la película y su protagonista. No sólo se trata de la recuperación del ópalo, sino también de la manera en que gradualmente este pasa de convertirse en la solución total para una serie de problemas a una especie de premio de consuelo que pueda hacer la situación menos catastrófica.

Si el cine de los Sadfie se relaciona tan íntimamente con la ansiedad, es porque está lleno de subtramas que se van abriendo con un efecto acumulativo. El solo hecho de tener una actividad pendiente, como bien saben quienes padecen de cuadros ansiosos, es suficiente para invadir el pensamiento diario. Esta serie de virtualidades a la espera de su actualización definitiva se acumulan y nos inducen a sentir culpa frente al mandato de la productividad permanente. Por lo mismo, nuevamente como en una película de terror, la acumulación ansiosa de los protagonistas de los Sadfie son una forma segura de poder experimentar una sensación a la vez desagradable y conocida. Sufrimos junto a Sandler, al mismo tiempo que gozamos del resguardo de que no se trate de nosotros en esta ocasión.

 

Título original: Uncut Gems. Dirección: Josh y Benny Safdie. Guion: Ronald Bronstein, Josh Safdie, Benny Safdie. Fotografía: Darius Khondji. Reparto: Adam Sandler, Kevin Garnett, Julia Fox, Lakeith Stanfield, Idina Manzel, Eric Bogosian, The Weeknd. País: Estados Unidos. Año: 2019. Duración: 135 min.