La Mirada de los Comunes (15): Pandemia, cine, comunismo
La pandemia, por tanto, nos ha enseñado que el comunismo es impensable. “Comunismo” entendido como el nombre que desplaza de la política al individuo, no moviendo al individuo, sino destruyendo el centro; “comunismo”, en un sentido estético, como la superación de la experiencia individual y el ejercicio de una experiencia común; “comunismo”, en definitiva, como el encuentro que produce la experiencia común junto a cualquier otro. Lo que la pandemia nos enseña es que el problema de lo común no ha sido pensado como problema, sino como solución, y esa solución es: comunidad no es más que la suma de los individuos, es decir, la negación de todo comunismo.
La pandemia nos ha enseñado algo que el cine ya nos había mostrado: nos resulta impensable el comunismo. No me refiero, por cierto, a esa trabajada caricatura liberalista de un sistema económico que centraliza los medios de producción en el Estado, todo en nombre de una bandera roja que le permite asesinar a cualquier opositor. “Comunismo” es el nombre para ese triste retrato, pero también es el nombre alegre de aquel punto de vista desde el cual nuestra experiencia es común.
Esta segunda palabra, que también suena “comunismo”, es lo que no se ha pensado. En una dimensión, basta con ver las dos grandes referencias pandémicas con que el cine de Hollywood nos entrenó: por una parte, tenemos Outbreak (Wolfgang Petersen, 1995), protagonizada por Dustin Hoffman, Rene Russo, Morgan Freeman y Kevin Spacey; por otra, tenemos Contagion (Steven Soderbergh, 2011), estelarizada por Gwyneth Paltrow, Matt Damon, Kate Winslet, Marion Cotillard, Laurence Fishburne y Jude Law. La primera, posterior a la caída del muro berlinés; la segunda fue estrenada 10 años después del ataque a las Torres Gemelas. La primera, traducida como “Epidemia”, nos cuenta la historia de frustraciones machistas y violentos aciertos de Sam Daniels, un coronel del ejército estadounidense que nos deja entrever que el virus que ataca a la población de manera mortal fue creado por oscuros poderes de corte maltusiano; mientras que “Contagio”, entremedio de las travesías que mueven a los personajes interpretados por un puñado de superstars, sostiene una tesis: que el sistema de producción en serie nos lleva inevitablemente al contagio, porque siempre es probable que un murciélago muerda un plátano que se comerá un cerdo que será cocinado por un chef que nos puede dar la mano en un restaurant. Ambos filmes consiguen anular al pueblo afectado por sus respectivos virus asesinos, logrando enfocarse de manera exclusiva en los problemas íntimos y muchas veces irrelevantes de sus personajes perfectamente individualizados. Quizá por esto es que ninguno de los dos filmes fue bautizado con el nombre “Pandemia”: Epidemia nos remite al ataque que sufre un pueblo determinado, mientras que Contagio enfoca su atención en el modo de viralización de ese ataque.
“Pandemia” es la palabra griega para referir a “todo el pueblo”, o más bien al pueblo como un todo. Lo que es afectado por una pandemia es la idea misma de un todo del pueblo; no un pueblo determinado, no una población específica, sino la posibilidad de toda comunidad. Esa idea la mostró de manera directa Game of Thrones (David Benioff & D. B. Weiss, 2011—2019). La primera escena de la historia sobre el poder más vista de este milenio nos muestra el violento gusto por descuartizar humanos que tienen unas criaturas que apenas podemos reconocer. Con el correr de la historia, tras habernos entretenido con densas tramas políticas, nos enteramos que desde siempre la humanidad estuvo en peligro, desde esa primera escena: unas criaturas mágicas, con la capacidad de resucitar a los muertos y sumarlos a un ejército infinito, fueron diseñadas hace siglos para extinguir todo rastro de humanidad. Lo interesante de Game of Thrones es que, sin escapar de las reglas de producción del entertainment, presenta una tesis acerca de lo que una pandemia significa: lo que el ejército asesino de muertos vivientes ataca es la memoria de los humanos, encarnada por un personaje místico llamado El Cuervo de Tres Ojos. Los muertos vivientes tienen por tarea principal matar a este personaje, a fin que se pierda toda posibilidad de contar la historia del pueblo de Poniente. Los muertos fracasan en su intento y son exterminados, mientras que los humanos muy prontamente vuelven a sus juegos de poder, que se expresan como su normalidad. Lo interesante está en esa normalidad: el retorno a los problemas políticos “normales”, lo que en la serie se llama el “juego de tronos”, después del triunfo ante la pandemia, están atravesados por una consciencia respecto a que lo más valioso que tienen como colectividad es su memoria, encarnada en El Cuervo de Tres Ojos, convirtiéndolo incluso en el rey de los hombres: la memoria al poder. Esa sabiduría adquirida por el pueblo una vez terminada la pandemia, expresada en su rey, se corresponde con el fin de las historias de cada personaje: unos de mejor y otros de peor manera, cada personaje cierra su arco argumental, finalizando así la historia. La memoria en el poder obligó a que cada historia particular (story) finalizara en favor del comienzo de la Historia (history).
La esperanzadora cuenta de Game of Thrones se ve contrarrestada por la alegre desesperanza de un filme estrenado el mismo año que la serie. Melancholia (Lars von Trier, 2011), produciendo el mismo ejercicio que Outbreak y Contagion de utilizar los rostros de grandes superestrellas de Hollywood (Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Stellan Skarsgård, John Hurt, Charlotte Rampling y Udo Kier), nos presenta una tesis contraria: el fin del mundo, la destrucción del planeta Tierra por causa de la colisión con el planeta Melancholia. Probablemente, Melancholia es el filme más coherente con la idea de acabar con el mundo: la humanidad completa está amenazada por el planeta Melancholia, desde el comienzo del filme sabemos que el planeta Tierra explotará, siempre estamos conscientes que el fin de la película será una pantalla negra que presenta la sombra entre los fotogramas. Pero Melancholia, justamente, no se trata del fin del mundo, en tanto destrucción del planeta Tierra, sino que de la destrucción de las identidades de cada personaje, de la puesta en suspenso del destino que le decretaron los dioses al nacer. Lo que aparece en las escenas de Melancholia es el desvanecerse y agitarse de todas las seriedades y preocupaciones, de todas las depresiones y euforias, de todas las rabias e indiferencias. Melancholia, a diferencia de lo que piensa una bancada marxista, es un filme sobre el fin del capitalismo. Del capitalismo entendido, incluso, como más que un sistema de transacciones económicas, como una cultura, como una forma de vida impuesta por las condiciones de producción y reproducción: lo que se destruye en Melancholia es el mito moderno de la individualidad, sobre el cual se construye la ciencia económica. Para pensar el fin del capitalismo, justamente, hay que pensar el fin del mundo y no del planeta, del mundo entendido como la mera suma de individualidades.
Esa destrucción de la individualidad como condición de la comunidad ya fue expresado en japonés por The End of Evangelion (Hideaki Anno, 1997), donde se presentaba un final de la historia del individuo ante el éxito del Proyecto de Complementación Humana: finalmente, los humanos se deshacen y pasan a compartir una consciencia, que se expresa en la secuencia de imágenes que ya no nos relatan una historia argumentativamente coherente, sino la corriente de esa consciencia común. Anno, en su Evangelion, recurre a la destrucción del guión que somete las palabras y los gestos al argumento informativo, a fin de poder mostrar la posibilidad de un “comunismo” radical: una puesta en común de todo, del todo, de toda la experiencia, de “todo el pueblo”. Sobre este problema es que el destacado programador de videojuegos, Hideo Kojima, decidió crear su obra maestra: Death Stranding (Hideo Kojima, 2019) es un videojuego que se aprovecha de la hiperconectividad virtual para contar una historia que le sirva de representación. Utilizando el recurso de las superstars (Norman Reedus, Mads Mikkelsen, Léa Seydoux, Guillermo del Toro y Nicolas Winding Refn) nos cuenta la historia de Sam Porter Bridges después del death stranding, una colisión de dimensiones que mezcló la realidad de los vivos con la de los muertos. «El mañana está en tus manos», dice el lema del juego, cuyo objetivo es que los jugadores reconstruyan la comunidad perdida por la explosión interdimensional. La tesis de Kojima consiste en que los videojuegos son el futuro de la experiencia, pero de una experiencia por lo pronto reducida a la individualidad: la finalidad indirecta del juego consiste en poner en escena de manera práctica la tesis Evangelion, según la cual una experiencia común radical es posible. En manos de Kojima, sin embargo, esta tesis fracasa, ya que no da cuenta de una superación de lo común entendido como una suma de individualidades: su uso de las técnicas del cine para someter los gestos de los actores a un guión conducido linealmente por un jugador (player), sigue anclado a una comprensión de la experiencia individual que descansa en los rostros escaneados de sus actores y actrices preferidas. Los jugadores se someten a una misma historia lineal, en la que guían a Sam por medio de extensos paisajes vaciados de humanidad; a su vez, los jugadores pueden ir dejando señales que otros jugadores ven: pueden construir puentes o antenas que otros jugadores pueden también aprovechar. Esta “solidaridad”, sin embargo, es aparente: la ayuda que un jugador otorga a otro es evaluada y conlleva un puntaje, convirtiendo esa “ayuda” en una estrategia. En Death Stranding, muy por lejos de instalarse una tesis sobre la fraternidad, se presenta a la fraternidad como algo que también puede ser objeto de un cálculo. Y sobre el cálculo, nos ha enseñado nuestra propia pandemia, no se puede construir un mañana.
Superando esta noción del videojuego como cálculo, Ari Folman realiza The Congress (2013). Basada en una novela de Stanisław Lem, Folman recurre a la operación de la superstar para invertir sus términos: es la historia de la actriz Robin Wright, ya en decadencia, asistiendo a la alianza entre la industria cinematográfica y la tecnología. Ya no son necesarios los actores ni las actrices, porque es posible escanear los cuerpos de cada persona y otorgarles los gestos que sean necesarios para contar una historia. Robin Wright se niega, pero termina cediendo a la industria: entrega sus gestos a cambio de un pago que le permitirá vivir tranquila. Con todo, la tesis fuerte de The Congress se presenta en su segunda mitad, donde la experiencia cinematográfica cambia de manera crítica: ya no vemos a Robin Wright asistiendo al Congreso del Futuro, sino a una caricatura animada de ella, porque todo pasa a ser dibujado, en una mezcla entre psicodelia y los trípticos más famosos de El Bosco. Pasaron los años y la industria del cine continuó en su evolución y logró escanear de forma masiva los gestos y cuerpos de cada persona en la historia del mundo, viva o muerta, y ahora se dedica a vender la experiencia de ser otro: cualquiera puede adquirir una cápsula que, inhalándola, permite al usuario vivir la experiencia, común a otros, de ser quien quieran ser, incluidos Elvis, Buda, Cristo o Marilyn Monroe. The Congress puede ser leída como una crítica de la experiencia individual en favor de una experiencia comunista: ¿no es que, como bien apunta Parasite (Bong Joon-ho, 2019), la lucha de clases no es mucho más que una diferencia estética, es decir, una diferencia en la experiencia común? Que para unos los problemas del mundo sean reducidos al polvo sobre un escritorio que un sirviente no limpió bien, mientras que para otros sea la falta de alimento cada mañana, ¿no es eso la diferencia en la experiencia que se ha traducido como indignación, malestar o resentimiento? ¿No es el comunismo, también, el nombre de la idea que propone destruir las experiencias individuales a fin de producir un mundo común? No obstante, esta destrucción de lo individual, en The Congress, no significa una destrucción de la singularidad: no se trata del comunismo totalizante, donde lo común impera sobre cada singularidad desnuda; por el contrario, se trata de la multiplicación, de la multiplicidad exuberante en esa comunidad de los sin nombre.
En esa misma tradición comunista se inscribe Bacurau (Kleber Mendoça Filho & Juliano Domelles, 2019), invirtiendo esa caricatura liberal del comunismo totalizante. Bacurau es la pequeña luz de la luciérnaga que resiste, no a la oscuridad, sino a la fulgurante luz de neón del autoritarismo: es un pequeño pueblo comunista en un Brasil imaginario en que el poder está en manos de una dictadura neoliberal. Los grandes poderes trasnacionales pretenden borrar del mapa a Bacurau, pero el pueblo de Bacurau cree en su tierra y en su gente, se resisten a la totalidad de ese país que los acoge y que no comparte sus principios fraternos de igualdad; el pueblo cree en Bacurau. Es, así puesto, una especie de patriotismo de izquierda: uno que no exige una militancia ciega, ni una xenofobia concomitante, sino que se expresa por la creencia radical en el otro, en cualquier otro que comparta la experiencia de Bacurau. Cada habitante de Bacurau sabe que no sólo actúa por sí mismo, sino que responde por toda la comunidad, tal como sabe que esa comunidad responderá por él, sin que por eso desaparezca el disenso, los desacuerdos ni las disputas: no desaparece la disputa por lo que Bacurau significa, al contrario, aparece una política a partir de ella. Y por eso es que el filme termina con el triunfo de Bacurau, asesinando a los enemigos del pueblo: los mejor para el mundo, sostiene Bacurau, es que Bacurau exista. El filme es una transición que va desde las singularidades de un pueblo hacia su puesta en común, desde la apreciación de sus diferencias hasta la comprensión de que esas diferencias son constitutivas. Bacurau es un esfuerzo por producir el relato de un pueblo, de resignificar la idea de patriotismo y, junto con ello, una herramienta útil para leer una pandemia: Bacurau nos enseña que el “todo el pueblo” de la pandemia no es metafórico.
La pandemia, por tanto, nos ha enseñado que el comunismo es impensable. “Comunismo” entendido como el nombre que desplaza de la política al individuo, no moviendo al individuo, sino destruyendo el centro; “comunismo”, en un sentido estético, como la superación de la experiencia individual y el ejercicio de una experiencia común; “comunismo”, en definitiva, como el encuentro que produce la experiencia común junto a cualquier otro. Lo que la pandemia nos enseña es que el problema de lo común no ha sido pensado como problema, sino como solución, y esa solución es: comunidad no es más que la suma de los individuos, es decir, la negación de todo comunismo.
En su dimensión más profunda, la pandemia no es un problema de salud pública global, ni tampoco un problema concerniente a las ciencias económicas ni políticas. La pandemia es, estrictamente, un problema político, es decir: el problema mismo de producción de aquello que podemos llamar comunidad. Y el virus nos arrincona ante un problema profundo en su calidad existencial: ¿seguiremos defendiendo la idea de individualismo como soporte de nuestro modo de participar del mundo, o es que este será el momento para pensar el comunismo?
Dibujos por Víctor Espinoza