La cuestión racial afroamericana en el cine de Hollywood
La cuestión racial ha estado presente en el cine mucho antes de lo que pensamos, aunque mayoritariamente hasta los años cincuenta y sesenta no se planteó como un problema social. Ya desde los albores del sonoro hubo filmes que presentaban con dignidad a las personas de otras razas, mayoritariamente los negros en EEUU, y otras donde se convertían en comparsas, marionetas o bufones. Desde mi punto de vista, en diferentes títulos las personas de otras razas, incluyendo a los latinos y, en menor medida, a los maltratados indios de las praderas, aparecieron como seres independientes y dignos y, en otros, como meros comparsas de los protagonistas, sin ser tomados casi nunca demasiado en serio o siendo objeto de clara violencia simbólica, sobre todo a través del ostracismo.
La cuestión racial ha estado presente en el cine mucho antes de lo que pensamos, aunque mayoritariamente hasta los años cincuenta y sesenta no se planteó como un problema social. Ya desde los albores del sonoro hubo filmes que presentaban con dignidad a las personas de otras razas, mayoritariamente los negros en EEUU, y otras donde se convertían en comparsas, marionetas o bufones.
Existen rarezas que se adelantan -levemente- a su época, como el musical Aleluya (1929) de King Vidor, no exento de cierto folklorismo, o los primeros tímidos alegatos antirracistas salidos de los grandes estudios en la década de los cuarenta, como Han matado a un hombre blanco (1949) de Clarence Brown, versión descafeinada de la gran novela de William Faulkner, Intruso en el polvo. Algunos filmes, como Pinky (1949) de Elia Kazan, mostraron a blancos o blancas con sangre negra que permanecen o no en una suerte de ocultamiento frente al miedo al rechazo de la comunidad. Otras, como Un rayo de luz (1959) de Mankiewicz, introdujeron a negros ejemplares (un debutante Sidney Poitier en el papel de doctor) frente a furiosos racistas con un afán de linchamiento digno de los tiempos de Furia (Fritz Lang, 1936).
Desde mi punto de vista, en diferentes títulos las personas de otras razas, incluyendo a los latinos y, en menor medida, a los maltratados indios de las praderas, aparecieron como seres independientes y dignos y, en otros, como meros comparsas de los protagonistas, sin ser tomados casi nunca demasiado en serio o siendo objeto de clara violencia simbólica, sobre todo a través del ostracismo.
La reciente polémica por la presentación esclavista de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) me crea ciertas contradicciones. No creo que nada deba ser retirado, censurado ni prohibido pero sí debemos tomar conciencia de la verdadera naturaleza su mensaje, ya que a pesar del Oscar a Hattie McDaniel estamos ante un filme sudista y racista.
La estrella afroamericana del cine de los cincuenta y sesenta en el Hollywood liberal fue, sin duda, Sidney Poitier, que realizó buenas y malas películas, casi todas con el racismo como telón de fondo. Frente a comedias blancas como Adivina quién viene esta noche (1967) de Stanley Kramer se adentró en rincones más oscuros de la violencia racista en títulos como En el calor de la noche (1967), el policíaco de Norman Jewison, o La clave de la cuestión (1962) de Hubert Cornfield, donde los prejuicios más brutales eran mostrados en las respectivas historias llegando a denunciar el fascismo y las cédulas neo-nazis antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Con anterioridad Poitier rodó la bienintencionada Fugitivos (1958), también de Kramer, donde huye de la cárcel encadenado a un blanco racista al que encarna Tony Curtis, viéndose finalmente condenados a entenderse, tras una difícil huida.
Películas como La jauría humana (1966) de Arthur Penn o La noche deseada (1967) de Otto Preminger pusieron el tema racial como uno de los ejes de un microcosmos social y humano marcado por la violencia, los prejuicios y la codicia. Directores como Martin Ritt en los años sesenta rompieron una lanza en favor de las minorías raciales, igual que antecesores como Richard Brooks (Semilla de maldad, 1955) o, en menor medida, otros realizadores formados en la nueva era de la televisión: Lumet, Frankenheimer, Pakula, Pollack, Mulligan y su Matar un ruiseñor (1962)...
La cuestión racial ha ido siempre acompañada a una violencia estructural y unas sangrantes diferencias socieconómicas que pocas veces se han reflejado en la pantalla en toda su complejidad. El documental I Am Not Your Negro (2016) de Raoul Peck nos aproxima a la figura del escritor James Baldwin para, a través de su voz cálida y su compromiso insobornable, hacer un recorrido histórico por las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos durante varias décadas, desde la época de la esclavitud a los años de las primeras conquistas raciales, con la era Kennedy como punto de inflexión. Baldwin, gay y afroamericano, se adelantó a su tiempo en sus novelas y obras de teatro.
Escritoras y guionistas como Lillian Hellman pusieron su granito de arena en la denuncia del fundamentalismo supremacista vigente en algunos estados del profundo Sur. No debemos olvidar la influencia de las luchas sociales y las manifestaciones culturales -como la literatura o el teatro- sobre algunas de las películas de calado antirracista más valientes: nombres como Genet, Tennesse Williams, Flanery O´Connor o el mismo Baldwin fueron creando escuela desde el mundo de las letras y las vivencias personales.
Recientemente hemos visto la buena acogida de filmes como Moonlight (Barry Jenkins, 2016), ganadora del Óscar, o la más impulsiva road movie Queen & Slim (2019) de la realizadora Melina Matsoukas, donde se interseccionan las opresiones -raciales, sexuales, de clase- y se denuncia toda forma de exclusión social en un formato de acción, suspense e ironía. También se han realizado aceptables adaptaciones de la narrativa del propio Baldwin como El blues de la calle Beale (2018), donde Barry Jenkins se aproxima a un drama romántico marcado por los conflictos familiares y raciales.
En cambio, otros títulos como la oscarizada Green Book (2018) de Peter Farrelly -en la línea de Paseando a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989)- resultan algo blandos y asépticos, simplemente bienintencionados, sin entrar en las entrañas del monstruo que sacude nuestras sociedades y sigue sesgando vidas humanas.