George A. Romero, un homenaje: Cine, muertos-vivientes y capitalismo
La relación entre el cine y la representación de los muertos-vivientes es antigua. Incluso forma parte de la pre-historia del aparto puesto a punto por Edison y los Lumière, remontándose a la invención del “fantascopio” -máquina de producción de fantasmas- por el físico y empresario suizo radicado en Francia, Étienne Gaspard Robertson, quien creó, en los sangrientos días de la Revolución Francesa, el espectáculo que corrido el siglo XIX se conocería como “fantasmagoría”. Por primera vez, en una época a la que se asiste en familia a las decapitaciones, el público pagaba una entrada para asistir en una sala oscura a la proyección, no en una pantalla sino en el espacio mismo, de imágenes terroríficas: figuras del infierno, signos de la muerte, cabezas decapitadas, espectros esqueléticos, fantasmas iluminados, etc. que, al desdoblarse y aparecer frente al cuerpo tembloroso de los espectadores, parecían más soportables. La alianza entre cine y terror se consolidaría definitivamente con la famosa sesión pública y pagada del Cinematographe Lumière en el Salon Indien del Grand Café en París, el 28 de diciembre de 1895. Aunque las cortas secuencias que fueron entonces exhibidas poco y nada dicen relación con los motivos “fantasmagóricos” popularizados por Robertson, sabemos que los espectadores de aquella tarde salieron choqueados, temerosos y en gran medida incrédulos frente a la verdadera “proyección de dobles”. No hay que olvidar que en esa época el espiritismo no era en absoluto despreciado y se asumía sin temor que las nuevas máquinas de registro de lo real, la fotografía y el fonógrafo, podían captar a los espíritus en estos nuevos soportes. El efecto de terror se produjo al observar, por primera vez en la historia, a objetos, personas y situaciones exactamente iguales a las que observamos en el presente, pero esta vez, diferidas, proyectadas en una temporalidad (la de la máquina) que se percibe de inmediato como inhumana, extraña, como viniendo desde otro mundo (la muerte, de la cual proviene todo lo que nos inquieta). Rápidamente, y sin duda en atención a esta relación inherente desde el punto de vista técnico entre cine, violencia y muerte. Finalmente, registrar una secuencia temporal, montarla y posteriormente proyectarla en una sala oscura tiene no poco que ver con un rito macabro ligado al descuartizamiento y posterior exposición de la recomposición de un cuerpo -el de lo real- con pretensiones de eternidad. Las primeras películas del cine industrial, cuando el cine deja de formar parte de los espectáculos de ferias de atracciones donde solían exhibirse películas en carpas contiguas a los gabinetes de curiosidades y de sonámbulos, tendrán por objeto cuestiones como la violencia social o cultural (Griffith), la guerra y sus masacres (Gance) o ya directamente todos los asuntos oscuros y demoníacos (locura, sonambulismo, canibalismo, comunicación con los muertos, catalepsia) propios al expresionismo (Lang, Murnau, Wiene, etc.). Los fantasmas del Doctor Caligari, el doble del Estudiante de Praga, el monstruo chupasangre de Vampyr y Nosferatu prepararían el terreno, dentro de lo que después se llamaría “cine fantástico”, para los muertos-vivientes que poblarían el cine de George A. Romero, entre muchos otros (incluido, cómo no, nuestro Raúl Ruiz). Es por ello que el cine estaba preparado para dos grandes films sobre muertos vivientes de los años 20 y 30 del siglo pasado, en los cuales la relación entre resurrección de los muertos (tema bíblico, pagano y católico) y la situación política signada por la catástrofe se ponen claramente de evidencia. Podremos hablar desde entonces de una política de los muertos vivientes en el cine, que comienza a gestarse con Abel Gance en primerísimo lugar, fundamentalmente su J’accuse (1919), donde veremos por primera vez filmadas a masas de muertos -los jóvenes inmolados en las carnicerías de los campos de batalla de la Primera Guerra- volviendo a la vida y dirigiéndose a la ciudad (París), para hacer ver a los que celebran con desfiles los armisticios que en realidad no tienen nada que celebrar, pues quienes realmente -de ahora en más- desfilarán por las calles serán ellos, los muertos vivientes sacrificados. El otro film que quería mencionar aquí es el que, por primera vez, intentará adaptar el mito zombie: White Zombie (1932) de Victor Halperin. En él los antecedentes históricos son respetados con cierta fidelidad: desde el siglo XVII se conocen referencias a la existencia de ciertos ritos vudú en los que los muertos pueden ser vueltos a la vida, o a una semi-vida que es la de los muertos vivientes. En la película, vemos como un diplomático norteamericano se ve envuelto en las prácticas del vudú al llegar en misión a la isla, y es todo un clásico la secuencia en la que el protagonista, guiado por un hombre misterioso, observa cómo los molinos y plantaciones de azúcar y de algodón son trabajados las 24 horas del día por muertos vivientes esclavizados. En la época de la independencia haitiana, se los creía formando parte de los ejércitos independentistas. Marx había definido el carácter “vampirizador” del capitalismo, previendo ya con total claridad que después de él los trabajadores no tendrían ni siquiera la noche para descansar. La otra gran película de zombies previa a La noche de los muertos vivientes (1968) de Romero es Yo anduve con un zombie (1943), del gran precursor del cine fantástico Jacques Tourneur, en donde también unos extranjeros de paso en Haití se mezclan con los ritos de resurrección y esclavización de los muertos. A diferencia de lo que ocurrirá con los filmes de Romero, sobre todo después de Dawn of the Dead (1978), en estos films (y en la tradición haitiana del mito) los zombies no se distinguen mucho de los vivos, como no sea por su palidez (están muertos, claro) o forma de andar torpe y cataléptica. Podemos afirmar que una transición entre esta forma tradicional de representar en cine al muerto-viviente y al zombie y la que inventará Romero en sus films, aparece en el film The Last Man on Earth (Ubaldo Ragona y Sidney Salkow, 1964). Vincent Price -quien es el "hombre Omega", como se llamará el remake de 1971 con Charlton Heston- interpreta a un científico, el único sobreviviente inmune al virus que provocó una catástrofe sanitaria que diezmó a la población total del mundo, incluyendo su familia (la imagen del hombre tirando a su hija pequeña a las fosas comunes es escalofriante). La secuencia en la que los monstruos, unos espectros nocturnos en algo así como una mezcla de vampiros y zombies (el más activo de los cuales es su mejor amigo y compañero de trabajo), rodean en plena noche la casa del científico, gritan “Morgan, Morgan” e intentan con sus torpes manos abrir la puerta, es una de las que sin duda quedarán como de las más inquietantes en la historia del cine de terror. Los monstruos, mitad vampiros, mitad zombies, que asolaban la noche del último hombre de la tierra en el film de Ragona y Salkow se movían -como los muertos-vivientes de Gance y los de Halperin y Tourneur- lenta y torpemente, como sonámbulos. No sólo su modo de caminar les aparenta con sonámbulos y catalépticos, sino que igualmente su aspecto pálido, cadavérico (están muertos), sus ojos vaciados. Los de La noche de los muertos vivientes también. Sabemos hasta qué punto fue importante el asunto del sonambulismo y de la catalepsia en esos grandes autores de literatura fantástica que fueron Poe, Maupassant, y en uno de los fundadores del género, el Maturin de Melmoth, el errabundo, o el antecedente de la novela El zombie del gran Perú (1697). El cine expresionista alemán (en films como los citados arriba) los extraerá directamente de allí. Los antecedentes culturales, políticos y estéticos estaban dados entonces para que un joven Romero, que había inaugurado una productora con el dinero suyo más el de dos amigos, juntara poco más de 100 mil dólares y filmase La noche de los muertos vivientes. Vendrían muchas otras más, no relacionadas con el mito de origen haitiano -que Romero intentaría reactivar para nuestra época asumiendo el carácter bastardo del dispositivo cine, muy distinto al modo de transmisión oral o escrita de aquél-, aunque siempre teniendo como telón de fondo esta relación que había redescubierto para el cine y que va del lado de la violencia sagrada, del sacrificio, de lo terrorífico, de lo que es capaz de destruir al orden de la razón (y esas veces en que se cruzan las miradas de los humanos con las de los zombis son en cualquier caso el mejor ejemplo dentro de su obra). Películas sobre una intoxicación masiva por un producto químico que provoca la demencia en una ciudad entera, a la que hay que declarar por tanto en cuarentena (The Crazies, 1973), lo que desata una suerte de guerra civil entre locos y militares; sobre un grupo de esposas que de puro aburrimiento, y después de pasar por la infidelidad o el alcoholismo, terminan en la brujería y como serial killers (Hungry Wives, 1972); o esa suerte de juego de rol a escala natural en el que unos caballeros templarios de la postmodernidad organizan torneos donde compiten por el honor como en tiempos de la edad media pero cabalgando sus motocicletas y comiendo pizza (Knightriders, 1981), otra obra maestra del humor negro tal como lo supo redefinir -como herramienta de crítica social- Romero en sus films. En cada uno de estos, y en todos los de su vasta producción, Romero es capaz de aplicar a la perfección la definición de lo fantástico por Todorov: aquello que destituye la normalidad, aunque no disolviéndola, sino que abriendo una fisura por la que aquélla lentamente se vaciará y se fundirá con lo que escapa a toda comprensión. Todo esto en una sociedad tan encerrada en su propio nihilismo como podía serlo la norteamericana de fines de los años 60, lo que por otro lado estaba generando todas las manifestaciones de resistencia que hoy conocemos como “contracultura” y dentro de las cuales la de Romero es una de las más singulares. Ahora bien, en todos aquellos films previos a La noche de los muertos vivientes los monstruos mantienen, en alguna medida, esa condición romántica de seres excepcionales y malditos expresada del modo más prístino en Frankenstein o el Prometeo moderno (1818) de Mary Shelley. Son monstruos, podríamos decir, individuales: con el relevante antecedente de los muertos vivientes de Gance, serán los de Romero los que por vez primera se constituirán en verdaderas masas, en seres que -de acuerdo a la clásica descripción de Canetti- funcionan como unidades inorgánicas, como organismos informes que actuarán desde una superconciencia que sobrepasa a la conciencia individual y recupera las funciones gregarias constitutivas de cierta biología animal. En el metro, en un estadio, en cualquier aglomeración urbana, las masas funcionan a partir de una lógica inédita, creando figuras que serán recuperadas y recreadas por las coreografías nazis y fascistas de las enormes manifestaciones políticas y deportivas que realizaron en los años 30 del siglo pasado. Se trata igualmente de una “locura de las masas” propia a la modernidad -locura que va desde los crímenes masivos organizados por los estados fascistas hasta el fenómeno de los serial killer, a los que podríamos agregar hoy el caso de los “amok”. El fenómeno de la violencia colectiva de masas desde el avance progresivo del nihilismo surge, entonces, como pérdida de los asideros que históricamente habían sido proveídos para las sociedades por el mito y la religión. Sabemos que en los films y series de zombis, desde White Zombie hasta Guerra mundial Z y The Walking Dead -y en general todo el cine fantástico y de terror-, la cuestión del fin de la sociedad racional moderna (la de la razón instrumental) aparece siempre, más o menos velada, como la posibilidad de la irrupción de un mal radical, sagrado, apocalíptico, que se manifiesta como liberación colectiva de la pulsión de muerte. Los films de Romero donde la figura del zombie es la imperante -la trilogía compuesta por The Night of the Living Dead, Dawn of the Dead y Day of the Dead (1985), pero también los films que realizará en los años 2000: Land of the Dead (2005) y Diary of the Dead (2007)- manifiestan una crítica social evidente (y ampliamente reconocida por la crítica), pero igualmente paradojal: no podría ser de otra manera, siendo que el medio utilizado para desarrollar tal crítica es el cine. Éste, desde sus inicios en films como El nacimiento de una nación (1915) de Griffith, planteó la cuestión del mito y de su épica, pero disolviéndola en la lógica cinematográfica, fundada en su carácter de aparato técnico y en el artificio de la puesta en escena. Es en este contexto que hay que entender la apropiación del “mito” del zombie por el cine (y en las series de tv y en los cómics). La escena de Dawn of the Dead en la que uno de los tres sobrevivientes que se han refugiado en el Mall explica a sus compañeros, mientras observan a los muertos-vivientes deambular por el centro comercial, que su abuelo, un viejo sacerdote practicante del Vudú en Haití, alguna vez le dijo que “cuando no queden habitaciones en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra” es muy instructiva en este sentido. Se trata de un mito que aparece en el contexto de una sociedad cuyo Dios es el Capital, y sus ángeles las mercancías. Es igualmente desde este punto de vista que es preciso comprender la muy fina crítica social respecto a los medios de comunicación de masas que se manifiesta en los films de Romero. Si queremos concentrarnos en los films en los que reelabora el mito del zombie, es imposible no caer en la cuenta de que la radio y la tv siempre aparecen en ellos como una suerte de murmullo constante y enloquecedor que no transmite informaciones, sino rumores inconexos y que no portan ninguna utilidad a los sobrevivientes que intentan desesperadamente aferrarse a ellos para obtener algún tipo de ayuda, aumentando todavía más la sensación de aislamiento, confusión y soledad que les invade. Sin ir más lejos, la primera secuencia de Dawn of the Dead transcurre en un estudio televisivo en el que reina el caos (las primeras informaciones de muertos que vuelven a la vida para atacar a los vivos acaban de ser “confirmadas”) y en la que un atolondrado periodista intenta entrevistar a un científico del gobierno que explica la situación; todo esto en medio de los gritos e insultos de sus compañeros de labores, indignados por lo que sin duda consideran como mentiras difundidas con fines puramente sensacionalistas. También al inicio de su último film sobre zombies, Diary of the Dead, un grupo de estudiantes de cine que acompañados por su profesor alcohólico y nihilista intentan hacer un film, empiezan a enterarse por la radio de casos de muertos vueltos a la vida, siendo su primera reacción la de poner en duda lo que los medios transmiten, en una época (fines de los años 2000) en la que ya se avizoraba claramente la nuestra: la de las fakes news y la postverdad. Uno de los estudiantes registrará, cámara en mano, como una suerte de diario fílmico, el recorrido que iniciarán por una ciudad en la que el apocalipsis ya ha empezado. No obstante la desconfianza y críticas que le merecían los medios, Romero fue fiel al que hizo suyo para desarrollar su obra: el cine. Arte e industria a la vez, éste último mezcla indefectiblemente (sin que sea posible encontrar una solución “ideal” que resuelva esta aporía) las inquietudes teológicas y metafísicas respecto a la existencia de los espectros, de los monstruos y otros muertos-vivientes, inquietudes que se les aparecieron ya con gran intensidad a los románticos desde fines del siglo XVIII, con las exigencias técnicas y mediales de un dispositivo que, para existir, debe asumir las fantasmagorías del capital. No muchos antes que él -tal vez sólo Hitchtcock- habían logrado plantear esta contradicción inherente al cine de una manera tan lúcida, tan lúdica (el humor en sus films es un asunto esencial) y tan cargada de sentido para nuestras sociedades signadas por una catástrofe que no termina de empezar. Su obra, como la de todos los grandes maestros del arte, seguirá interpelándonos por mucho tiempo.