Diálogos Exiliados (14): Coloquio de perros
Sorprendido por un paro de la industria audiovisual en medio del rodaje de La vocación suspendida, su primer largometraje realizado directamente en francés, Raúl Ruiz usó la pausa para crear un corto usando casi exclusivamente imágenes fijas. El título refiere a una de las Novelas Ejemplares de Cervantes, pero como siempre nuestro cineasta se manda solo y bien por él: este Coloquio es un pequeño prodigio.
Coloquio de perros (1977)
Christian Ramírez: Este coloquio tiene un origen curioso: Ruiz está en pleno rodaje de La vocación suspendida, su primer largometraje en tres años, el primero desde Diálogo de exiliados, y de un momento a otro, todo se para por una huelga general de actores en Francia. Como no quiere perder tiempo, usa el lapso para crear esta suerte de fotonovela que se muerde la cola. La ironía es que esta peliculita hecha para pasar el tiempo se ganó más tarde un premio César, al Mejor Cortometraje Francés. Por si fuera poco, se trata de su primera colaboración con alguien que permanecerá en su equipo cercano por décadas: el compositor Sergio Arriagada. ¿Qué tal?
Quintín: Es otra película de la que se sabe poco y de la que no se habla mucho. En el libro de Bruno Cúneo (Ruiz) hay una descripción de la película hecha por el propio Ruiz que, para variar, no coincide con lo que uno ve: “Puse planos de perros que ladran con subtítulos (‘Amor’, ‘Odio’, ‘Violencia’)”, pero esos subtítulos no existen en la versión que está en Youtube y así queda una fotonovela en la que se intercalan planos de perros ladrándose entre sí, aunque es imposible saber qué relación tienen con el resto.
Alejandra Pinto: Sí, se me escapó un poco esa referencia, aparte que los de los perros son de los pocos planos que vemos en movimiento. Creo que en esta ocasión, nuestra referencia previa a que Ruiz está despegando hacia “otros lugares de la galaxia'' se hace mucho más evidente. Por otro lado, es la primera vez que se hace presente esta idea sobre el melodrama que discutimos en algún momento, y que parece estar presente en toda su obra posterior.
Q: Algo sobre el movimiento. Hay tres tipos de planos en la película. Los de los perros, los del suburbio más bien miserable que acompaña de algún modo a la fotonovela (Ruiz dice que son los lugares en los que suceden esos hechos de sangre que la novela narra) y, además, hay micromovimientos en las fotos, de las que algunas no son exactamente fijas, sino desplazamientos entre fotogramas distintos. Creo que eso viene de La jetée (1962) de Chris Marker, pero no sé. Un paréntesis histórico: La fotonovela se inventó en Italia en 1947 y tuvo un gran éxito en América Latina, pero también en España y en Francia donde, en un principio, fue repudiada por los intelectuales. De hecho, firmaron un manifiesto contra ella en el que coinciden conservadores y comunistas. La trataban como una especie de opio de los pueblos, un género bastardo que había que descalificar. Supongo que La jetée, una película de arte alto filmada como una fotonovela, le devolvió la dignidad al género y Ruiz trabaja en esa ambigüedad entre lo bajo y lo alto. Pero no está claro que, como han dicho algunos críticos anglo, Ruiz tuviera en la cabeza solo los melodramas mexicanos y latinoamericanos. Los tenía, pero también (como siempre) tenía otras cosas.
R: Mi impresión es que Ruiz utiliza la foto fija de una forma muy distinta a la ideada por Marker. En La jetée lo que tenemos por delante son un conjunto de imágenes fragmentadas, ruinas de un futuro apocalíptico y material residual de un París de pasado esplendoroso al que el protagonista viaja todas las noches, casi como en un cuento de Borges. Lo de Ruiz, en cambio, parece venir de una ocurrencia mucho más pedestre: las revistas de fotonovelas que se vendían como pan caliente, en los años 60. En Chile fueron muy populares y más de algún cineasta, cantante o actor conocido se tentó con hacerlas. Ahora bien, a este Coloquio de perros le sirve esto como punto de partida, toda vez que el hilo central de su historia se apoya en anécdotas muy extremas: el relato de una mujer empujada a la prostitución, sus deseos de ser mantenida por un amante millonario, su escape a un pueblo de provincia donde -aparte de conocer a un buen hombre y de instalarse con un local- toda su reinvención se va al carajo cuando una antigua colega llega a visitarla (iniciando además una relación con su marido) y comienza a extorsionarla. A nuestra protagonista no le queda otra que suicidarse junto a su hijo, en una secuencia muy chocante; pero, en fin, no he llegado ni a la mitad de la descripción de todo lo que pasa en estos 22 minutos de película, y falta mucho por contar. Si esto fuera una teleserie aquí hay, como mínimo, material para unos 120 capítulos.
P: Pensé en las fotonovelas, pero también la película me llevó a las fotos de crónica roja, como si esta historia se hubiese documentado en las páginas de diarios de ese tipo.
Q: Efectivamente. La película no es solo un culebrón mexicano exasperado. Su ambiente sórdido, sus crímenes por celos y por dinero, llevan al paroxismo también a otro género, que es el de la serie negra francesa. Lo que ocurre en el Coloquio -aunque con algunas vueltas de más- podría pasar en una de esas novelas de Simenon, que tienen como centro un bar ubicado en un oscuro barrio de algún pueblo perdido de provincia, con esas pasiones que escalan inevitablemente hacia el asesinato. En Sublimes obsesiones, su extenso ensayo sobre Ruiz, Adrian Martin dice algo que me parece muy cierto: que Ruiz borraba en muchos casos las influencias o los orígenes literarios de muchas de sus películas. En este caso creo que Simenon está ahí sin que se lo nombre.
P: Tengo recuerdos de algún texto de Bellour que dice que la presencia de fotos fijas en medio de secuencias en movimiento es para obligar al ojo a posarse sobre esa acción en particular. Aquí es como si fuese al revés: como casi todo son imágenes fijas, los planos de los perros -que son las únicas secuencias filmadas en película- llaman la atención sobre sí mismas. Por ahí me hace sentido una referencia más cercana a Simenon que al culebrón latinoamericano: las teleseries ponen en el centro las historias, son cuentos que hacen que los televidentes aspiren a esas vidas. Simenon y toda esta serie negra se pasea por los bordes, son cosas que no tienen que ver con el glamour y las lentejuelas. Refieren a cosas que nadie quiere ver, o que no se toman ninguna portada. Es un poco hablar sobre cosas que no tienen presencia en ninguna agenda: un suicidio, un asesinato, la carrera de prostituta de alguien o los mismos perros ladrándole a algo, quizás a qué.
R: Una posibilidad es que los perros funcionan como contraste o comentario de lo que estamos viendo en las imágenes fijas. A propósito de eso, en la reseña del filme que escribió para el Chicago Reader, a mediados de los 80, Jonathan Rosenbaum vincula el ruido de los perros a las palabras que el narrador del corto pone en boca de los actores: una serie de parloteos sin sentido, puros lugares comunes, ladridos que se pierden en el aire. Yo propongo otra idea: en la medida que los vemos en forma recurrente, ladrando una y otra vez en medio de estas tragedias, los perros del film también pueden ser o funcionar como una suerte de testigos de estas pasiones, dramas, traiciones e idioteces que los protagonistas de la historia cometen sin cesar.
Q: Los perros le dan un aire misterioso y, al mismo tiempo, aligeran la película, la vuelven menos plegada sobre sí misma y su argumento central.
R: Pienso que Ale menciona algo clave más arriba, cuando dice que muchas de las cosas chocantes que les ocurren a los personajes se vuelven más espantosas aún en la medida que van atrapadas en estas imágenes que no se mueven. Eso se vuelve más y más importante en la segunda mitad del film: la que creíamos que era nuestra protagonista se suicida, y es reemplazada -literalmente- por Henri, su pareja. Es él quien da cuenta de la colega traidora: termina su affaire con ella; luego, la asesina, la corta en pedazos (volvemos aquí a la idea del cuerpo repartido, que ya había aparecido en El tango del viudo, La expropiación y Utopía) y los desperdiga en lugares equidistantes del café donde se produce la tragedia. No contento con eso, el marido además suplanta a su mujer fallecida (otro elemento que ya aparecía en El tango del viudo): huyendo, se cambia de sexo; se convierte en una prostituta, sueña con un amante millonario, vuelve al pueblo, compra el mismo bar que regenteaba la muerta, adopta un hijo y finalmente es muerta por un amante. Salvo uno que otro ajuste, todo lo que ya habíamos visto en la primera parte se repite, otra vez. Y el melodrama vuelve a empezar, como en un bucle.
P: ¡Claro! Está presente de nuevo la circularidad, pero esta vez no tiene que ver con el lenguaje, como pasa con el habla chilena en sus primeras películas. Aquí se ve obligado a usar la imagen. Al emplear elementos del melodrama, Ruiz se permite caer en esa exageración de los hechos y por ahí las repeticiones no parecen forzadas, porque es desde ahí que puede instalar la idea del tormento permanente al que nos enfrentamos. Hay algo de eternalismo, ahí.
Q: Es evidente que la película juega con los clichés del melodrama y de la crónica roja y que los exacerba al punto del ridículo incluso por la cantidad de repeticiones y el uso de las mismas frases en distintos momentos (Ruiz dirá que serán las típicas expresiones de la crónica de sangre). De ese modo, la película puede pasar como una crítica al material en el que se basa, pero Ruiz sabotea esa mirada para consumo académico desde la propia película. Y lo hace de varias maneras, empezando con los perros. También mediante un recurso habitual en él, que es el del humor negro que resulta del exceso: asuntos de filiación, cambios de sexo, descuartizamientos, a los que les agrega un enigma borgeano que es lugar del crimen en el centro de un círculo; así como el hecho de que la película empieza con una niña abusada por sus compañeritas que le dicen que su madre no es su madre, pero termina con un niño diciendo que su madre no es su madre, revirtiendo el planteo inicial y haciendo de éste una buena broma. Al mismo tiempo, el melodrama y las vidas tormentosas de sus personajes, son el corazón de la película. No son objetos de utilería sino criaturas altamente expresivas, cuyos pequeños movimientos internos -realizados en secuencias de fotos equivalentes a nuestros GIFs- los vuelven conmovedores. Cada escena de la fotonovela, a pesar de su carácter absurdo, es de una belleza y de una intensidad notables. Ese es el juego de Ruiz. Como dice Alejandra, el encanto está ahí, en esa ambigüedad, no en su enunciación literal pero tampoco en la distancia crítica; es decir, en una mirada que no es ni académica ni pop.
R: Ruiz no es el único que está haciendo ejercicios en torno al melodrama, a fines de los años 70. En ese mismo período, Fassbinder todavía está abocado a recombinar en tantas películas como puede los elementos fundacionales del género, subvirtiendo, cuestionando, dando vuelta sus códigos. Claramente Ruiz está igual de fascinado que el alemán por las posibilidades de reutilizar esos materiales -que tantos califican de basura y desecho-; es una suerte de reciclaje audiovisual similar al que Coppola, Scorsese y Spielberg hicieron respecto de su propia tradición fílmica. Es el costado posmoderno de un Ruiz que rara vez se declara como tal. De ese modo, lo que semeja una fría e intelectual combinatoria (personajes que recitan, narrador que irrumpe, relatos que se superponen) se intersecta con un cúmulo de bajas pasiones que se desbordan y luego se apagan en menos de media hora.
Q: Creo que era el momento de nombrar a Fassbinder, un cineasta con el que Ruiz dialoga sin decirlo, incluso desde antes de esta película. Lo cual hace pensar en la universalidad de ciertos elementos del cine de Ruiz que se consideran nítidamente chilenos. Me parece, además, que el juego de Ruiz es a varias puntas. En plena adaptación al cine europeo, crea una película que homenajea a Marker, pero también hace equilibrio entre Fassbinder y Chantal Akerman, que es la versión distanciada y brechtiana mientras que el alemán es francamente expresionista y sirkiano. Ruiz superpone -como hace siempre- los distintos niveles y les agrega sus juegos y sus bromas, como para entrar en el cine “culto europeo” pero no quedar atrapado en él. Finalmente, vuelve a esos perros inexplicables, que son como marcas explícitas de su desconfianza con respecto a los sistemas cinematográficos y sus reglas.