Informe XXXII FICViña (2): Otra mirada de la Historia
Con el ojo puesto en el pasado para entender mejor los lastres de diferencias de raza, clase y género del presente, la pregunta por la mirada crítica de la Historia estuvo presente en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Viña del Mar. Acá revisamos Blanco en blanco, de Theo Court (ganador del Mejor Largometraje Ficción y Premio de la Crítica Especializada), película inquietante y desoladora que transcurre en Tierra del Fuego, y Chaco, del boliviano Diego Mondaca, que aborda la guerra entre Bolivia y Paraguay desde la perspectiva indígena.
La pregunta por la mirada que hay detrás de una cámara fotográfica, las motivaciones de quien mira, cómo llegó a retratar un hecho o una persona, qué lo llevó a disparar en un momento preciso que puede convertirse en parte de un registro histórico, fue la motivación que llevó al director chileno-español Theo Court a realizar Blanco en blanco, filme ganador del Mejor Largometraje Ficción y Premio de la Crítica Especializada en la 32° edición del Festival Internacional de Cine de Viña del Mar, que se realizó de manera gratuita y on line para todo Chile.
Blanco en blanco es una invención -del también ganador del premio al Mejor Director del Festival de Venecia 2019 en la sección Orizzonte- sobre la mirada que podría haber retratado la matanza selknam o el matrimonio forzado de una niña con un terrateniente ausente -pero omnipresente- que financió e impuso la colonización, en un paisaje extremo como Tierra del Fuego a finales del siglo XIX.
Como fotógrafo de origen, en su segundo largometraje Court reflexionó sobre el impacto visual de las imágenes y la estetización de la crueldad al ver las fotografías del criminal ingeniero rumano nacionalizado argentino Julius Popper, un cazador de indios que formó parte de la campaña de exterminio de la población indígena y que en su álbum fotográfico de la expedición describe el modo de vida indígena en textos y fotografías donde abundan los cadáveres de selknam.
Pedro es un fotógrafo (interpretado por el actor que más y exigentes protagónicos tiene en el cine chileno reciente, Alfredo Castro) que llega de lejos al territorio dominado por Mr. Porter (¿Popper?) para fotografiar su casamiento con la pequeña Sara (de apenas 14 años), con la cual se obsesiona por retratar su belleza infantil tocada por la luz particular del fin del mundo. Ella se convierte en el blanco de sus obsesiones en medio del paisaje salvaje, nevado y patagónico de ese mismo color. Son las fotografías a niñas (incluso desnudas) realizadas por el autor de Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll, la referencia sobre la sobrestetización e hipersexualización a la que recurre Court para las agresiones que sufre Sara, obligada a casarse a su corta edad y a quien en largas sesiones fotográficas Pedro intenta erotizar bajándole el pabilo del vestido a los hombros o pidiéndole que se saque la ropa. Así lo hacía el diácono inglés Caroll, que debió dejar de fotografiar a Alice (que inspiró la clásica novela de fantasía) por incomodidad y preocupación de la madre de la niña por los paseos y sesiones, que le pedía a sus pequeñas modelos que posaran “vestidas de nada”.
Sin poder irse en el próximo barco hasta que se concrete la ceremonia que no tiene fecha definida de realización, en una espera incómoda que va extendiéndose en el tiempo más de lo que él quisiera (que por momentos recuerda a la que sufrió Don Diego en Zama de Lucrecia Martel), Pedro se va viendo obligado a adaptarse a las imposiciones del terrateniente al que nunca logra ver y que, a través del capataz, le pide fotografiar la colonización. El fotógrafo se va convirtiendo en el ojo detrás de la cámara que en pos de la mejor toma y composición de una fotografía es capaz de sobrepasar cualquier dilema ético, ubicando los cuerpos de los indígenas patagónicos en una puesta en escena macabra, como si una matanza indígena o una niña hipersexualizada obligada a casarse se justificaran en función de las fotografías artísticas que se realizan con ellas.
Blanco en blanco logra una atmósfera inquietante y desoladora, en esta ficción grabada entre la Patagonia chilena y Tenerife en España, que sin ser una historia sobre el genocidio selknam se vale de ese imaginario para denunciar el colonialismo y la asimilación cultural que sufrieron los primeros habitantes del fin del mundo. En esta ficción se plasma el interés de Theo Court por mostrar entornos atmosféricos donde el individuo está expuesto a un paisaje radical como en Tierra del Fuego o una casona en decadencia, como en Ocaso (2010), su primer filme plagado de texturas y de un tiempo que, ya transcurrido, parece haberse congelado en los colores ocres del adobe resquebrajado.
Pongos obligados a combatir
Aplicando al cine la perspectiva de la rama del estudio historiográfico del tiempo presente con una mirada crítica de los hechos del pasado analizados desde el hoy, el director boliviano Diego Mondaca aborda en Chaco la guerra entre Bolivia y Paraguay por el bosque del Chaco boreal durante los años treinta (el conflicto bélico más importante en Sudamérica en el siglo XX, que dejó 90.000 muertos), desde el lugar de enunciación de los que no han escrito la Historia y además sufren sus consecuencias.
Con el ojo puesto en el pasado para entender mejor los lastres de diferencias de clase y racismo del presente, Mondaca ubica en el centro del relato a los pongos (indios que sirven en una finca a cambio del permiso para sembrar) que fueron trasladados de la zona andina para pelear en los bosques del Chaco en los llanos orientales, perdiéndose en la sequedad, polvo y falta de agua y comida de un paisaje inhóspito y fantasmagórico, donde, sin embargo, abunda el absurdo de los ritos militares.
El director boliviano, que estrenó su película en el Festival de Cine de Rotterdam y que ganó una mención especial del Jurado de la Crítica Especializada del Festival de Cine de Viña del Mar, se vale del paisaje de la guerra como un hecho histórico, lo dibuja desde el hoy y toma situaciones o hechos de discriminación que veía en los noticiarios o en su entorno, donde se repetían códigos homologables en la Guerra del Chaco, pero vestidos de otra manera.
Los soldados bolivianos, principalmente quechuas y aymaras, fueron obligados a pelear una guerra que además de no ser la suya, tienen en Chaco un enemigo invisible (los paraguayos) que nunca encuentran ni enfrentan, en un territorio geográfico hostil que termina por capturarlos. Mondaca recuerda que Bolivia en los años treinta del siglo pasado mantenía un sistema de esclavitud en el pongueaje, en que a los pongos o indios se les permitía sólo trabajar para el patrón y a los que se les prohibía educarse, por lo que no sabían leer ni escribir y, por lo tanto, no pudieron contar su versión de la historia.
Comandados por un capitán alemán de refinadas y excéntricas costumbres -como una muñeca a tamaño natural que lleva al campamento-, inspirado en la figura histórica del alemán Hans Kundt (que fue convocado para entrenar al ejército boliviano en los años 1920 como Comandante General de las Fuerzas Armadas Bolivianas y que de vuelta en Alemania se unió a los nazis), el batallón sufre el colonialismo por partida doble, por el liderazgo militar de quien siguen sus órdenes y por imponérseles el idioma castellano por sobre las lenguas originarias quechua y aymara.
Las múltiples lenguas en barullo constante que aparecen en el tercer trabajo de Mondaca (luego del corto La Chirola de 2003 y el mediometraje Ciudadela de 2012), que dan cuenta de la incomunicación entre distintas etnias y clases, contrastan con el silencio de los soldados que pelearon en la Guerra del Chaco, orgullo militar para las élites y dolor de las familias de los combatientes.
Chaco habla del horror y el extravío que padecieron los soldados, que no quedaron registrados en la historia oficial ni en la memoria colectiva, pero sí en la memoria familiar del propio director, cuyo abuelo peleó esa guerra y nunca quiso hablar de ello. Cuando él falleció, lo enterraron con los honores militares de veterano de la Guerra del Chaco, con una banda de músicos combatientes ya ancianos que interpretaron boleros de caballería, una música dolorosa, ronca y lenta que se instaló durante la guerra y que se ha resignificado durante la historia boliviana en movilizaciones sociales y revoluciones posteriores, como la del 52, que resuena durante la película como invocando la voz de toda una generación de bolivianos que se perdió en la barbarie.