El cuento de la princesa Kaguya: El ciclo de la vida, el fin y el principio…y el fin

Es lamentable ver que una obra como esta sea estrenada en salas luego de cinco años de su verdadero estreno. Sin embargo, en estos casos se agradece al menos tener la oportunidad de poder vivir la experiencia única de disfrutar una cinta tan hermosa en la pantalla grande y no tener que conformarnos con el formato casero al que el público se ha adaptado -peligrosamente- los últimos años.

El cuento de la Princesa Kaguya (Kaguya Hime no Monogatari) es la última obra dirigida por el genio de Isao Takahata, estrenada en 2013 casi conjuntamente con Se levanta el viento, de Hayao Miyazaki, la otra parte de la dupla fundadora del estudio Ghibli. Esta historia se basa en una clásica leyenda japonesa llamada “el cuento del cortador de bambú”, de la cual se dice que es una de las más antiguas y que cuenta con mayor cantidad de versiones en representaciones artísticas en el país del sol naciente. En ella, un anciano campesino encuentra a una pequeña princesa dentro de un tronco de bambú resplandeciente y decide llevarla a su casa, donde junto a su mujer la crían como a su hija. Durante el tiempo en que la niña crece rápidamente, el cortador de bambú encuentra oro en el bosque, con el que compra un palacio para trasladarse a vivir a la ciudad, junto a la chica ya transformada en una hermosa mujer, quien es pretendida por cinco nobles, pero ella no quiere casarse así que les pone pruebas imposibles de cumplir.

Si bien la historia no es original y se basa mayormente en la antigua leyenda, el argumento de Takahata cuenta con variantes que permiten dar un énfasis introspectivo, centrando la diégesis en una apología al ciclo vital, a la apreciación de las cosas simples de la vida, al sentirnos vivos y a la aceptación del final de todo como un proceso natural. Estas temáticas son muy propias de las historias del director, que suele contar historias desgarradoramente reales y comunes, que permiten la identificación de cualquier persona con lo que vemos en la pantalla, a pesar de estar revestidas de un manto mágico y a veces infantil, como se trata de la célebre La tumba de las luciérnagas (1988). Sin embargo, resulta particularmente conmovedor que se trate de la última película realizada por Takahata, quien falleció este año, que nos deja esta obra como su testamento fílmico, en que nos invita a apreciar cada momento vivido, y podemos imaginarlo reviviendo cada imagen que pudo representar, sentir el momento en que se resistió a partir, pero finalmente se fue hacia ese lugar alegre, posiblemente en la luna, donde esté cantando, danzando y a ratos mirando hacia el pasado para recordarlo con alegría.

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Técnicamente la cinta es un lujo: vuelve al dibujo hecho a mano, reviviendo el estilo nipón tradicional llamado Yamato-e (pintura en pergamino), que se utilizaba para representar la naturaleza y las estaciones del año. Además, incluye otra innovación dentro de la línea clásica del estudio Ghibli, al simular la pintura en acuarela, que se mezcla con trazos dibujados como a carbón, los que en ciertas escenas del film armonizan de tal forma con los sentimientos de la protagonista que vemos cómo se desdibujan las formas, se transforman los trazos en líneas tajantes y rabiosas, gruesas de dolor y desesperación, los colores pasteles que predominan en la cinta a veces se pierden y todo se vuelve gris y mono-colorido, de manera tal que nos sumerge en la piel las sensaciones que se van describiendo en el argumento, llevándonos a compartir con Kaguya -también llamada Takenoko (brote de bambú) por su veloz crecimiento- el tránsito novedoso, agradable, y a veces doloroso que significa crecer. Así, nos enfrentamos a cuadros que parecen verdaderas telas de exposición, con parajes muy impresionistas, obras dignas de cualquier museo, en que se nos expone a una representación detallista de la naturaleza, de los animales, del viento meciendo las ramas de los árboles en que se posan las aves y cantan sus alegres trinos, lo que comprueba que estamos ante un proyecto que fue desarrollado minuciosamente en el estudio Ghibli.

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Toda esta explosión visual va acompañada por las maravillosas melodías compuestas por Joe Hisaishi, compositor a cargo de gran parte del soundtrack de los clásicos de Ghibli, como Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), La princesa Mononoke (Miyazaki, 1997) y El viaje de Chihiro (Miyazaki, 2001). Cabe señalar, que también creó la banda sonora de Se levanta el viento, es decir, trabajó en dos obras para este gran estudio al mismo tiempo, y ese mismo año 2013 participó en la OST del juego Ni no kuni, cuyos dibujos también fueron elaborados por Ghibli.

Sin duda, El cuento de la Princesa Kaguya es una delicia para los sentidos, ver la sucesión de las estaciones del año, la forma en que se expone cómo la vida y la muerte en la naturaleza de este planeta forman parte de un ciclo sin fin, que no es triste ni trágico, sino que es la forma en que sus habitantes se relacionan, junto a escenas de un naturalismo extremo. Disfrutar del hanami o floración de los cerezos, ver un atardecer en que las aves vuelan libres, los bichos en su micromundo lleno de actividad que les sirven de alimento, y así, todos estos destinos entrelazados para dar forma a lo bello que es vivir, a la alegría de respirar el aire que cruza el otoño, el invierno, la primavera y luego el verano, nuestro verano. Porque aún bajo el manto de aparente muerte del otoño, hay vida esperando a surgir en primavera.

Un film reposado, alegre y melancólico, que extrae risas y lágrimas a sus espectadores por igual, en una visita a un mundo que es nuestro mundo, pero del que tantas veces somos ajenos. Buen viaje, querido maestro.

 

Nota de la comentarista: 10/10

Título original: かぐや姫の物語 (Kaguya Hime no Monogatari) Director: Isao Takahata. Guión: Isao Takahata, Riko Sakaguchi. Director de arte: Kazuo Oga. Música: Joe Hisaishi. Estudio: Ghibli. Reparto: Aki Asakura, Kengo Kōra, Takeo Chii, Nobuko Miyamoto. País: Japón. Año: 2013. Duración: 137 min.