Informe XXVIII FICValdivia (4): Las películas chilenas de la Selección Oficial de Largometrajes

Valdivia continúa siendo uno de los espacios de mayor interés para ver estrenos nacionales, casi como un indicador de lo que podrá traer el panorama general durante los estrenos de los meses que vienen, y que ya está acusando recibo la cartelera santiaguina. Aquí revisamos: Cada uno tiene su cada uno (Alexis Donoso), Travesía travesti (Nicolás Videla), El cielo está rojo (Francina Carbonell), Mis hermanos sueñan despiertos (Claudia Huaquimilla) y Al amparo del cielo (Diego Acosta).

Este año el festival de Valdivia abandonó la distinción que se hacía anteriormente entre la Selección Oficial de Largometraje Chileno y la Selección Oficial de Largometraje Internacional. Si bien en años anteriores, por lo general, entraban dos películas chilenas en la competencia internacional, se podría decir que esta distinción generaba una diferencia mental entre las películas nacionales que entraban en la categoría general y aquellas que competían de manera “local”. El cambio bien podría estar mediado por la pandemia, pero, aún así, desde lejos parece una decisión que sirve para eliminar esta diferencia. De todos modos, Valdivia continúa siendo uno de los espacios de mayor interés para ver estrenos nacionales, casi como un indicador de lo que podrá traer el panorama general durante los estrenos de los meses que vienen y a futuro. 

Parto comentando Cada uno tiene su cada uno (Alexis Donoso), una película curiosa tanto para la selección valdiviana como para el panorama nacional. Hasta cierto punto, se presenta como una ficción clásica sacada a “pulso”, una historia centrada en su desarrollo narrativo que denota algunos aspectos de ser ópera prima en la factura, particularmente en cierto desorden de puesta en escena y en la acumulación de elementos sonoros. Sin embargo, lo que podría parecer producto de alguna torpeza o falta de presupuesto, me parece que se mezcla con una idea “costumbrista” que busca la propuesta de Donoso como mayor profundidad.

En primer lugar, pareciera haber un afán de retratar tipos de personas o elementos reconocibles de la vida cotidiana. El alcoholismo y el abandono, temas centrales de la trama, aparecen representados, pero no con la necesidad de plantear un “tema”, sino como características corrientes de ciertos personajes. En ese sentido, podríamos decir que hay una función de reconocimiento en la película –en el sentido ruiciano— que no pasa tanto por la exploración del lenguaje como por formas visuales reconocibles. Ver a personas que no se sacan los audífonos del cuello, o el casco de la bicicleta para ir a comprar, o ver departamentos con malla remite a imágenes cotidianas que normalmente quedan fuera del cine, probablemente gracias a su poco atractivo estético. En Cada uno tiene su cada uno, incluso cuando pueda tratarse en algunos casos de escasez de producción, abundan esas imágenes, lo que de por sí la convierte en una rara avis de interés dentro de la selección.

La taxonomía de personajes de Donoso resulta interesante por su forma directa de presentar tipos de personalidades a través de estos rasgos de imagen y habla fácilmente identificables. Ya sean los topógrafos y sus apariciones a modo de nota al pie o el médico chanta del pueblo, el juego de caracterización se convierte en el atractivo principal de la película. Sin llegar al estilo bruto de alguien como Campusano, Cada uno tiene su cada uno sabe asumir las posibles carencias de su hechura a través de estos gestos de reconocimiento.

Por su parte, Travesía travesti (Nicolás Videla) parte con un plano estilizado tras bambalinas del cabaret del mismo nombre, lo que de pronto da paso a imágenes de pájaros en fílmico, planos de archivo de performance en baja resolución y varios audios de WhatsApp. Se trata de una mezcla de materiales que ya se podía apreciar en las películas anteriores de Videla, donde el protagonismo de las disidencias sexuales parecía tener un correlato cinematográfico que desafía normas de formato y géneros. En ese sentido, como en Naomi Campbel (junto a Camila José Donoso, 2013) y El diablo es magnífico (2016), la película se establece como un retrato de personaje, aunque en este caso se trata de un retrato coral y colectivo.

Sin embargo, como se revela después, la relación de Videla con el cabaret no es indirecta, ya que participa del espectáculo como Amnesia Letal, última participante en integrarse a la obra teatral. Si bien el documental termina centrándose en la amistad/rivalidad de Anastasia y Maracx, la implicación de Amnesia termina dotando de un toque autobiográfico a la película, por más que nuevamente se trate de un retrato de personajes. Travesía travesti, la película misma, es puesta en duda en medio del rodaje, un momento en que se pone en tensión la amistad del grupo y la continuación del show en que se basa.

La importancia de la vinculación de Videla con lo retratado se vuelve crucial en el acercamiento a esta pelea. En un momento, la tensión entre Anastasia y Maracx se convierte en una disputa de egos que va más allá de las diferencias artísticas, revelando tensiones más profundas que existían desde antes del proyecto de película o la aparición de Amnesia en el espectáculo. Aún así, de manera inesperada, la película reserva una escena post-créditos que carga con un momento de alegría sorpresiva que no solo revierte el tono con el que la película cierra, sino que sigue complejizando en la concepción de amistad que Anastasia y Maracx (y por consecuencia, Amnesia/Videla) tratan de complejizar.

El día viernes (para la programación presencial) coincidieron dos películas consecutivas en el teatro Lord Cochrane que, como se destacó en los conversatorios posteriores, funcionaban prácticamente como programa doble. El cielo está rojo (Francina Carbonell) y Mis hermanos sueñan despiertos (Claudia Huaquimilla) se presentaron a pocas horas de diferencia, un gesto que hizo evidente las conexiones existentes entre ambas películas, tanto por su forma de representar las cárceles como por la importancia del fuego y los incendios en sus temáticas.

El cielo está rojo es un documental que sigue de cerca el desarrollo del incendio en la cárcel de San Miguel el año 2010. La aproximación de Carbonell, durante la primera media hora, mantiene cierta distancia judicial respecto al caso, accediendo principalmente a las grabaciones de cámaras de seguridad y los documentos oficiales del proceso. Se podría decir que esta primera media hora recuerda al gesto de Las cruces (Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, 2018), Responsabilidad empresarial (Jonathan Perel, 2020) o la parte final de Visión nocturna (Carolina Moscoso, 2019), películas donde la frialdad del lenguaje del archivo judicial permite mantener cierta distancia con la representación más gráfica del trauma.

En esta primera parte, El cielo está rojo mantiene esa actitud analítica, al mismo tiempo que cuestiona la visión “neutra” de las cámaras de seguridad, fácilmente manipulables y dudosas como material de prueba en el caso. Ante la imposibilidad de acceder a testimonios directos, la película también utiliza la crudeza del relato de las recreaciones para acercarse a la descripción del momento trágico sin tener que mostrar nada, mezclando la afectación del testimonio de los sobrevivientes con aquella actitud pragmática de la reconstrucción realizada con fines judiciales.

Con esta distancia en mente, después aparece una sensación algo repentina y extraña cuando de pronto se introduce un video casero de un niño jugando en el mar, imagen que entendemos pertenece al archivo familiar de alguno de los presos muertos. En la segunda parte de El cielo está rojo, se podría decir, existe un cambio de sensibilidad inesperado, un acercamiento que de pronto se vuelca a imágenes emotivas que remiten a las relaciones familiares truncadas por la tragedia o a las imágenes que muestran más directamente el momento de la tragedia. El montaje distanciado y farockiano empieza a retroceder para abrir paso al detalle de los tatuajes familiares de los cuerpos muertos o la reconstrucción sonora del momento del calcinamiento, estrategia que prácticamente niega la opción por la distancia y el no mostrar que dominaba el ánimo de la primera parte.

A pesar de esta coalición de estrategias, el elemento de exposición judicial de El cielo está rojo se mantiene hasta el final. La sensación de impunidad y la obviedad de la negligencia en el juicio se exponen con claridad sin necesidad de buscar voces externas; el simple gesto de exponer las pruebas y documentos disponibles sirve para que la desconfianza ante el caso aparezca de manera inmediata.

No fue necesario forzar las conexiones para que el visionado de El cielo está rojo influyera en el de Mis hermanos sueñan despiertos, ganadora de la Competencia de Largometraje Oficial. La película de Huaquimilla no solo venía precedida por lo que había provocado Mala junta (2016) hace unos años, sino también por tratarse de una obra que recogía el malestar y las críticas hacia el Sename, uno de los organismos gubernamentales más cuestionados y denunciados durante los últimos años, especialmente después de la revuelta. Si la película de Huaquimilla ya es bastante enfática en mostrar cómo los centros de reclusión de menores funcionan como cárceles, el visionado anterior de la obra de Carbonell conectaba con el futuro posible de sus protagonistas y con la manera de actuar de las gendarmerías en ambos lugares.

Como Mala junta, el segundo largometraje de Huaquimilla funciona estructuralmente como una buddy film, películas donde una pareja dispareja de varones se abre paso ante su entorno. Ángel (Iván Cáceres) y Franco (César) son dos hermanos que tienen formas opuestas de afrontar su reclusión y el abandono parental, siendo el primero un realista/pesimista que asume su situación mientras que su hermano menor mantiene un grado de confianza en la reaparición de su madre. A pesar de este conflicto principal, la película de Huaquimilla tiene un grado de coralidad, dando bastante espacio a las historias y preocupaciones de personajes secundarios.

La primera secuencia de la película concentra visualmente varios de los temas que aparecen después. En planos cerrados, Huaquimilla sigue las fantasías que se cuentan Ángel y Franco, fantasías que calzan con la imaginación adolescente que sueña con llegar a un reconocimiento a gran escala. Sin embargo, al abrir el plano, la figura del muro y la reclusión bloquea aquello que acabamos de escuchar, como si la disposición de la cámara limitara la forma en que entendemos estos ensueños.

Posteriormente, esta tensión entre la fantasía y la realidad de la película se convertirá en un elemento central. La presentación visual del centro de reclusión se contrapone a las fantasías oníricas y la dimensión simbólica que la película maneja por fuera de los muros que limitan a sus personajes. Cuando se explícita el uso de drogas y el tipo de percepción de realidad y tiempo que existe dentro del encierro, la película empieza a mezclar la forma en que se representan ambos mundos. Aún así, quizás, la limpieza en que la diferencia de ambos es retratada y cierto clasicismo (la musicalización permanente, por ejemplo) hacen que cierta corrección formal no termine de explotar la potencia de esa mezcla de mundos.

Por último, Al amparo del cielo (Diego Acosta) es, posiblemente, la película chilena de la que resulta más difícil explayarse. Si bien se puede decir que se trata del seguimiento de Don Cucho y el trabajo arriero, la película apuesta por una idea poco común de la etnografía y el seguimiento de un personaje. Si bien se alcanza a apreciar parte de este trabajo y la relación de su protagonista con el paisaje, el acercamiento de Acosta no tiene tanto que ver con el rescate de una tradición como con el trabajo visual que se puede desprender de esta.

En un sentido superficial (con todo el sentido de la palabra superficie), la película parece maravillarse con el propio hecho de ver pasar cientos de ovejas, algo que se ve en primer lugar de manera directa y después a través de juegos de cámara rápida. Se podría decir que Al amparo del cielo toma parte de la experiencia del arriero para conseguir esas imágenes, pero la película nunca llega a una deriva del todo abstracta que olvida ese pie (a veces muy tenue) en el registro documental. El juego de Acosta tiene poco que ver con la descripción etnográfica, pero tampoco llega al punto de utilizar el seguimiento documental como una excusa para el trabajo de texturas y de aquello que ha sido llamado “cine sensorial”.

Este punto intermedio logra que Al amparo del cielo consiga sumergirnos en el interés de sus imágenes en su sentido más esencial. Casi con un interés científico, el cruce de cientos de ovejas, o la sola imagen de sus pupilas distorsionadas por las linternas, tiene una atracción prácticamente anatómica, donde el solo hecho de poder presenciar esa experiencia y movimientos ajenos a la experiencia cotidiana son razón suficiente para prestar atención. La película de Acosta juega con cierta sensación hipnótica que tiene tanto que ver con la experiencia de texturas como con la fascinación por el movimiento en el sentido primordial de la alguien como Muybridge o Painlevé.