Informe XXV FICValdivia (5): Registros de la memoria
Parte de una generación que creció con mayor acceso a dispositivos de registro y cámaras domésticas grabándoles la vida hoy tiene la oportunidad de rescatar sus videos familiares para reconstituir su propia historia y con ella, revivir una determinada época. Coincidentemente, la mayoría de quienes han hecho este ejercicio en el cine latinoamericano en el último tiempo son mujeres directoras, que encuentran en el rescate de los archivos una forma de resguardar su historia familiar, actuando como guardianas del tiempo y la memoria a través del documental. Algunas perdonan el abandono o el silencio de los padres y otras los encaran (las argentinas Agustina Comedi y Laura Plasencia o la nicaragüense Gloria Carrión), pero todas hasta ahora habían recurrido a su propia biografía, cruzada por una arista política que conecta lo personal con lo colectivo.
En Ainhoa, yo no soy ésa, la directora chilena radicada en España Carolina Astudillo no es la protagonista de su documental, exhibido en la XXV edición del Festival Internacional de Cine de Valdivia. En un gesto generoso y sororo, Astudillo se hermana con Ainhoa y escudriña en sus diarios íntimos, videos VHS, grabaciones de llamadas telefónicas, fotos, discos, entradas a conciertos y otros recuerdos que le entregó el hermano de ella -Patxi- y le escribe una carta leída en voz en off a esa mujer que “vivió como quiso y como pudo”, sabiendo que no la leerá.
En el ejercicio arqueológico que realiza Astudillo por los registros de la vida de Ainhoa, se confirma la afirmación que hace Sherrie Levine que es citada en la película: el significado de una imagen no subyace en su origen, sino en su destino, que en este caso son principalmente mujeres espectadoras que podrán encontrar en el devenir de la protagonista ausente, parte de la vida de todas. “Leo tus diarios y siento que ya los conozco. Me recuerdan a los diarios de otras mujeres, incluso a los míos. Da lo mismo la distancia temporal y espacial”.
Carolina no conoció a Ainhoa, pero ambas pertenecían a la misma generación nacida en los setenta en medio de las dictaduras de Pinochet y Franco, época de la que dan cuenta las imágenes-encontradas-recibidas de sus respectivas infancias, que evocan a otras que no pudieron grabar las familias desmembradas por la muerte, la tortura y el exilio, como señala la voz de Astudillo.
Cuando Ainhoa entró a la adolescencia y comenzó la juerga desenfrenada, sus padres le pidieron a su hermano que actuara como espía y grabara las conversaciones telefónicas que sostenía con sus amigos o con la vecina que la amenazaba con contarle de sus fiestas y desórdenes a su madre (que escasamente aparece en sus diarios íntimos, pero cuyas imágenes grabadas por el padre la vuelven muy presente en la película, en una suerte de contraste con la vida de su hija). De ahí podemos escuchar su propia voz y evolución, que va de la movida alternativa y los bares de la Plaza Mayor en los últimos años de Franco a la desazón, ansiedad, desasosiego y dolor que se desprenden de sus diarios de vida cuando se rodeó de la gente equivocada, se fue consumiendo por la angustia existencial, quería que nadie la conociera para empezar de nuevo y cada minuto que permanecía aquí le dolía. El día que murió su padre, Ainhoa se fue de fiesta, acaso buscando un efecto catártico frente a la pérdida.
Cuando supo que Ainhoa tomó una decisión sin vuelta atrás, su hermano Patxi la llamó aun sabiendo que ya no contestaría el teléfono y escuchó la grabación del registro de su voz en el contestador; entonces comenzó la segunda parte de su vida, sin ella, cuando conoció a la que realmente era su hermana a través de sus diarios de vida, que definitivamente no era ésa que los demás imaginaban (parafraseando la canción de Mari Trini que da título al documental). La pulsión de Patxi por tomar la cámara tras la desaparición de su hermana, nos entrega imágenes de la casa de Ainhoa, la cama deshecha, la ropa colgada como si volviera en un rato a recogerla. El registro de la ausencia, que Ainhoa había adelantado hacía cinco años cuando escribió una carta de despedida en que decía que le daba náuseas pensar en todo lo que hacemos las personas para parecer normales.
En el recorrido intenso, íntimo y por momentos desgarrador que hace Astudillo por la vida de Ainhoa -a través de un metraje más que encontrado, recibido-, rescata las vivencias de otras mujeres convencida de que su lectura “nos puede incitar a tomar el control de nuestras propias vidas, más aún cuando a lo largo de la historia nos hemos visto desprovistas de esos relatos”. Mujeres que no importando cuándo y dónde hayan vivido, habitaron cuerpos que la historia y la cultura patriarcal temieron o intentaron restringir cargándolos con tabúes que persisten hasta hoy, que vivenciaron la menstruación, la falta de ella o su extinción, el embarazo deseado o no, que decidieron abortar como Ainhoa, que escribió en su diario “perdóname por no quererte, antes debo aprender a quererme a mí misma”, carta que fue de gran apoyo para la propia realizadora cuando pasó por la misma situación. La directora quiso grabar su propio proceso de interrupción del embarazo, pero finalmente decidió no incluir esas imágenes (que son reemplazadas por una pantalla sin color definido, difusa y ruidosa), porque no podían representar el dolor de cabeza o los espasmos y en cambio cita a Virginia Woolf: “el dolor destruye al lenguaje”.
Las referencias a los diarios íntimos de mujeres escritoras, filósofas o artistas como Susan Sontag, Sylvia Plath, Virginia Woolf, Frida Khalo, Alejandra Pizarnik o Anne Sexton están presentes y acompañan a lo largo de la narración, como si alimentaran también una memoria colectiva femenina, que traspasa el tiempo y la ubicación espacial, a la que Carolina Astudillo recurre para construir una genealogía, “porque la mayoría de las mujeres no tenemos precursoras” a quienes recurrir.
La cámara confesional
Que el cine puede servir como vehículo de sanación y que la cámara, en vez de inhibir, puede acompañar e impulsar un proceso de reparación, queda de manifiesto en el documental Primas de la argentina radicada en Canadá, Laura Bari, donde dos niñas abusadas sexualmente entregan valientemente su testimonio en un estilo confesional como si se tratara de un diario de vida, que hace parecer que no hubiera un dispositivo entre quien relata y los espectadores de tanta conexión que provoca.
Ganadora de la nueva sección de FICValdivia Mejor Largometraje Juvenil Internacional, en Primas el abuso sexual es evidenciado y confrontado desde los relatos de estas dos mujeres jóvenes, que lejos de esconder las huellas de la agresión, las visibilizan. En uno de los casos, el cuerpo de Rocío es su propio archivo de memoria: en sus profundas quemaduras está el registro del feroz ataque que sufrió siendo una niña, tras ser atropellada, atada violentamente, secuestrada y subida a un auto naranja en la comunidad de Dorrego, ultrajada y prendida fuego cuando el agresor pensó que estaba muerta y quiso deshacerse del supuesto cadáver. Cicatriz a cicatriz, injerto a injerto, desde la tirantez de la piel regenerada, Rocío va enseñando, con la fuerza que le da ser una sobreviviente, las señales de la violencia cuasi femicida. También es su cuerpo y el de su prima Aldana, los que con una profunda capacidad de resiliencia logran liberarse del dolor a través del movimiento, la danza, el teatro y el circo.
El documental propone una suerte de complicidad femenina o comunidad de mujeres intentando sanarse de la violencia sexual y de la misoginia, proceso en que la cámara de Bari logra un poder catártico, posiblemente potenciado por el hecho de que ambas jóvenes son sus sobrinas; mientras estaba trabajando en el registro del caso de Rocío, Bari se enteró de que Aldana había sufrido el persistente abuso sexual de su padre (de quien la realizadora había hecho un documental anterior dada su condición de discapacidad física, que a la luz de los hechos decidió dejar de exhibir). Dos primas agredidas que encuentran la reparación simbólica en una cámara confesional.
En el terreno de la ficción, el FICValdivia estrenó la ópera prima de la argentina María Alché Familia sumergida, con una de las actrices trasandinas que más películas realizó el año pasado, Mercedes Morán, interpretando a Marcela, una mujer porteña de clase media, casada y con tres hijos que a la muerte de su hermana desarma el departamento que ella habitaba y se va encontrando con fantasmas familiares del pasado y, de paso, con su propia identidad.
La también actriz María Alché comenzó su carrera protagonizando La niña santa de Lucrecia Martel, quien en el primer largometraje de la joven directora surge como un gran referente en la forma un tanto onírica de construir atmósferas y de plantear el diseño sonoro. En Familia sumergida, cuyo guión fue trabajado por Alché en ediciones anteriores de FICValdivia, Marcela se zambulle en los recuerdos de su hermana recién fallecida en un ejercicio de inmersión en la memoria y sus ancestros, para encontrarse con ella misma y una nueva oportunidad para los afectos.
La persistencia de la cámara
El largometraje ganador de la competencia internacional de FICValdivia Still Recording (Ghiath Ayoub y Saeed Al Batal) es un crudísimo documental de cine directo sobre la resistencia de los habitantes de Ghouta oriental al régimen sirio de Bashar al Assad, registrada desde la arriesgada cámara de dos jóvenes, Ghiath, que estudia artes plásticas en Damasco, y Saeed, que vive sitiado. Confrontados a la crueldad y el peligro de una guerra civil que ya se arrastra por siete años, debieron enfrentar dilemas éticos sobre qué mostrar o no de esos tres años de grabación, 450 horas grabadas y dos años de edición de ese material en bruto, logrando una mirada respetuosa a las víctimas y sobrevivientes.
El saludo que enviaron al público de FICValdivia porque no pudieron viajar a Chile por un problema de visas, generaba cierta sensación de tranquilidad de que los realizadores lograron sobrevivir al proceso de registrar una guerra, la que se fue disipando cuando una bala impactó a uno de los ocho camarógrafos no profesionales que apoyaron en el registro bélico (y sin embargo la cámara siguió filmando, como señala el título de la película), convirtiéndolo en una de las 14 personas que perdieron la vida durante los tres años de la filmación.
En el controvertido documental boliviano Algo quema los archivos a los que echa mano el nieto del dictador Alfredo Ovando Candía, Mauricio, son los de su propia familia, que se divide entre quienes defienden al marido y al padre y los nietos que en un doloroso proceso reconocen las violaciones a los derechos humanos que cometió el general golpista y traidor que mandó a matar el Che Guevara.
Por su parte, el documental chileno sobre derechos humanos, Las cruces, de Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, asume una novedosa manera de enfrentar al sujeto del relato: no son los familiares de las víctimas quienes entregan su testimonio sobre la desaparición de 19 personas en Rengo y Laja durante la dictadura cívico-militar. Son las declaraciones judiciales de los carabineros implicados en las que se centra el relato, que son leídas por personas del pueblo que conocían a las víctimas, dirigentes sindicales que fueron entregados por la Compañía de Papeles y Cartones (la Papelera) en la que trabajaban, dando cuenta de la complicidad civil en un caso que tras 43 años aún no condena a los culpables.
También en el sur de Chile se desarrolla el documental ganador del Mejor Largometraje Chileno Los sueños del castillo de Ramón Ballesteros, que se inicia con una exploración de los sueños (más bien pesadillas) de jóvenes infractores de ley recluidos en centros de detención juvenil a la espera de ser enjuiciados, para ir incorporando elementos sobrenaturales que responden al emplazamiento del hogar en un antiguo cementerio mapuche.