Informe XVII In-Edit (1): Políticas del rescate
De las películas que pude ver en esta edición de In-Edit, más de la mitad fueron documentales de archivo, incluso en casos en los que la persona retratada aparece cada tanto para reflexionar desde el presente. Más allá del pulso nostálgico que pueda tener o no el festival, gran parte de los retratos musicales que aparecen cada año se basan en revisar retrospectivamente el material de la banda o cantante retratada. La estética musical y visual de quienes se dedican a la canción parece ser un testimonio especialmente locuaz para hablar de o retratar un período. En este informe le damos una mirada a: The Velvet Underground; Poly Styrene: I am a cliché; The Sparks Brothers; Lydia Lunch: the war is never over; Summer of Love y The Nowhere Inn.
Cuando se anunció que Todd Haynes estaba haciendo un documental biográfico sobre la Velvet Underground, la idea generó bastante expectación por diversas razones. Si bien Haynes ya había incursionado en la biopic musical más de una vez desde ángulos poco convencionales (Karen Carpenter, David Bowie/Iggy Pop y Bob Dylan, ninguna siguiendo las reglas de la película biográfica), este recorrido cronológico con entrevistas y archivo de la Velvet prometía ser más tradicional. Finalmente, esta promesa se cumplió a medias; si bien se trataba de un relato con una estructura bastante más clásica (especialmente si consideramos la versión Barbie de Carpenter o las seis versiones de Dylan en I’m Not There), también aparecía un reconocimiento más explícito de parte de Haynes al cine underground y la vanguardia sesentera en Estados Unidos, una influencia menos evidente en su filmografía.
Entre los varios guiños que aparecen The Velvet Underground (2021), la idea de presentar el archivo en una pantalla dividida múltiple se entiende como un homenaje a Chelsea Girls (Paul Morrissey y Andy Warhol, 1966), pero además pone el retrato de la banda en relación a todo lo que estaba pasando a su alrededor, desde los comerciales de TV hasta el discurso contracultural neoyorquino. Para Haynes, la Velvet Underground era una banda donde se podía cifrar cierto espíritu de los sesenta que trascendía al fenómeno estrictamente musical. Si bien esto se ve de forma explícita en los “conciertos” organizados por Warhol en que también se incluían artes plásticas, cine y poesía, también se nota en la conciencia visual que la banda trabajó a pesar de no contar con videoclips o presentaciones en televisión.
La película de Haynes fue uno entre varios estrenos musicales de este año que se basaron principalmente en la indagación en el archivo, una relación que parece especialmente fértil en el documental musical. De las películas que pude ver en esta edición de In-Edit, más de la mitad fueron documentales de archivo, incluso en casos en los que la persona retratada aparece cada tanto para reflexionar desde el presente. Más allá del pulso nostálgico que pueda tener o no el festival, gran parte de los retratos musicales que aparecen cada año se basan en revisar retrospectivamente el material de la banda o cantante retratada. O, por otro lado, incluso en algunos de los clásicos registrados in-situ como The Decline of Western Civilization (Penelope Spheeris, 1981) o Instrument (Jem Cohen, 1999), pareciera existir un impulso por “documentar una época”. La estética musical y visual de quienes se dedican a la canción parece ser un testimonio especialmente locuaz para hablar de o retratar un período.
The Fame Monster
Este pulso retrospectivo aparece y se pone a prueba en The Sparks Brothers (2021), segundo estreno del año de Edgard Wright, otro director que incursiona por primera vez en el documental musical. Si bien la relación de Wright con la música ha sido menos evidentemente directa que en el caso de Haynes, la banda sonora y el uso de la música pop siempre ha sido parte esencial de sus ficciones. Desde el vínculo con Queen en Shaun of the Dead (2004) hasta los mini-videoclips que estructuran Baby Driver (2017), una de las vías en que las películas de Wright han absorbido las tendencias del montaje digital ha sido relacionando el ritmo del montaje al beat de las canciones. Por supuesto, esto no es algo que aparezca por primera vez en el cine de Wright, pero sí existe una conciencia sampleadora más actual donde algunas escenas se pueden “interrumpir” para incluir estos montajes rápidos más cercanos a la narración de YouTube, como aparece más explícitamente en Scott Pilgrim vs. The World (2010).
En ese sentido, no es difícil ver una continuidad en The Sparks Brothers a pesar del cambio de formato. Si bien su estructura cronológica a partir de los testimonios de los hermanos Russell y Ron Mael obedece a un formato clásico del documental retrospectivo, existe una velocidad y una mezcla de elementos menos común. A medida que los Mael relatan, aparecen archivos de la televisión de la época, de las películas familiares, de las presentaciones de Sparks, por supuesto, y animaciones realizadas expresamente para la película. La película de Wright no busca tanto innovar en el formato como “actualizarlo”, inyectarle cierto ritmo de asociación libre que a ratos se acerca más al canal de YouTube de Vox que a la biografía clásica de una banda.
Esta rapidez también se podría explicar por cierta ambición exhaustiva: The Sparks Brothers no solo no deja fuera ningún período de Sparks, sino que le da un espacio propio a cada uno de sus más de 20 discos. Si bien queda claro que su período más reconocido se concentró en la época glam setentera, la película no ignora los discos “fracasados” ni tampoco se salta la producción actual, como podría ocurrir en otro tipo de relato. Quizás por esto uno de los elementos que queda más claro en la trayectoria de la banda tiene que ver con la reinvención y la insistencia, dos elementos que aparecen no solo desde los testimonios, sino desde el cambio evidente del sonido de las canciones.
En este punto aparece también una paradoja que comparte con otras películas sobre bandas que son celebradas en parte por su indiferencia y resistencia a las imposiciones de la popularidad. Por un lado, varias de las entrevistas celebran la actitud de insistencia de los Mael por mantener la misma ambición musical a pesar de los cambios, pero también se dedican en varias partes a lamentar que una banda de tal nivel creativo no haya alcanzado una mayor repercusión. Pareciera que su coqueteo con lo freak y con hacer una versión camp de los géneros doctos (algo que explota todavía más en sus discos del siglo XXI, más cerca de Leo Maslíah que de Queen) se ajustó a la fama cuando la teatralidad y la exageración estuvo de moda con Bowie, Bolan y Mercury en los setenta, pero después tuvo que enfrentarse a la repentina renovación que trajeron otros géneros. Aún así, en reinvenciones radicales como la de No. 1 in Heaven junto a Giorgio Moroder terminan siendo tanto o más relevantes que en clásicos como Kimono My House.
De manera más indirecta, el tema de la fama también aparece en Poly Styrene: I Am a Cliché (Celeste Bell y Paul Sng, 2021), retrato íntimo de la cantante de X-Ray Spex, una de las bandas que renovaron la escena punk y puso en problemas la propuesta de Sparks a finales de los setenta. A diferencia de Sparks, el relato en torno a Styrene está marcado por su ausencia, al mismo tiempo que incluye un punto de vista distinto al del fan, ya que la co-directora y narradora principal es su hija. El testimonio de Bell le entrega varias particularidades al relato, pero especialmente cambia el tono que se sostiene normalmente respecto a la ruptura punk por tratarse de un relato de segunda generación. Bell alcanzó a conocer apenas residuos del estrellato punk de su madre, por lo que siempre mantiene algo de distancia hacia algunos de los clichés recurrentes que existen en torno al movimiento. De hecho, como sabemos después, la infancia de Bell junto a Styrene tuvo un influjo mucho mayor del movimiento Hare Kirshna británico que de la ruptura del punk.
Con esta distancia, Bell pone mayor énfasis en el desajuste de su madre dentro del punk que en su condición de ícono. Si bien el estilo marginal de Styrene, según Bell, solo pudo encontrar acogida en el punk, también se habla mucho de su lugar como mujer mestiza entre las bandas de hombres blancos que se llevaron el mayor reconocimiento. Sin encajar del todo en la comunidad afro, por un lado, y siendo víctima del pujante supremacismo blanco inglés, sumando los intentos de los medios por levantarla como una especie de sex symbol oficial del punk, el discurso de Styrene logró penetrar en el movimiento con mayor dificultad que, por decir una banda aludida, los Sex Pistols. En ese sentido, los testimonios de Kathleen Hanna o Gina Burch de The Raincoats actualizan y ponen en perspectiva la anomalía de Styrene al frente de X-Ray Spex.
En un tono diferente, la segunda parte describe el declive de Styrene después de un período de inestabilidad mental que terminó con su reclusión en un hospital psiquiátrico. Como Bell describe, el ascenso a la fama de X-Ray Spex (el documental deja en claro que, en su momento peak, gozaban de una popularidad no tanto menor a la de Sex Pistols o los Clash) empieza a enfrentarse a la propia estética que Styrene había inyectado a la banda. El disco Germfree Adolescents, como sugiere su título, era una parodia de parte de Styrene a la higienización de las estrellas pop y la artificialidad que implicaba crear una versión “artística” de su propia personalidad. Con bastante ironía, las letras y la creación de Styrene como personaje se posicionaban orgullosamente desde la superficialidad. Cuando Styrene y X-Ray Spex tuvieron que finalmente entrar en el juego medial, una parte de la cantante prefirió retroceder antes que empezar a parecerse a su objeto de crítica.
Esta disociación entre la personalidad artística y la artista son, justamente, el tema de The Nowhere Inn (Bill Benz, 2020), una visión pesadillesca de la separación entre St. Vincent y Annie Clark. Si bien se trata plenamente de un juego ficcional, se entiende que la película aparezca en In-Edit: hasta cierto punto, se trata de una puesta en abismo del tipo de obras que el festival exhibe. Presentada desde el comienzo como el making-of de un documental fallido, la película sigue los intentos de Carrie Brownstein (cantante y guitarrista de Sleater-Kinney, además de una de las actrices y creadoras de la serie Portlandia) de realizar un documental sobre la gira de St. Vincent. La diferencia entre una dimensión y la otra aparecen de manera clara; las imágenes de la película fallida de Brownstein en 16mm y la película “real” en una imagen digital panorámica más convencional.
Considerando que Benz también ha trabajado en Portlandia, no es de extrañar que el humor y el tono de la película sea más o menos cercano al de la serie, con bastantes silencios incómodos y falta de fluidez en la comunicación entre personajes. Desde el comienzo, el mayor problema de Brownstein para hacer su película tiene que ver con la incapacidad de Clark de presentarse como una persona interesante para lo que se espera de un documental musical. Tanto Clark como su banda no tienen fiestas ni aventuras, apenas se dedican a encontrar formas de matar el tiempo entre concierto y concierto. Sin embargo, en parte por la exigencia de su amiga/directora, Clark empieza a ser consumida por St. Vincent, la personalidad escénica que le sugieren que debe aparecer también en las filmaciones cotidianas.
De ahí en adelante The Nowhere Inn entra en una dimensión oscura que sigue la línea de otras películas de doble personalidad, desde Perfect Blue (Satoshi Kon, 1997) a Mulholland Drive (David Lynch, 2001). En este linaje de películas de confusión mental, el tema de la fama se convierte en el motivo de disociación, donde la persona famosa ya no es capaz de mantener la separación entre su vida privada y la persona/personaje que proyecta. Como en el caso de Mick Jagger en Performance (Nicolas Roeg, 1970), en este caso se trata de un discurso bastante más literal donde las especulaciones y el morbo en torno a Clark como personalidad reconocible por fuera de la película también entran en juego. A pesar de tratarse de una reflexión general en torno a la fama, se incluyen momentos de quiebre dramático basados en algunos hechos conocidos sobre su vida, como la prisión por la que pasó su padre Richard Clark, un criminal de guante blanco.
En otro nivel, a estos elementos metaficcionales le podríamos sumar la “polémica” que suscitó la salida de Janet Weiss de Sleater-Kinney justo después de que grabaran un disco producido por Clark. De alguna manera, todas estas capas confluyen en el momento más confuso y psicológico de la película, donde se abandona casi del todo el tono cómico para entrar en el terror. Esta última parte tiene, quizás, demasiado de pastiche lyncheano, pareciendo más bien una imitación de una estética de la confusión ya reconocible y, por tanto, menos confusa de lo que pretende ser.
There’s a Riot Goin’ On
Si bien se recurre bastante al archivo y al recorrido por su trayectoria, la narración de Lydia Lunch: The War Is Never Over (Beth B, 2019) no posee un espíritu demasiado nostálgico. Esto se entiende en gran parte por la personalidad de Lunch: si bien sus relatos se componen de recuerdos, no abandona nunca cierta actitud performática, jugando y mistificando los recuerdos en torno al no wave y Nueva York. En ese sentido, la aparición de colaboradores y fans esperables (Thurston Moore, Donita Sparks) junto a personas por fuera del punk (Nicolas Jaar da una de las entrevistas centrales junto a la propia Lunch) sirven para contextualizar la mirada retrospectiva, al mismo tiempo que buscan darle actualidad al discurso y la trayectoria de Lunch.
Este preocupación de actualidad se vuelve más relevante considerando el lugar que tuvo la propia Beth B dentro del movimiento no wave, incluyendo algunas películas realizadas con Lunch en los ochenta. Sin embargo, a diferencia del cuestionable cameo que tiene Wright en The Sparks Brothers, la directora decide no incluirse en el relato de Lunch, a pesar de mantener una relación de décadas con ella, incluso dando mayor énfasis a la relación de Lunch con el cine a través del trabajo de Richard Kern. Fuera de campo, se podría pensar en una reflexión doble sobre el destino del under neoyorquino, tanto desde la performance y la música de Lunch como desde el cine de gente como Nick Zedd y la propia Beth B junto a Scott B.
Otro tipo de estrategia de actualización se utiliza en Summer of Soul (Questlove, 2021), sin duda la película que más me impresionó en esta edición. Como en otras películas centradas en el rescate de un material inédito, gran parte del magnetismo pasa por las imágenes en sí mismas: Stevie Wonder cantando de pie al estilo de un frontman, Nina Simone presentando por primera vez Young, Gifted and Black, Mavis Staples y Mahalia Jackson sosteniendo una impresionante nota larga en homenaje a Martin Luther King. Incluso con un manejo poco cuidadoso, Summer of Soul ya podría ser una película emocionante por el hecho de contener estas escenas. Sin embargo, la forma en que Questlove las resignifica hace que cada archivo y canción se vuelva todavía más vital.
Summer of Soul bien se podría plantear de dos formas: un documental sobre las tensiones raciales en Estados Unidos a fines de los sesenta musicalizado por el Festival Cultural de Harlem, o bien una película-concierto del Festival acompañada por su contexto y testimonios. A menudo la estrategia es la misma: Questlove nos introduce una canción, nos deja escucharla un buen rato, y después empieza un montaje de tipo “histórico” al ritmo de la música. Si bien esto podría ser una idea afín a otras películas de este tipo, el hecho de que Summer of Soul organice sus temas de discusión en torno a cada artista y canción hacen que sigamos una especie de programa musical donde se vuelven inseparables los temas políticos que se plantean y lo que ocurre en el escenario. Existe un ir y venir entre ambos materiales: la performance homenaje de Mahalia Jackson no se percibe de la misma manera después de escuchar las reacciones en pasado y presente ante la muerte de King.
Sumado a esto, se organiza una estrategia particular de testimonios. Si bien no vemos la pantalla, las entrevistas se hacen mientras las personas entrevistadas ven el material recién restaurado. Esta estrategia afectiva sirve para mezclar los recuerdos fragmentarios y azarosos (por lo general, la mayoría cuenta detalles, desde cómo se escaparon de casa para ir hasta la comida que se vendía alrededor) con la presencia de la música. Por lo demás, a diferencia de lo que se podría esperar, los testimonios mezclan tanto a artistas como asistentes al festival, incluyendo tanto los detalles de su producción como la recepción inmediata de este. Si bien se trata de una película radicalmente distinta, algunos testimonios recuerdan al proceso de entrevista íntimo-musical que se ve en Las canciones (Eduardo Coutinho, 2011).
Aún más que esta mezcla de materiales, el impacto de Summer of Soul se eleva por su reflexión final. Como en tantas otras películas de “rescate”, en algún momento aparece la pregunta por el destino que tuvo este material durante todos estos años. En lugar de tratarse de un encuentro “accidental” o de la liberación de un proceso burocrático, la explicación del ocultamiento de este documento tuvo que ver con un supuesto “desinterés”. Los productores explican que, a pesar de contar con artistas tan populares como Wonder, Simone, Sly and the Family Stone o The Fifth Dimension, las distribuidoras no vieron suficiente potencial comercial en el material durante la época.
Este pronóstico, por supuesto, se vuelve totalmente absurdo después de ver las imágenes. Pero no se trata necesariamente de que la distancia histórica les haya otorgado un potencial que no tenían; la cantidad de gente y la popularidad comercial de cada artista por separado bastaban para saber que el llamado “Woodstock negro” tenía todas las chances para ser una película relevante en su momento. Por lo tanto, más que lamentar esta falta de interés, Summer of Soul demuestra como la selección de la relevancia de estos archivos se presentó como un proceso de selección “natural”, pero que en realidad siempre estuvo atravesado por factores políticos e históricos. El hecho de que podamos acceder al maravilloso material de los Beatles componiendo y jugando por horas en el estudio de Get Back (Peter Jackson, 2021), pero que la reunión más relevante de músicos y músicas afroamericanas de los sesentas sea una “rareza” devela la racialización de la organización de este archivo. El testimonio final refleja justamente esto: un hombre llorando frente a la pantalla al darse cuenta de que no estaba loco, que efectivamente había sido testigo de uno de los más grandes eventos musicales del siglo XX.