The Velvet Underground: El animal rock

El documental de Haynes se va perfilando al asumir en su propio cuerpo y trazado imaginario esa resonancia que separa el circuito artístico contracultural del musical (ligado al comercio discográfico), mediante una cascada de torrente poderoso compuesta por imagen archivo, que tiene como su correlato a las voces y rostros entrevistados que cuentan la historia.

Twentieth century go to sleep/You're Pleistocene

-REM, Electrolite

No diré nada original, la historia es conocida y si no la sabe, el documental de Todd Haynes hace el trabajo para que el espectador saque sus propias conclusiones. The Velvet Underground es tanto una semilla como un rito de paso en el rock porque descubre en él su doble para explotarlo hasta agotarle. Había una receta estética para la música popular anglosajona que se estaba incubando que no fue apreciada en su momento pero que se diseminó fructífera en los años posteriores. Dice John Cale sobre el concepto estético y sonoro sobre el que se fundó su banda: "la idea de que se pudiese combinar R&B con Wagner estaba a la vuelta de la esquina". El que fuera el integrante más experimental del grupo neoyorkino se está refiriendo al momento -entre principios y mediados de los sesenta- en que el formato y el sonido de la música pop descubre la sofisticación y se reconoce en tanto música, en un contexto en que -como reconoce otra voz en el documental- se están fundiendo la alta cultura con la cultura de masas y eso forma parte de la avanzada artística comandada por Andy Warhol, la figura clave de la película de Haynes. 

Como en la frase de Cale, hay dos polos o vertientes que se ponen en contacto y dan un estallido eléctrico. Las melodías y juegos vocales del pop condensan en discos de pequeño formato una ilusión, un mundo utópico si se quiere, que se le vende a los adolescentes. Para el que quisiera, la vida podía ser el arte, como la técnica estaba ahora en los aparatos técnicos y no en la pedagogía, podían estallar las escuelas de arte en happenings y objetos encontrados, también en una guitarra eléctrica. Phil Spector busca medirse con Wagner, su opuesto. El Pop de Warhol es el punto final de esa historia, pero The Factory es el laboratorio donde ese fin del arte se expandió para definir lo que siguió (hasta hoy, sus estertores). Los padres podían dejar de hablar, porque ante lo que no se entiende, en vez de criticar, mejor callar. 

Y aquí viene Cale con su viola eléctrica y sus clases de minimalismo y repetición. En la brevedad encuentra una vibración y la expande, la descompone en reiteraciones, basta un riff de Lou Reed y se puede construir una canción. Baja y alta cultura se funden en la experimentación. Ahora vamos con Reed, otro doble: en sus letras más "personales" (las que no serían aceptadas por una discográfica) ofrece una mirada a personajes y circunstancias que eran lo no dicho del pop, el lado perverso de su utopía. Aunque nunca abandone el registro chicloso del pop, este deja de ser un azúcar melódico doo-wop, Reed le pone letras de órbita cantautor a la vez que sus referentes literarios son malditos (de Masoch y Genet a Burroughs y los poetas Beat). Tal como en Reed, tal como en Cale, en The Velvet Underground cohabitan estas dos naturalezas (que resumiremos en pop luminoso y experimentación oscura) y ellos dos sintetizan a su modo ambas en diferentes mezclas, lo doble dentro del doble ante un espejo, como en los cuadros de Magritte.

Ahora retomamos el sentido epocal de las palabras de Cale: la irrupción de la banda tiene sentido histórico dado que el momento y el lugar son irrepetibles. El underground no emerge, se lo va a buscar. En eso ayudó mucho, aunque le pesara a Reed, que la banda, adscrita al séquito warholiano, primero fuera una performance art rock por fuera del circuito musical, pese a que habitaban los mismos barrios y bares neoyorkinos. Esto es más patente cuando salen de gira y se presentan en galerías de arte, muchas de ellas con público elitista y adinerado que iban por el artista-empresario de las cajas Brillo y no por la banda que sacó un disco con la portada de la Banana. La baterista Moe Tucker lo resume caústicamente: "nosotros éramos la exhibición".

Eso que he expuesto en retrospectiva, en el documental de Haynes se va perfilando al asumir en su propio cuerpo y trazado imaginario esa resonancia que separa el circuito artístico contracultural del musical (ligado al comercio discográfico), mediante una cascada de torrente poderoso compuesta por imagen archivo, que tiene como su correlato a las voces y rostros entrevistados que cuentan la historia. Lo que hace Haynes es cortar la pantalla por la mitad y dejar que cada segmento avance por su cuenta (a lo Chelsea Girls, 1964), en un montaje de imágenes de archivo virtuoso que va y viene con las voces y rostros narradores. La presentación de Lou Reed resulta hermosa, por ej, al colocar del lado derecho un screen test warholiano del músico, con su rostro juvenil y unos ojos vivaces y misteriosos. La película así va avanzando, como golpes de un juego de ping pong interminable con el archivo, de ritmos variables en duración, colorido, estimulando la mirada en un juego que es más deudor de formalistas abstractos y figurativos como Stan Brakhage que del frío ausentismo naturalista de Warhol o Paul Morrissey. 

La visión de Todd Haynes, pese a su naturaleza no ficcional, sí mantiene la firma autoral de su trabajo previo, como en Velvet Goldmine (1998) o I`m not There (2007). En el cine de Haynes el sujeto no está solo, es una formación social desde la que pugna la individualidad, ya sea Karen Carpenter o una dueña de casa de los años ochenta o cincuenta, la normativa social es la que los personajes ponen en cuestión. Lo que pueden articular los artistas más rupturistas, como Bowie o Dylan, es la reacción contra el orden de las cosas. Sin ser un idealista, el precio que pagan sus personajes es orgánico, psicológico e ideológico; el capitalismo todo lo reconvierte en mercancía. Haynes está hablando en todas sus películas de una fractura que va de la superestructura del capital y la hegemonía al sujeto y cómo entonces se genera una pulsión contraria, de ahí que rescate figura espectaculares (ídolos musicales) o mujeres con doble vida, todos son la desviación o representan lo que no se debe hacer pero que, en su vampírica hipocresía, la sociedad administrará a su favor al incorporar y borrar lo desviado. En ese sentido su cine mira al pasado pero habla de hoy con distancia analítica, cada época crea sus intolerables y sus rupturismos. En ese sentido es decidor para nuestros tiempos que la película se tome un minuto para indicar cómo eran vistas las mujeres en la troupe warholiana: se las consideraba por su apariencia, de lo contrario no se las integraba. Tal vez cinco años atrás ese punto no sería considerado al momento de resumir la atmósfera en la Factory. 

Visto así este es el film sesentero de Haynes, tanto como gran parte de I'm not there. Pero ahora sondea otro espectro, desde Velvet Undreground sube a Warhol y Factory, y de ahí a la "Costa este". Es notorio que los invitados a relatar la historia oral de la banda sean todos contemporáneos de esta: ahí está Jonas Mekas poco antes de su muerte afirmando "no éramos la contracultura o la subcultura, nosotros éramos la cultura". Esa inversión coloca lo que quedó de ese momento y en tal sentido la película se siente como una carta de amor a Warhol y una invitación a perderse en su historia y legado. Junto a él otros artistas -entre ellos la banda- componen la escena que trascendió, formando un circuito artístico que iba desde la fuente material de creación a su recepción. En ese lugar y momento se conjuga una escena transmedial que Haynes cita en el armado de su película, desde Barbara Rubin a Edie Sedgwick y películas de la vanguardia, como las de Jack Smith, Kenneth Anger o -sobre todo- del propio Warhol, forman el apartado visual. La película abre así una vida de visionado que va más allá del consabido "primera y última vez" con que se consumen la mayoría de los rockumentales, precisamente por ese montaje, cuyo archivo merece se visionado con más detención. Este abarca, además de películas, fotografías, publicidad y programas de tv de la época; una intensidad mediática sesentera que se recuerda así por su peculiar grano visual (tv, 16 mm, 8 mm: pensemos en Mekas, Medium Cool o David Holzman's Diary, en el registro de los asesinatos de Kennedy o Lee Harvey Oswald, en las ejecuciones de prisioneros vietnamitas ante las cámaras).

Sin embargo, el documental toma un giro peculiar: se puede dividir en dos partes, antes y después de Warhol, aunque también se le puede subdividir en una secuencia tripartita, la que se marcaría con la posterior partida de John Cale. Cada una de las separaciones encamina a Lou Reed y el resto de Velvet Underground hacia el fin de la banda en cuanto ente eminentemente musical, buscando ser autónomo de su ambiente original, de su mecenas, de su mitad creativa y ser el vehículo solitario de Reed en pos del consabido eslogan "fama y dinero". Se puede entrever entre las anecdotas de la separación y la conducta sociopática del cantante un sentido de culpa reprimido, que surge cuando ofrece a otros miembros de la banda -como Tucker- que canten canciones que se alejaban de su lado más salvaje, como "Who loves the sun" o "After Hours". Con esta idea, de un Reed que "se vendió", cobra sentido que desde la mitad y, más notoriamente, el último tercio del documental, cuando se habla de los dos últimos discos de Velvet Underground (como buena historia oficial deja fuera toda la etapa comandada por el bajista Doug Yule), la película gire hacia el formato más habitual del rockumental.

¿Y la música? La película consigna dentro de lo que puede el alcance sonoro tan amplio de la banda. Principalmente se pone al servicio de las canciones que conforman el disco con Nico, que se pueden escuchar en gran extensión, y el apartado de la compaginación de imágenes con la musicalidad sonora se trabaja con brillantez durante la primera parte, como la versión demo de "I'm waiting for the man", que es prácticamente un tema folk o blusero al que se le aplicarán las reglas de improvisación, extensión, repetición y armónicos que define Cale como parte del sonido de Velvet Underground. Esas reglas adquieren una dimensión atronadora, que amplía el espectro sonoro esperable, ya sea por volumen, afinación o combinación, que es parte de lo que salta como legado recogido por la vertiente noise del rock que tiene su raíz en las variaciones que la música experimentaba con John Cage o La Monte Young y, por otro lado, con el afortunado agregado de la voz de Nico, tan significativa como su figuración en el imaginario del grupo. Junto con ello, se indaga algo en cómo era ver a la banda, algo adelanta Cale al hablar sobre los ensayos, pero es Jonathan Richman, en calidad de espectador y fan, el que sitúa a la banda como hipnotizadora de su audiencia, en base al cometido de cada miembro y el conjunto como una suma que es más que las partes.

Podemos ir cerrando con indicar que este es un documental que trata de sobrevivientes, estos dejan exhibir sus huellas temporales a la cámara de Haynes, sobre todo Mekas, Cale y Tucker. Al mismo tiempo eso permite evocar al gran ausente. Es significativo que la ausencia de Lou Reed permita colocar algunas sombras a su persona, como su carácter a veces intratable, algo que en otras películas del estilo son selladas con bromas o simplemente eludidas porque no son aceptables cuando se está retratando a un santo. Haynes no se detiene a contestar esos efectos negativos, cada cual tomará lo que le dé la gana interpretar. Después de todo, aún siendo central, no es una película sobre él: es sobre una banda y sobre un episodio particular de la historia del siglo XX y lo que este soñó de sí mismo; sobre las formas y formatos que son su obra, que también son parte del dispositivo en que reproducimos hoy su legado, pero que ya se está apagando.

 

Título original: The Velvet Underground. Dirección: Todd Haynes. Fotografía: Edward Lachman. Edición: Affonso Gonçalves, Adam Kurnitz. País: Estados Unidos. Año: 2021. Duración: 110 min.