Informe 69 Berlinale (2): Fuerzas antagónicas
Tropiezos
Como si tuviera el derecho, comencé la Berlinale sintiéndome decepcionado. Daba la impresión de que el festival había elegido deliberadamente películas flojas en la despedida de Dieter Kosslick, quizá un regalo del director saliente a Carlo Chatrian (quien tomará las riendas de la dirección artística del festival desde su versión número 70, el 2020), como diciéndole, mientras le toca el hombro, que esté tranquilo, que haga lo que haga su primer año será mejor que el anterior. Por suerte, a un festival de más de cuatrocientas películas le basta que un puñado sean realmente sobresalientes para hacer olvidar los bodrios, de los que hubo por montones en la Competencia. A mí se me habían olvidado, pero lamentablemente acá tocará recordar a algunos.
La película encargada de inaugurar el festival fue (muy, muy extrañamente) The Kindness of Strangers, de la danesa Lone Scherfig, la más manipuladora de todas en la sección. Si ya solo su presencia no se entiende en la Competencia (quizá encuentre popularidad puesta en Warner Channel con cierta insistencia), el hecho de que haya sido la que diera el puntapié inicial a uno de los festivales más importantes es inexplicable. Una mujer junto a sus dos hijos escapan de su esposo golpeador. Se pierden en Nueva York. Conoce a gente que le ayudará, y habrá un final feliz. Nada de malo con eso, salvo que está inscrita bajo los códigos de la manipulación más canalla. No vale la pena hablar mucho más de una película que utiliza los recursos más bajos del cine para pararse, o quizá quede apuntar que al menos tiene momentos (momentitos) realmente chistosos, basados exclusivamente en la figura de Bill Nighy, cuyo personaje aparece muy de vez en cuando, y que de encontrar la película una mañana de domingo en el cable (y si el control remoto está muy lejos para alcanzarlo), no estaría nada de mal esperar por alguna de sus apariciones. El festival tuvo un comienzo en falso como este, que por inaugurarlo, vino a representar todos sus tropiezos. Películas olvidables y vergonzantes que se repetirán entre medio. Cabía cruzar los dedos, y funcionó.
Muertos, vivos y más muertos
Mejor pasar de golpe a lo glorioso. Hubo tres grandes películas en la Competencia: Synonymes, de Nadav Lapid, I Was at Home, but, de Angela Schanelec, y Ghost Town Anthology, de Denis Côté. Además, destacaron Öndög, de Wang Quan’an, y So Long, My Son, de Wang Xiaoshuai.
La ganadora del Golden Bear, Synonymes, trata de Yoav, un joven israelí que llega a Francia para renunciar definitivamente a su país de origen, con el que no quiere ninguna conexión. Su medida no es solo instalarse en otro país, sino que negarse de frentón a volver a pronunciar cualquier palabra en hebreo. Todo empieza mal: al llegar al departamento, y luego de ir a darse una ducha, se da cuenta de que le han robado todo. Así conoce a sus vecinos, un par de jóvenes franceses adinerados que le ayudan a instalarse, vestirse y encontrar trabajo. A propósito, aún cuando Yoav está a poco de la muerte por no tener qué ponerse en esa noche congelada, todo es muy divertido. Lo genial en el trabajo de Lapid pasa en primera instancia por los riesgos formales, los que terminan por validar un contenido gritón y demasiado evidente (Synonymes no es nada sutil a la hora de enrostrar el discurso). A veces pareciera que la cámara para Lapid es un juguete con el que puede hacer lo que quiera, y esa energía infantil se contagia, como si uno supiera que detrás se están riendo mientras filman. Se trata fundamentalmente de una película sobre un idealista, y en el tratamiento del personaje se encuentra otro de los puntos altos. Me cuesta pensar en películas de jóvenes idealistas realmente buenas, que no caigan en escenitas emotivas ni maniqueas, como si el idealismo tuviera directa relación con una estética de épica personal medio ridícula. No es ni por lejos el caso de Synonymes, que está llena de ridículos, pero enternecedores o derechamente chistosos, completamente deliberados. Ese idealismo se enreda con la identidad del personaje, con su pasado y un presente que no es lo que se esperaba. Una Francia que de haber sido francés probablemente también habría terminado negando, y quizá hubiera arrancado a Israel en la búsqueda de algo mejor (si acaso lo que busca es algo mejor es una duda que el mismo filme se propone). Yoav es uno más, sin lugar en el mundo, pero su idealismo, que esconde en alguna parte una esperanza, lo fuerza a perderse aún más, a estar constantemente perdiéndose, al ver como aquello que tiene enfrente siempre le decepciona. Varias escenas confirmarán este eterno desacomodo. A Synonymes se le podría tratar de comedia política, pero habría que especificar que la traducción de lo político, en este caso, es el juego de lo identitario y del territorio, la bandera y los himnos como azares a los que pertenecer (o intentar pertenecer). Se podría decir que, por su fuerza, su protagonista y su temática, también es una película sin territorio, venida desde otro lugar, difícil de hacer encajar en una categoría.
Pasa algo parecido con la de Schanelec, otra película sin territorio ni lugar en un catálogo de lo visto. Su propuesta, en todo caso, es totalmente diferente, acaso derechamente opuesta. El ritmo es en extremo paciente y el desarrollo de la idea se esconde bajo capas. Sin ser completamente críptica, es ciertamente silenciosa al expresar aquello que está queriendo decir, donde Lapid, en cambio, lo grita con megáfonos. I Was at Home, but, comienza con imágenes de animales, un conejo, un perro salvaje y un burro que pareciera estar reflexionando mientras mira por una ventana. Como si nada, pasamos de los animales a uno de los hijos de la protagonista, sentado y esperando bajo una luz de mañana, aún muy temprano. Aquí el primer aviso de Schanelec respecto de lo que está filmando o de cómo lo está filmando: sus objetos serían piezas a acomodar y hacer posar frente a la cámara. Incluso a lo salvaje el filtro de la cámara de Schanelec lo vuelve antinatural, y no por eso menos bello. El niño es una pieza más, un cuerpo a disposición de la escena, como uno más de los animales, y luego la película: un padre que ha muerto, una madre que intenta asimilarlo y un par de hijos que se ven afectados por la muerte, al tiempo que quieren calmarla en sus momentos más densos. ¿Cómo filmar el duelo? Schanelec filma como preguntándoselo y respondiéndose al mismo tiempo, a ratos da la impresión de que estamos frente a un «ensayo que es una película que es un ensayo», y así. Las emociones, cuestión imprescindible en una película sobre un duelo, parecen neutralizadas ante esa cámara quieta, expectante a nada, pero por lo mismo lo que veremos es la emoción pura, en su estado más crudo; el grito, el llanto, el abrazo triste a una tumba silente. Pero no se trata de una película dramática, de hecho, es una película con mucho humor, aunque quizá haya que ser paciente para encontrarlo. La escena en la que la madre habla con un joven director al que se encuentra en la calle es notable. Ahí está toda la película pensándose a sí misma, la madre criticando al joven director y a la vez hablando del trabajo de Schanelec. Lo increpa por la imposibilidad de filmar verazmente (en este caso, el duelo), toda actuación es una mentira y eso le desespera. ¿Dónde está la naturaleza de lo filmado? ¿Hay algo, una manera o un mecanismo que se pueda acercar a eso? Para Schanelec, al parecer, es justamente la mentira. Pero la mentira deliberada. Los actores, incluso animales, deben lanzarse con todo a esa falsedad, ser ese cuerpo blanco en la escena. Recién ahí emergerá la verdad en el cine.
Denis Côté, en cambio, está libre de esas preguntas, al menos en Ghost Town Anthology. La gran diferencia es que donde Schanelec intenta acercarse a aquello que es natural, Côté filma derechamente lo que no es natural, lo que no está, no solo porque es una historia que incluye a muertos que reaparecen, sino porque la historia por sí misma no remite a ningún fenómeno que pudiera encontrarse en la realidad (a diferencia de lo que sí ocurre con muchas otras historias de fantasmas, en las que lo fantasmagórico es solo un agregado de la ficción, mientras que las experiencias gatillantes bien pueden ser reales: un ruido en la cocina o una sombra desacomodada, por ejemplo). Ghost Town Anthology también gira alrededor de una muerte. Simon ha muerto en un accidente de auto. El pueblo es pequeño y es difícil asimilar la pérdida para toda la comunidad. La alcaldesa pretende actuar como psicóloga, el padre de Simon toma su auto y sale a perderse; los demás, de a poco, comienzan a vivir su vida. Pero ocurre que la gente empieza a ver cosas que nunca había visto, personas aparecen de la nada, niños con máscaras extrañas jugando por el pueblo en exceso nevado, incluso una persona que rompe con la gravedad a vista de todo el mundo. Aún cuando lo que filman es distinto, tanto Schanelec como Côté parecen haberse puesto de acuerdo en el mecanismo para acceder a sus objetos (o ideas): por la vía opuesta a la que corresponde su condición. Donde Schanelec va hacia lo natural por la vía artificial, hacia la verdad por la mentira, Côté se aproxima a lo inmaterial justamente por la materia. Los fantasmas son personas como siempre lo fueron. Su condición de fantasmas no está dada por la ausencia ni por cierta estética fantasmagórica, gaseosa o transparente, sino que por una actitud o una postura física, demasiado quietos, observantes, muy presentes. También porque el pueblo es pequeño y cualquier persona distinta a los vernáculos es notoria, y asimismo un potencial fantasma. La historia no es más que eso, se signa en los límites del pueblo y ahí es donde acaba, en esos límites. Quizá una de las muy buenas cosas de Ghost Town Anthology, si lo dicho hasta ahora no es suficiente, sea la textura del filme, de apariencia análoga, y que crece con los blancos imponentes de la nieve y la luz apagada de un invierno crudo.
En la sección Forum hubo un par de debutantes que, a sus maneras, conectan con lo anterior: el colombiano César Alejandro Jaimes con Lapü, una película sobre muertos presentes y rituales de la comunidad indígena Wayuu, y el chino Zhu Xin con Vanishing Days, que sigue esa misma línea (y el comienzo de Schanelec): la muerte de un padre que obliga un reajuste en la orgánica familiar y, como en Côte y Jaimes, hay muertos que se materializan en alguna cueva de la ciudad. En los tres, Cöte, Jaimes y Xin, la relación con esos muertos es muy distinta, y si bien comparten intenciones, se distancian en el tratamiento: Côté, quizá a pesar de todo un racionalista, filma la extrañeza y la distancia entre los vivos y los muertos materializados; Jaimes, al contrario, haciéndose cargo de la naturaleza y cultura de los Wayuu, filma esta relación como una cuestión fluida y cotidiana; Xin, por su parte, quizá sea una mezcla entre ambos, y hace de esta relación una cuestión lúdica y fantasiosa, incluso infantil. A esto podríamos sumar el trabajo de Wang Xiaoshuai, So Long, My Son, una de las buenas películas de la Competencia, que al contrario de las anteriores comienza con la muerte de un hijo, y que por las vicisitudes de la historia china reciente, los padres, medio involuntariamente, terminan reemplazando al muerto por el bebé que tiene el padre con una amiga y amante, a quien llamaran de la misma manera que al fallecido, como si el nuevo bebé fuera una representación del anterior y ahí hubiera una manera de entablar contacto con aquel pasado que alguna vez fuera feliz. La preocupación por la comunicación entre el mundo de los vivos y los muertos fue una de las temáticas silenciosas de esta Berlinale.
Iniciaciones
Algunas de las grandes alegrías del festival las trajeron óperas primas. Las ya mencionadas Lapü y Vanishing Days son un ejemplo. A Russian Youth, de Alexander Zolotukhyn, es quizá la más destacable de un lote de buenos trabajos iniciáticos, una comedia triste sobre un joven ruso que queda ciego en plena batalla durante la Primera Guerra Mundial. Las imágenes de guerra, filmadas en analógico o al menos con la apariencia y textura de lo gastado, son interrumpidas en ciertos momentos por la banda musical de un conservatorio en la actualidad (la imagen esta vez es nítida y digital) que musicaliza y parece estar viendo, reaccionando y comentando la película al mismo tiempo que la vemos. La banda sonora hace parecer que la guerra se viera en un capítulo de Tom y Jerry, pero lo trágico y lo dramático no pierden peso. Que la música se haga, digamos, visible, es una de las genialidades del filme, pues guarda directa relación con la pérdida de visión del joven y con la necesidad de ir torpemente mejorando su percepción auditiva (quedará a cargo de una máquina que permite detectar aviones enemigos por las ondas de sonido amplificadas), o, mejor dicho, con la necesidad de escindir lo visto de lo escuchado, hacer de la experiencia auditiva una forma perceptiva completamente ajena e independiente a la experiencia visual. ¿Cómo relacionar la banda sonora que utiliza Zolotukhyn con las imágenes de una guerra? La experiencia de este joven soldado ruso, puesto en medio de un guerra en la que no tiene idea cómo pararse, es más o menos nuestra experiencia escindida frente a una película en dos registros completamente distintos y que, de alguna forma, caminan de la mano. Habría que sumarle que el personaje es entrañable, a pesar de la lejanía desde la que lo observamos (lejanía dada al estar mediados o interferidos por los miembros de la banda sonora visible, entre otras cosas), que contiene mucho humor físico y que la huella Sokurov es notoria, cuestión feliz.
La rumana Monsters, de Marius Oltenau, es otra muy buena ópera prima. La película está dividida en tres partes y, a pesar de los juegos formales, se trata de una obra sencillísima. Las dos primeras partes muestran a cada miembro de una pareja, por separado, durante un momento de crisis. La primera parte para ella, la segunda para él. El encuadre es acotadísimo, muchas cosas quedan fuera, como forzando lo íntimo. En la tercera parte las dos anteriores se encontrarán y habrá una colisión medida entre lo que ya vimos. Pero donde Monsters es divertida e inteligente falla en encontrar verdadera sustancia, las lecturas son reducidas y el conflicto parece ser solo interesante allí donde el contexto es especialmente conservador. Aún así, una película que destaca entre las iniciáticas.
El odio
Me gustaría olvidar las películas flojas, malas, innecesarias del festival. Pero hay una que destaca y que, aunque no lo merece, me parece necesario mencionarla: Der Goldene Handschuh, de Fatih Akin. No se trata de la manipulación emocional de la de Scherfig, ni de la falta de inteligencia de Mr. Jones de Agnieszka Holland, o lo ridículamente intensa y seria que es Out There Stealing Horses del noruego Hans Petter Moland. Lamentablemente, puedo seguir: tampoco tiene que ver con las nulas ideas cinematográficas de A Tale of Three Sisters de Emin Alper, a la que algunos se atrevieron a comparar con las películas de Nuri Bilge Çeylan, pero que salvo el hecho de usar Anatolia como espacio fílmico no tienen ningún punto en común; ni con la vergonzante Elisa y Marcela de Isabel Coixet, película que pretende seriedad pero solo es infantil, y que incluye pulpos muertos que sin razón alguna se ven siendo parte de las intensas relaciones sexuales de las protagonistas. Lo de Akin es mucho peor.
El Guante Dorado, título traducido de la película, es el nombre de un bar en Hamburgo que frecuenta Fritz Honka, un hombre que por su apariencia bien podría ser el monstruo de alguna película de clase B (mejor ni hablar del disfraz absurdo que lleva encima el actor Jonas Dassler), y donde conoce a la mayoría de sus víctimas. Si bien hay cierto hilo narrativo (el tipo acumula cadáveres en su casa, entremedio intenta cambiar y ajustarse a la sociedad -otra de las ridiculeces narrativas de la película, no hay nada que lo justifique- pero luego vuelve a matar), ante lo que realmente estamos en presencia es a un show de la sordidez del peor estilo, misógina como pocas películas pueden serlo, mujeres -generalmente de apariencia exageradamente acabada- golpeadas y violadas hasta la muerte, y en una consecución que no junta ni amarra nada, salvo el hecho de mostrarnos o enrostrarnos que lo hace. Entremedio, chistes, como si algo en todo ese basural de horror y estupidez pudiera causar gracia (mi vecino de puesto en la sala se lo pasó riendo toda la película, espero no volver a topármelo en la vida). Se trata de una película sádica y exhibicionista (mírenme violar, golpear y matar) como pocas. No se entiende y hasta preocupa el placer por filmar esta abyección. Pero menos aún se entiende que el festival haya decidido ubicar esta película junto a las demás en la competencia, como si hubiera algo que las uniera, que armara sentido. Incluso con las peores. Nada. ¿Qué pasó con Akin? Quizá nunca fuera un genio ni nada cercano, eso está claro, pero esto es un tocar fondo inesperado y desesperante. La única reacción sensata ante tanto sadismo es saltar hacia la pantalla y rajarla con violencia. En todo caso, no acuso a Akin de ser un sádico. La película, ese monstruo que ha creado, es la que concentra sadismo. Por el contrario, es muy probable que lo de Akin se trate de masoquismo puro, quizá justamente al satisfacer una fantasía masoquista: haber creado él mismo el objeto sádico al que se somete; si no ¿para qué filmar ese bodrio?
Ya está.
La amabilidad
Fueron más de cuarenta películas vistas. Hice un listado en el que las categorizaba bajo criterios muy personales, y que hacía que una película cayera en más de una categoría. Por ejemplo: películas muy buenas; películas que seguro volveré a ver; películas en las que me quedé dormido. A Russian Youth cupo en las tres. Esto hizo que las películas se multiplicaran, especialmente si añadía criterios como películas que me gustaría haber visto o películas que hubiera preferido no ver. Por supuesto, no terminé el listado, el ejercicio apenas tenía sentido, pero el cálculo mental es que, según esta forma de contar las películas, terminé viendo y no viendo más de cien películas. Solo así es posible acercarse a cuantificar lo intenso y desgastante que es una experiencia festivalera. Quizá lo más interesante sea que las películas que realmente gustan sean demasiado pocas en relación a lo visto, más aún en relación a la oferta total, pero que son esas las que arman de sentido a la semana y media que dura el festival.
Los premios se alinearon con esa felicidad, ganó Synonymes y Schanelec fue la mejor directora, según Juliette Binoche y Sebastián Lelio, entre otros miembros del jurado. Además, los premios Teddy fueron para Lemebel, de Joanna Reposi, en la categoría documental (con el cual tengo varios problemas, pero donde Pedro Lemebel sobresale, cuando aparece, y emociona como pocas cosas en la Berlinale) y, en ficción, para la gran Breve Historia de un Planeta Verde, de Santiago Loza, una película amable por excelencia, genial, escrita para poner a los marginados en el centro del mundo y en la que un agonizante extraterrestre patagónico es parte fundamental de la trama.
Necesito detenerme aquí. Lo notable de Breve Historia de un planeta verde tiene que ver con el tratamiento despojado de obstáculos. A diferencia de la pésima película inaugural, donde la amabilidad es tema central, acá es la estética del filme. No hay malos, por decirlo en corto. Es el gran mundo de las fantasías. Hay una misión, claro. Tres amigos intentan salvar a un alien, el último gran amigo de la abuela de Tania, la protagonista, quien ha muerto días antes. Para no adelantar nada, diré que las ayudas le llegarán desde las personas más insospechadas. Resulta que por esta vía termina por ser una película altamente contestataria, ubicada en el opuesto del manual de cómo hacer un guión. Hacia el final, el amague del antagonismo: un grupo de hombres y mujeres en antorchas rodean a los protagonistas. Una posible interpretación: la historia del cine que viene a reclamar su lugar en esta película, que ha hecho de todo por dejarla afuera. Los conflictos, el Gran Misterio, las fuerzas contrarias se esfuman rápido con el rezo de los amigos, unidos. Ni siquiera problematiza el hecho de que Tania, la protagonista, es trans. ¿Y por qué habría de hacerlo? ¿Acaso todas las películas con protagonistas trans deberían pensar en esa condición? Como si fuera extraño que un trans protagonizara cualquier cosa, por ejemplo una película de acción.
Santiago Loza juega de manera consciente al reverso de los códigos históricos del cine. Las grandes películas de este festival también jugaron en esa línea: Yoav, protagonista de Synonymes, prácticamente solo tiene aliados, los conflictos vienen desde otro lado; lo mismo Astrid, la madre en I Was at Home, but, donde incluso una potencial confrontación, un tema de dineros en una compra, se resuelve en la honestidad del vendedor. El conflicto está, por supuesto, pero también la amabilidad, entendiéndose como estética, no como tema. Habría que ser justos y mencionar otras películas que siguen una línea similar: Los miembros de la familia, de Mateo Bendesky, Öndög, de Wang Quan’an (la primera mitad de este filme es excelente), From Tomorrow On I Will, de Ivan Markovic y Wu Linfeng. Y para el final, Agnès Varda, que con 90 años estrenó la que advirtió será su última película. Varda par Agnès es la gran película entrañable del festival. Un cierre de oro para la parte buena de la Berlinale. Varda nos cuenta de su filmografía e instalaciones. Su biografía, en definitiva. Habla con el mismo ritmo con el que edita sus películas, como si ella misma fuera su cine (quizá ahí haya una clave para entender todo esto). Al final, lo mejor de Berlinale estuvo allí donde hubo amabilidad. Eso incluye muchas cosas, y la palabra es problemática pues reduce muchos elementos más importantes que podrán ser desentrañados en otra ocasión. Pero es necesario mencionarlo, especialmente cuando muchas de las películas seleccionadas usan el maniqueísmo y los golpes de efecto (generalmente violentos) para darse peso. Fuerzas por completo antagónicas. Habría que decirles que no es necesario, que le bajen un poquito. Que el cine está en otra parte.