Vecinos del volcán (Iván Tziboulka, 2013)
El 2008 entró en erupción un volcán cercano a Chaitén que tuvo por consecuencia la erradicación de los habitantes del pueblo y su reubicación en distintos lugares de la Región de Los Lagos. Este documental presenta el seguimiento a tres familias durante cuatro años y su enfrentamiento con los problemas materiales y los conflictos afectivos que conllevó su forzoso desarraigo. Abruptamente soportando nuevas condiciones de vida, divididos entre adaptarse a éstas o regresar a su lugar de origen, los miembros de las familias van tomando diferentes opciones que los confrontaran entre sí y con ellos mismos. Sus conflictos, aunque particulares en su devenir, corresponden a ejemplos metonímicos de la experiencia general del pueblo arrasado por las fuerzas naturales que después de la catástrofe puede escoger entre empezar una nueva vida lejos o tratar de reconstruir Chaitén poco a poco.
Iván Tziboulka nació en Bulgaria, pero vive en Chile desde hace más de veinticinco años; su trabajo como director y documentalista en parte estuvo ligado a las series televisivas Al sur del mundo y Los Patiperros dos vertientes temáticas y formales que asoman y confluyen en el presente trabajo, una naturalista y otra antropológica. En Vecinos del volcán Tziboulka se arriesga a algo más ambicioso, no solo por el tema también por las operaciones que construyen el documental.
Desde la primera imagen el relato over a cargo de Tziboulka demuestra el interés, cercanía, afecto y la curiosidad que motivaron la realización de la película. Según él mismo cuenta fue un niño sobreviviente al desastre de la Segunda Guerra Mundial por lo que su simpatía por las víctimas de la catástrofe natural tiene un aire de comprensión, admiración y respeto. Su hipótesis afectiva y personal, concebida desde el ejemplo de los habitantes que abandonaron Chaitén por la volcánica fuerza mayor y que luego de resistir regresaron para reconstruir sus vidas, es una tesis humanista. Busca la sobrecogedora demostración de la adaptabilidad de los individuos a los cambios y la precariedad, Tziboulka presenta en Vecinos del volcán un alto grado de involucramiento no solo al explicitar sus razones y hacerse cargo de la narración del documental, también su figura se hace presente en el plano. Su empatía con el problema de Chaitén se traspasa a sí mismo a un grado de amistad con los miembros de las familias a los que hace seguimiento. De esta forma, junto con dar claves sobre el origen del proyecto, el documentalista aparece mediando entre los sujetos y el registro que lleva de ellos. A su vez se vuelve además mediador del espectador, ya que es con él con quien entramos en la intimidad de las familias que abren sus puertas y vidas para ser registrados por el documental.
Se podría postular que su intención busca someter la verticalidad de la voz over narrativa que construye la representación a una contigüidad espaciotemporal en off, rompiendo “la cuarta pared” y determinando una imagen a la que se le escapa la realidad hacia adelante, hacia el espectador, para que también empatice con los individuos tal como lo hace el director-narrador-figurante. Sin embargo esa solución se vuelve por momentos demasiado enfática, contradiciendo la intencionalidad horizontal, porque al abundar la voz ésta ejerce una sospecha acerca de la elocuencia de las imágenes, a las que no se les deja hablar por sí solas. Esto redunda cierto didactismo que captura al espectador y lo somete a la determinación de un sentido específico, acorde a las preguntas e hipótesis que el narrador había plateado al inicio de la película, ahí donde pudo darse la posibilidad de una multiplicidad significante de la imagen.
Esa suerte de auto-traición de las buenas intenciones del director se hace más evidente cuando la cámara adopta el sesgo de testigo de las acciones, eventos y discursos de los sujetos. En esos momentos en las imágenes surge por un lado una verdadera emocionalidad y un antagonismo crítico dentro de ellas. Este último es bien patente en la secuencia de la presentación de los congresistas en el gimnasio polideportivo de Chaitén. Confrontados por el público, incluso con violencia verbal, queda expuesto el desencuentro, más allá del posible vacío del discurso político, entre la racionalidad de las políticas públicas y el deseo manifiesto de los lugareños por una solución en la inmediatez. El conflicto subyacente es la idea de soberanía y centralismo que ambas instancias definen de manera diferente. La demora en los trabajos de reconstrucción, las promesas incumplidas y las contradicciones tanto por el primer gobierno de Bachelet y luego el de Piñera son cuestionados por la urgencia y la acción determinada por la parte de la comunidad chaitenina que se mantuvo en el pueblo o que decidió volver para trabajar en la reconstrucción. En un caso, el del gobierno de Bachelet, las políticas gubernamentales parecen preocuparse unívocamente al traslado y reubicación de los afectados, otorgándoles ayuda económica y ciertos medios de acomodo para que las familias normalicen su situación (trabajos para los padres, pensiones para los ancianos, colegios para los jóvenes). El de Piñera, por su parte, deshace esas directrices y apoya la reconstrucción; mientras que los habitantes piensan en repoblar y rehabilitar sus viejas hogares (lo que en muchos casos significa cambiar su casa inhabitable por la de algún vecino que se encuentre en mejores condiciones), ya que su imaginario sureño corresponde a que “la patria no solo es Santiago” y lo que ahí el poder institucional decide. Los lugareños se entienden a sí mismos casi en términos de colonos, formando parte de la nación más extensa al mismo tiempo que están arraigados al hábitat urbano y natural en el cual viven. La importancia que otorgan a la correspondencia entre el ámbito familiar y el desarrollo histórico de Chaitén a ojos distanciados y modernizadores nos puede parecer conservador, pero precisamente son sus nociones de lo privado, la propiedad, lo común y el progreso, a nivel material, simbólico y afectivo, las que el desastre natural y después la reconstrucción puso con urgencia a prueba.
La división entre chaiteninos que optaron, contra todo, quedarse y los que de mala gana o por forzosa necesidad tuvieron que alejarse resultó marcada empíricamente por la separación del pueblo en dos mitades, al norte una zona factible de recuperar pese a su evidente destrucción y al sur otra prácticamente por completo sumergida en las cenizas y el lodo. En otro nivel, las condiciones de las familias que partieron a diversos lugares también sufrieron una ruptura, ese aspecto es el que el documental sigue con mayor atención y conforma los ejes narrativos principales. Dadas las nuevas y precarias condiciones que afrentan las tres familias, sus concepciones vitales y sus relaciones, entre ellos y con su nuevo entorno, sufren conflictos, remezones y transformaciones seguramente distintas a las que hubiesen tenido si no hubiera ocurrido la explosión del volcán. El desplazamiento físico de las familias se condice con la capacidad de adaptación y la resiliencia de cada uno en particular, lo que termina por generar tensiones y búsquedas muchas veces disímiles.
Dentro de ese panorama, paralelo y distintivo en cada familia y para cada miembro de ellas, a los que el documentalista va y vuelve durante los cuatro años de registro y que la película también sigue paralelamente en su montaje y narración, se encuentran varios momentos de notoria emotividad. Particularmente rescato uno de ellos como uno de los hallazgos más notables del cine documental chileno reciente. Me refiero a la conversación entre madre (Carmen) e hija (Amalia) de la familia Ascencio-Barrientos. Las dos mujeres pasan por diversos temas personales y familiares que las comprometen en discrepancias y puntos en común. En el desarrollo de su dialogo, en el interior de su comedor, lleno de argumentaciones racionales y emotivas, la cámara nos muestra su intimidad y la imagen sobrecoge. Lo que pudo ser una exhibición impúdica sin embargo, gracias a la naturalidad con que se expresan y la confianza implícita entre ellas, nos permite ser testigos de algo poco visto en el cine chileno: estamos ante la imagen de dos mujeres que piensan. Es decir, dejan de ser cabezas parlantes que apenas componen un eje de miradas para, en cambio, dar paso a primeros planos que sostienen un punctum que nos devuelve la mirada. Argumento reflexivo y afectividad sensorial de voz y rostro que dialécticamente difieren y concuerdan en un momento pregnante que termina por traspasarse hacia el espectador. Un logro, a mi juicio, nada menor.
Álvaro García Mateluna