T2. Trainspotting (3): Metanostalgia
Imaginemos el futuro en unos 20 años: Renton, Spud, Sick Boy y Begbie regresan en Trainspotting 3. ¿Estarán más cerca de una película de Scorsese que una de Boyle? Canosos, arrugados, con hijos, nietos, divorciados, jubilados, incapaces de correr. ¡Lentos! ¿Seguirán traicionándose? ¿Qué mundo, qué cine sería? ¿Se vendería como el cierre de la trilogía para los que fueron juventud en los 90, esa del fin de los metarrelatos, descreída del triunfo de la cultura del capitalismo globalizado?
¿Por qué escribo eso? Me proyecto hacia adelante inseguro porque hay un sentimiento irremediablemente retrospectivo que me asaltó al ver la película. Parece que aunque no se veía venir una secuela de Trainspotting, ahora que ya circula, es inevitable pensar qué pasó para que haya aparecido.
La primera fue una de las avanzadas del desembarco inglés del cine globalizado. Edimburgo podía ser Buenos Aires, New Jersey, Madrid, tal vez Santiago. La película dejaba claro que así era el cine contemporáneo, pero no nos dejaba fuera de la pantalla. La vida era así también: veloz, sincopada, posmoderna, portátil como un walkman. La droga era la cultura; el consumo, todo; y su profeta, William Burroughs. Las drogas no eran solo una sustancia que se inocula y programa el cuerpo. La coca era de los llamados yuppies, la heroína era más proleta y, sobre todo, de los jóvenes. La mentira del espectáculo era que solo sobrevivíamos si nos dábamos a nosotros mismos. Incluso si robábamos como banda el botín era para uno solo. Para el más pillo. Aunque no necesariamente. La ocasión hace al ladrón era la moraleja. La novela de formación seguía teniendo una moral: la traición. Elígete a ti mismo. Esa era la conclusión lógica cuando no había nada que elegir. La falsa promesa del libre mercado no es “elige y serás salvado porque eres libre”. Al contrario, es “elige lo que quieras”. Hasta puedes elegir ser yonki. Al fin y al cabo no hay elección de modo de vida: el modo de vida es elegir. Solo que la elección ya es la elección de otro. Del orden simbólico, del gran otro.
Pero, creo, antes que todo eso estaba el casting. Recuerdo uno de los avances publicitarios de la película con Renton atado en la vía del tren mientras se escuchaba que venía un carro en marcha, dirigiéndose angustiado al espectador sobre la pronta venida de sus amigos a rescatarlo. Era la tradición de la picaresca encarnada con ropajes de fin de siglo XX. Traispotting era un remedo de cosas asimiladas hace tanto que casi eran invisibles por su transparencia. Bastaba rascar un poco el perímetro urbano, campestre, de hogar, de disco, de bar, de hospital, de escuela, de casa okupa mostrado en un relato episódico de noche y día, del margen al centro, de peripecia en peripecia, de vida a muerte, de inocencia absoluta a inocencia perdida, de robo en robo, de pinchazo en pinchazo para apreciar que la película condensaba invariable la formulación de comedia humana en perpetuo movimiento, zigzagueante, con lazarillos contemporáneos. El cinismo no lo inventó la posmodernidad.
Ahora, en la segunda parte (que debería quedar así, como forma díptica, de espejo, abierta y no cerrada con lo simbolizan las trilogías), un elemento que componía la historia -evidenciado pero no explotado en su máximo rendimiento- es la vértebra principal: la nostalgia.
Para que se asomara hacía falta el paso del tiempo en la imagen de la película misma. No hablo de las alusiones con tono nostálgico reprocesado: la intertextualidad interna de James Bond, Kubrick, la banda sonora, la arquitectura de la ciudad; o la externa, el tono de videoclip que venía a decir “es imposible volver al Free Cinema, por más que hundamos nuestras raíces en él”.
Ahora están las cabezas algo calvas y canosas. Los cuerpos tienen kilos ganados. El peso. El paso del tiempo como marca no solo de que han transcurrido 20 años, también del peso reconvertido en lentitud. La película tiene sus momentos de rapidez, pero se nota un tono más acompasado para con los personajes y en el montaje. Así mismo hay una muestra de recursos audiovisuales anacrónicos: los que eran novedad y moda en los 90 ahora resultan algo extravagantes, un poco ridículos. No hay peor deja vu que el de la moda que muestra sus costuras como material de desecho. Ahí se nota una voluntad algo malevolente por parte del director respecto a los materiales con que construye su nueva ficción.
Con completa consciencia esos elementos son empleados para repetir la historia. Los personajes topan con la misma piedra con igual ingenuidad que antes, pese a la distención reflexiva en sus actos. El atolondramiento, eso sí, al parecer sigue tan apurado como siempre. Pero por encima de eso la película se revisita como debería hacerlo. Después de todo es un “you can’t go home again film”. Ewan McGregor no puede regresar al hogar como lo hizo el Robert Mitchum de The Lusty Men. No viene a redimirse, vuelve para engañar y engañarse a sí mismo. El espacio convivente del pasado en el tiempo presente -virtualizado en el espectador por la necesidad de obediencia a haber visto la primera película, sino no se entiende la pregnancia espacial- dice todo lo que hay que saber de la película: lo que empieza como comedia termina como farsa. Pero dentro de esa farsa surge una dimensión dolorosa que no redimirá a los personajes. En cambio, lo conseguirá con la película.
Hablo de “redención” en términos de no ser una aprovechadora secuela que explota el comercio nostálgico (“cuando escucho la palabra nostalgia saco mi tarjeta de débito”), ya que cumple con un mérito a la altura de la ocasión. Hace trabajar productivamente al impulso nostálgico sin quedarse en el facilón guiño al viejo espectador, para quien también pasaron 20 años y que recuerda la primera película mejor de lo que fue. Con el tiempo Trainspotting ganó en un sentido más amplio que solo la moda de la banda sonora y los trucos audiovisuales. Ahora, viéndola como si fuese la segunda vez, notamos de manera bastante explícita todo lo que fue esa primera parte como el fantasma de la segunda parte.
Frente al estigma de que las segundas partes nunca son buenas y frente a la explotación de la experiencia de visionado que publicitan casi todas las continuidades, remakes, sagas, reboots que pueblan el cine-ñoño (de Star Wars a los superhéroes), con su espíritu de serial recobrado para los nuevos tiempos, fabricado para espectadores ideales afectados por una memoria de corto plazo, la nueva Trainspotting se presenta como el producto perfecto de una nueva variante -una nueva variante de lo mismo-, la continuación de las películas de culto mayoritario. Se está haciendo difícil distinguir una película popular de una de culto. Pronto se viene la segunda Blade Runner, la película de culto mayoritario por excelencia. Las películas de culto per se han sido reelaboradas desde hace décadas (pensemos en The Thing de John Carpenter como un buen ejemplo) y son un fenómeno que a la larga ha decantado en esta forma de aumentar exponencialmente el flujo del cine revisitado que ahora estamos empezando a vislumbrar con claridad: la película de metanostalgia.
Nota comentarista: 7/10
Título original: T2. Trainspotting. Dirección: Danny Boyle. Guión: John Hodge (Porno, novela de Irvine Welsh). Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Rick Smith. Reparto: Ewan McGregor, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Kelly Macdonald, Shirley Henderson, Steven Robertson, Anjela Nedyalkova, Irvine Welsh. País: Reino Unido. Año: 2017. Duración: 117 min.