Princesita (1): ¿La imagen arde?

Princesita, segundo largometraje de Marialy Rivas, es presentado como un cuento de hadas, sin embargo, lo primero que hace la película es deformar ese cuento y transformarlo en un relato ominoso que transita hacia una suerte de infierno. En rigor, Princesita se erige como un relato de formación que deviene de inmediato en un relato de deformación y degradación, un paso desde la ingenua infancia de Tamara, una niña de once años, hacia el fuego de una supuesta madurez. Ese infierno lo encarna Miguel, el líder de una secta, constituida como torcido espacio utópico, donde vive junto a un grupo de jóvenes y niños. El eje central del relato es explicarle a Tamara que ella es la elegida para procrear con él a quien debiera ser su sucesor.

Es posible constatar cierta tendencia el cine chileno del último tiempo a trabajar en torno a ciertas formas de religiosidad. En general, películas que apuestan por desarrollar el tema desde una retórica espectacular desbordada y fanática, en la peregrinación hacia Lo Vásquez en Noticias de Bettina Perut e Iván Osnovikoff; como punto ciego social infame en El club Pablo Larraín y El bosque de Karadima de Matías Lira; desde la lógica del vidente, la comunidad y la dictadura en La pasión de Michelangelo de Esteban Larraín; desde el tránsito del predicador en El Cristo ciego de Christopher Murray. Por cierto, desde la misma Joven y alocada de Marialy Rivas, y su escritura erótica suavizada que tensiona la formación familiar evangélica de la protagonista adolescente. Todos ejemplos en los que la religiosidad conforma un relato degradado, desfigurado, desestabilizando todo discurso moralizante o ejemplar, proponiendo, por el contrario, una crítica política en su devenir.

Princesita apuesta por una narración a cargo de Tamara, con un tono confesional cándido. De cierta forma, se trata de una debilidad de la película. Ella va relatando, cadenciosamente, el mundo que va experimentando y descubriendo, que en paralelo Miguel le va abriendo y mostrando, pero sobre todo, manipulando. Este intenta hablarle de amor, pretendiendo hacerla entender que su cuerpo -el de Tamara- le pertenece a él. Ese punto resulta relevante e inquietante. De hecho, Miguel intenta seducir, preparar y convencerla para su iniciación sexual, sin embargo, su discurso u objetivo está cargado de violencia, desde la dominación corporal y del lenguaje. En ese sentido, resulta un tanto extraño el tono del relato, la voz de la niña. Su mesura no se condice con lo que empieza descubrir, con la complejidad y violencia del relato. Si bien Marialy Rivas configura un relato equilibrado, este es a ratos maniqueo, desde la maldad de Miguel, con ciertas complicidades de su grupo sectario, y la infantil bondad de Tamara. En ese punto, el personaje de su profesora es quien busca ser el elemento externo que rompe el espacio cerrado. No obstante, su función en cierta forma naufraga y son otros los recorridos que llevan a Tamara a despertar de la pesadilla que experimenta.

Un acierto en la película es el tratamiento de la espacialidad centrípeta. Rivas no se engolosina con el paisaje natural, de hecho, lo utiliza adecuadamente para jugar con la vaguedad del espacio abierto, paradojalmente cerrado y sectario. Un espacio sectario, de la clausura, del laberinto sin escape, coherente con la configuración de un relato donde la perversión, la dominación y violencia están latentes.

La propuesta de Rivas intenta articular una significación compleja entre imagen y la temática desarrollada. Georges Didi-Huberman sostiene que la imagen que impacta es la que quema. La imagen debe arder, continúa. En cierto modo, Rivas apuesta por esa lógica de la imagen, tanto a nivel de significado como a nivel material de la imagen. Miguel encarna, por un lado, la monstruosidad encubierta por el falso afecto y el misterio, y por otro, una monstruosidad que quema. En esa línea, hay dos escenas que saturan su rostro en un rostro demoníaco. El fuego, a la vez, adorna el espacio de la ritualidad y termina siendo la posibilidad final de hacer arder el relato de Miguel. El deseo quemante y encubierto con la máscara de líder, que reemplaza la figura del padre ausente, reproduce una violencia cultural. Rivas reproduce la figura del monstruo-demonio y asume la crítica al poder y perversión que este ejerce sobre la niña.

Ahora, cabe preguntarse si la película no viene a proponer un relato que confirma las convenciones y juicios morales en torno al tema de la pedofilia. En ese sentido, la candidez de Tamara y la monstruosidad de Miguel no remecen el lugar cultural de ambas figuras. De ahí que Princesita presente un tema que busca quemar, desde lo explícito de la temática a tratar, pero que lo hace con argumentos un tanto predecibles. En rigor, el fuego cinematográfico propuesto por Rivas, al parecer, siempre estuvo controlado.

Nota comentarista: 7 / 10

Título original: Princesita. Dirección: Marialy Rivas. Guión: Marialy Rivas, Camila Gutiérrez. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Felipe Gálvez, Andrea Chignoli, Delfina Castagnino. Sonido: Martín Grignaschi. Música: Ignacio Pérez Marín. Reparto: Sara Caballero, Marcelo Alonso, María Gracia Omegna, Nathalia Acevedo, Nahuel Cantillano, Rafael Federman, Emiliano Jofré, Stefano Mardones, Agustín Silva, Isidora Uribe. País: Chile. Año: 2017. Duración: 78 min.