Partir to live (Domingo García Huidobro, 2012)
Sin duda un rara avis dentro del panorama del cine chileno reciente, ya desde su título (que utiliza la alternancia de código con la yuxtaposición de español e inglés) busca escapar a las convenciones en favor de un juego por la opacidad del sentido. Partir to live encuentra su filiación al amparo del cine experimental, es decir, un cine que opta más por la pureza artística, ostentando la autonomía formalista por sobre discursividades contextuales privilegiando la subjetividad, ya sea la del autor o, principalmente, la de la obra misma. Así se entiende lo que separaría a un cine experimental del vanguardista, donde aquel opta por el sentido obtuso, el segundo, pese a su vocación excluyente, anhela cruzar su propia demarcación y de ahí surge su potencial político. Entonces, si el cine de vanguardia busca convertirse en “fuerza”, movilizando las estructuras y mecanismos del lenguaje cinematográfico hacia la realidad, el experimental hace suya la “debilidad” y trata de subvertir tales elementos recurrentes como reflujo estético dentro del propio ámbito del cine.
Parto con esa definición escueta y simplificadora, de resumen de manual, para advertir la estrategia sibilina que la película maneja: acá hay experimento, pero no autoconciencia del mismo. Sus operaciones van en contra del texto fílmico institucionalizado: la narración es descoyuntada y fragmentaria, no hay diálogos, las acciones del único personaje se contextualizan en tiempos muertos, la preeminencia de los aspectos visuales y sonoros optan por la figuración reduciendo la fábula a lo mínimo, el final es abierto; con todo lo cual se hace arduo realizar una interpretación.
Partir to live, pese a todo eso, no es que trate de nada. En entrevistas su director ha dado pistas acerca de qué va, reafirmando lo que ya se puede desprender de la mínima narración de la película y sus estrategias. Los primeros 15 minutos, antes que aparezca el título y empiece la película, son una larga introducción que adelanta y demuestra tanto los métodos formales como su composición narrativa: una especie de road movie no lineal, saltos entre pasado y futuro, realidad o imaginación, un hombre joven en moto, el mismo hombre caminando en la ciudad y por cerros, el hombre y una mujer, la mujer en solitario y, por cierto, unas enigmáticas luces que vuelan sobre la ciudad captadas en otro formato. Sin duda se trata de imágenes de ovnis tipo foo fighters captadas en video de baja calidad por anónimos (¿o por él?). Luego de la brecha del título -aquel convencionalismo indicativo de que la narración ahora entra a la parte principal, siendo lo anterior un prólogo- la película pasa a desarrollar esos tópicos anteriores de manera más extendida. Se va armando la trama, en montaje paralelo de diversas temporalidades, de aquel hombre que vio algo, su inquietud, su partida, su viaje y lo que finalmente parece ser una experiencia paranormal. Pero como en un sueño, o en una corriente de conciencia, o en el desorden de una memoria alterada, prima la indeterminación. Como si el momento principal, el que dotaría de significancia a la película hubiera sido escamoteado, dejando pistas que el espectador debe rearmar para sugerir sentido.
Ante esa evidencia, algo que las propias convenciones del cine, experimental o no, ya nos ha acostumbrado, y que la teoría y crítica han resaltado como el deber ser del espectador activo, resulta sin embargo, engorroso sostener interpretaciones explicativas. Por cierto la película da pie a que el aspecto contemplativo de la misma surja como inducción del espectador hacia tal evidencia. Es decir, hace evidente lo literal de lo figurativo, sugiere dejarse llevar por las imágenes y sonidos y las sensaciones que a cada uno provoque. De esa manera la estetización visual y sonora, muy cercanas por momentos al video clip, se pierde en cierta trivialidad y se llega a disolver en aburrimiento. Acá es donde encuentro que falla la posible noción metaficcional que habría llevado la película a otro nivel. Esas luces y ovnis, por un lado, y el extrañamiento general de las imágenes por otro, nos hacen conscientes de estar mirando algo que escapa al rango connotativo. Pero en los momentos en que la película vuelve sobre sí misma, mediante un recurso de pantalla en blanco que salta y fulgura (a la manera de Irreversible de Gaspar Noé o Arrebato de Iván Zulueta), justo en los momentos en que se cambia al formato de las tomas de los ovnis, quedan suspendidos en una suerte de efectismo sin interrogación al dispositivo que los pone en marcha. Son otro fenómeno “paranormal” de la película sin reflexividad más que la puntuación paramétrica. En otras palabras, el blanco resulta meramente funcional, en tanto se trata de un sintagma distanciador tan indiscernible como el resto de la película. Y volvemos a encontrar la trivialidad.
Por último, se agradece que la película no dure más de 70 minutos, el montaje y la música, apoyándose mutuamente, no se extienden más de lo necesario para que la incertidumbre y el letargo se vuelvan completamente insoportables. Planos demasiado extendidos temporalmente hubieran arruinado momentos en que, al contrario del resto, verdaderamente surge una atmosfera inquietante, en especial los de niebla y el interior de la capilla con sus siniestras figuras religiosas. Tal vez Partir to live esté hecha para ojos más ingenuos y que en ellos sea donde encuentre su público.
Alvaro García Mateluna