El misterio de Soho: Luchar contra la oscuridad

Hay una oscuridad muy inglesa en esta historia, una que de verdad es oscura porque es triste. Y eso que el juego cuenta con elementos muy sencillos, de una fórmula cuyo mecanismo siente unas ganas infinitas de jugar a ocultarse en igual medida en que se muestra como espectáculo puro. 

Esta película me produjo un curioso efecto: se trata de un filme que se siente más y mejor en la memoria, tras un rato de terminada la función.  

En El misterio de Soho el estilo visual de Edgar Wright, que se encadena consigo mismo, sin pudores, con un despliegue de movimientos circulares de cámara, y en particular desde la segunda mitad en adelante sin lograr o sin querer dosificar en cuanto a ritmo, montaje, cambios abruptos de escenario, puede llegar a ser, hacia el final, algo empalagoso. Y sin embargo, es ese amor por la forma en términos de ritmo y despunte de la fotografía y los marcos de sus campos visuales, donde también el uso a ratos envolvente de la música y en especial de canciones de los sesenta juega un papel dramático (no nostálgico), en fin, todo ese ballet que en parte termina derrochándose, lo que puede ser el vector que mantiene algo ahí adentro, un rato después de visionado, un sabor, una sensación de vida, de tristeza y de cine dentro de nosotros. Lo que se materializa en la memoria es una especie de poda, la operación espontánea del “espíritu” para quedarse con algunos gestos, gestos de personajes, de dos actrices muy jóvenes filmadas con un amor cinematográfico absorbente, cápsulas temporales de fragilidad y miedo para olvidar los peores momentos de un filme cuya expresividad lamentablemente puede llegar a embarrarse con lo kitsch. Las sensaciones que perduran guardan esa ventaja que los fragmentos pueden llegar a tener en el arte: como espectador el no estar inseparablemente enfrentado a todo el tiempo cinematográfico de una película que no sabe pensar tan bien como sabe golpearnos y, sobre todo en la primera mitad, seducirnos. 

Hay una oscuridad muy inglesa en esta historia, una que de verdad es oscura porque es triste. Y eso que el juego cuenta con elementos muy sencillos, de una fórmula cuyo mecanismo siente unas ganas infinitas de jugar a ocultarse en igual medida en que se muestra como espectáculo puro. Hay una muchacha de pueblo que sueña con triunfar en el Londres caliente donde su madre no pudo hacerlo. Eloise (Thomasin McKenzie) viaja a matricularse a una prestigiosa escuela de modas en la capital, lugar donde llegará a vivir sola, tras despedirse de su abuela, quién es su única familia y con quién comparte el gusto o fijación con la música de la escena del swinging London de los sesenta. No conoce a su padre, y de la madre, presa de un trastorno siquiátrico, solo sabremos que ha tomado una decisión irreversible en el pasado. Sin embargo aún se hace presente en la vida de Eloise, silente en el espejo de su cuarto, donde solo esta puede verla y no será el único fantasma femenino al que atestiguará del otro lado de los espejos, cual Alicia. Los fantasmas están reservados para Eloise y no tanto en términos de su viaje interior, como podría pensarse, sino en instalar ese viaje en función de la emancipación, del poder, de romper el ciclo de mujeres víctimas, de cargar con el peso de reivindicarlas. En ese plano, el viaje de Alicia-Eloise es genérico, y lo mejor de él quizá sea la forma en la que Wright alcanza la mirada y explota la delicadeza de una Thomasin McKenzie cuyos ojos son de un temor que se atreve. 

La otra cara de la travesía femenina por el infierno es Sandie, interpretada por una Anya Taylor-Joy que se transforma inmediatamente en un imán frente a la cámara. Su actuación física en la historia es de una presencia total, mágica, pero nuevamente no es tarea solo de ella sino de su articulación con la movediza visualidad que la presenta narrativamente. Y esto es llamativo. El cine de Edgard Wright representa una y otra vez a Eloise como la dueña del viaje iniciático mientras que Sandie más que representada es presentada una y otra vez, como entrando y saliendo de escena en un teatro. Ella es fantasmal pero también una mujer. Alguien que va en un rápido viaje del día hacia la noche, y el relato es pudoroso con aquello, su presencia es siempre latente, feroz e incierta, ¿la mereceremos del otro lado del espejo? Claramente Eloise es nuestra, no así Sandie, que se nos escapa como agua entre los dedos.

Hay tres mujeres violentadas por la gran ciudad, machista, visceral, un callejón donde también hay otras mujeres agresivas entre sí, en el clásico esquema de la nueva estudiante tímida con talentos ocultos que es hostigada por la pandilla, pero que son la excepción suficiente para que Eloise tenga antagonistas en un grado solo anecdótico, en segundo plano. El auténtico antagonista de Eloise es la violencia, su hogar la soledad y su único abrigo precario la palabra justa de unas pocas mujeres, la abuela, una policía que decide escucharla, su jefa en el pub, y una habitación para vivir sola, lejos del acoso de sus compañeras de escuela, en la casa de pensión de una mujer envejecida que resultará, más que un refugio, el motor de muchas estampas grabadas del pasado. A medida que avanzan los dos relatos de Sandie y Eloise, la película de Wright va soltando todo aquello que se mantenía apretado gracias a la dicotomía de intriga y dolor. Se pierde de su danza cinematográfica (como la de la apertura) y corre el riesgo de desbarrancarse hacia los chillidos y un clímax que hace pensar en las peores opciones que se tomaron para hacer aparecer zombis o fantasmas, o una mezcla perfecta. El personaje interpretado por Terence Stamp, legendario actor británico, tampoco se enquista del todo a la narrativa, a pesar de su rol de hombre colocado en situación de ambigüedad moral nuevamente gracias al misterio de la puesta en escena.

Resulta curioso, dada la dimensión reivindicativa del género femenino y sus fantasmas, el que una de los personajes, el más lastimado, una mujer que lo ha perdido todo y se refugia en la ambivalencia entre oscuridad y amabilidad, termine cometiendo actos atroces que son tan rápidamente perdonados en el ejercicio de la redención automática merecida por el daño recibido, aun cuando ella misma sea dentro del relato, en realidad dos personas totalmente diversas. Una que se ha convertido en un monstruo, otra que puede llegar a ser la amiga querida de la protagonista, aún sin conocerla. El intenso viaje se cierra frente a otro espejo donde Eloise puede ya mirarse en otras, frente a otras, con otras. La última inquietante aparición de Sandie parece entonces, una provocación necesaria para un círculo que se cierra perfecto. El espejo donde estas mujeres se identifican y un cierto desparpajo en el plano final son figuras y retóricas cinematográficas que en alguna medida ayuda también a mantener la película procesándose clandestinamente ahí adentro para re-entregar una nueva versión de la misma, tal como dije, a modo de fragmentos, dejos de emociones, y un par de actrices que en algún momento del filme, y en distintas épocas, comparten el pelo rubio como un eco de algo infinitamente mayor a esta juventud fílmica, Vértigo, solo que aquí los muertos, y gracias a esa misma juventud, sí son recuperables.

 

Título original: Last Night in Soho. Dirección: Edgar Wright. Guion: Krysty Wilson-Cairns, Edgar Wright. Fotografía: Chung Chung-hoon. Reparto: Thomasin McKenzie, Anya Taylor-Joy, Matt Smith, Terence Stamp, Diana Rigg, Rita Tushingham, Synnove Karlsen, Joakim Skarli, Andrew Bicknell, Colin Mace, Michael Ajao, Will Rogers, Will Rowlands. País: Reino Unido. Año: 2021. Duración: 118 min.