El gran circo pobre Timoteo (Lorena Giachino, 2013)
En el imaginario del cine el circo se ha prestado para reflexiones metonímicas sobre la condición del artista en la sociedad, los vericuetos del simulacro, la misión del arte o el refugio de la otredad. Nombres canónicos como Ophuls, Tati, Bergman, Fellini, Lewis, Allen, Chaplin, o Browning, no por nada generalmente asociados a cierta idea del cine autorreflexivo y de índole melodramático (aun haciendo comedia), encuentran en ese espectáculo, popular y masivo en sentido estricto, un espejo retrovisor del cine. En el caldo de payasos, acróbatas, animales y presentadores (Señor Corales) principalmente, pero también de otro tipo de personalidades extrañas, el cine ha buscado la comedia humana del arte. Los acercamientos en tonos pesimista, nostálgico, anti burgués o sobresaturado –dependiendo del autor- dan cuenta de una manifestación cultural que en nuestro país ha entroncado con la precariedad ambiental, el desarrollo urbano y la fijación nacionalista.
Aunque algo de eso asoma en el documental de Giachino, resuena más la temática de la soledad del artista, o más precisamente, la soledad del artista ante la muerte. De entrada Timoteo, mejor dicho René Valdés, reflexiona sobre la muerte en el proscenio, como casi sucedió con uno de sus artistas, que falleció en bastidores tras su actuación. Cómo enfrenta su mortalidad un artista circense -en este caso el dueño del circo, “la cara”del espectáculo itinerante, como dicen sus colaboradores- es la pregunta que se plantea la película. En su devenir hacia la jubilación Valdés surge como figura crepuscular, entre la plena luz de los planos iniciales a la penumbra nocturna del final. Las imágenes sitúan la itinerancia del Circo Timoteo en el transcurrir de las estaciones, del fin del verano al pleno invierno, en correlato a la gravedad emocional en que se va sumiendo el personaje. Dentro de tal representación, su retiro a causa de la vejez y la enfermedad lo enfrenta al consabido dilema “the show must go on”, que tarde o temprano deberá responder.
Sumada a esa problemática existencial se encuentra la responsabilidad laboral para con sus colaboradores, que entronca con las dificultades para proveer un show remozado a los nuevos tiempos. “Necesitamos atraer a gente que no conoce tanto el circo, como estudiantes universitarios” advierte uno de sus más cercanos. Ese alcance a la realidad externa, o incluso a la contingencia del país, parece no tener respuesta en el mundo del circo Timoteo. El documental marca justamente esa separación entre el mundo del circo y el afuera. Las imágenes privilegian los planos abiertos, planos generales delimitando el espacio del circo recortado contra la amplitud geográfica del cielo, la cordillera, la tierra, la naturaleza o las ciudades. La película privilegia tan solo dos espacios, el del circo propiamente tal, entre camiones, la carpa, y carteles; y la parcela de Valdés, donde se guardan esos elementos cuando el circo no funciona. Nunca se muestra a los miembros del circo interactuar con gente que no sean sus compañeros ni aparecer en otros lugares que no correspondan al circo, distintos a aquellos dos ya señalados. Por eso el documental articula una gama de sujetos-artistas que parecen no tener más relación con ámbitos externos que el público que asiste a las funciones.
Ya se sabe de qué va el show del circo Timoteo y en este sentido el documental se instala sin tener que dar explicaciones o recurrir a una contextualización de su historia. Tampoco apela a discursos queer o connotaciones sociales sobre el transformismo en Chile. Con naturalidad asume el habla y las personalidades de los artistas transformistas. El rasgo general que sí se destaca está en relación su edad. Mayoritariamente se compone de gente mayor, “con años de circo”, dedicados con exclusividad a su trabajo y amparados en la figura de Valdés-Timoteo. Por lo mismo la posibilidad de su futura ausencia los dejaría no solo con dificultosas perspectivas laborales, teniendo en cuenta su edad y a lo que se dedican, también asoma una significativa orfandad que supone dejar su personalidad artística para tener que valerse solo de su identidad propia. Lo mismo que sucede con cada artista despojado de su obra: tras la máscara significante aparece el individuo. Su destino seguramente será el de muchos jubilados, vejez, soledad, pobreza. Tal vez Valdés sea el único al que no le corresponda afrontar demasiadas dificultades económicas, aunque eso es únicamente una suposición.
El documental destaca la solidaridad entre los colaboradores y Valdés y enfatiza además su creencia religiosa. El artista prende velas y reza a una virgen antes de su actuación, la efigie en silencio que contempla mientras llora aparee algo opuesta a la confianza que se da con sus cercanos. Aun así el documental adopta un punto de vista más sentido con él al contrastar momentos de los shows con su figura solitaria. El sonido off que llega fuera de campo se transforma en comentario externo a lo que no se puede sondear en sus pensamientos. Son canciones tristes, de pérdida, soledad y aceptación. En algunos momentos se vuelve algo más, una ironía sobre la sexualidad, una apelación a la comprensión o un anhelo de cercanía y contacto. Es notable que en ciertos momentos –como esos- la imagen que por lo general se encuentra estática y encuadrando planos medios o generales se acerque levemente a los sujetos por movimiento de cámara o por zoom. Sin dramatizar con exceso, al contrario, sutilmente se configura un “grano de lo real” (como diría Pascal Bonitzer) que conjuga la verdad del individuo con la del artista. El cine, mediante una de sus construcciones de lenguaje más simples, salta la barrera del proscenio y accedemos a un sentido más personal, pero también universal de vida capturada.
Álvaro García Mateluna