La Mirada de los Comunes. Carlos Reygadas: Los misterios de la naturaleza
Lo que hace Reygadas es mostrarnos que es posible establecer relaciones heterogéneas en y con la naturaleza. Lo que equivale a cuestionar la premisa según la cual la naturaleza es tan unitaria y compacta que se presenta prístina e inmutable a nuestra vista, así como las y los economistas de la historia exponen los eventos remotos. Por el contrario, la naturaleza muestra una ambigüedad tal que es susceptible de ser leída de múltiples maneras, surtiendo el efecto de desestabilizar cualquier intento de afirmar un orden binario.
De todas maneras, lo único que sabemos es que nacemos, vivimos y morimos”.
Me miró con sus ojos de niño y respondió:
“Sí, puede ser, pero no necesariamente en ese orden.
El espíritu de la escalera, Raúl Ruiz.
La etimología de la palabra misterio es tan escurridiza como inasible es el manto de significación que la cubre. Si nos alejamos de la posición del especialista, nos encontraremos que “misterio” (musterión) proviene del griego μύστης (mustés) que se traduce como “iniciado”, raíz que comparte con “místico” (mustikós). A su turno, apuntaremos que μύστης (mustés) deriva del verbo myo, cerrar los ojos, que está vinculado a la raíz indoeuropea mu que refiere al sonido que se produce al activar las cuerdas vocales con los labios cerrados, tal como lo hace una vaca al mugir. A contrapelo de los binarismos, terminaremos por advertir que mu está contenida tanto en murmurar (mussitare) como en el nombre dado a quien se queda sin habla (mutus).
Si mantenemos la curiosidad, descubriremos que esta familia léxica ampliada se da puntual cita en las llamadas religiones mistéricas. Éstas se constituyen en torno a la figura de quien se inicia en algo que se oculta y que es revelado en las propias experiencias que reúnen a quienes lo guardan en secreto. Cualquiera que “se inicia” pasa a integrar, en acto, una comunidad de practicantes cuya única finalidad es la salvación de ultratumba. A diferencia de los cultos que al llevarse a cabo al aire libre no imponen restricción alguna para fisgar, los mistéricos se celebran en espacios cerrados negándole cabida a quien quiera observarlos pasivamente. Todavía más, la exclusión no se limita a ser partícipes en la propia experiencia, sino que se extiende al momento posterior a su consumación. Se dice que el mismísimo Platón fue objeto de censura por sacar a la luz, urbi et orbi, algunos misterios. Con todo, la censura no se deja explicar simplemente por el poder que afirma cualquier prohibición. Se podría aventurar que el rechazo se funda en la imposibilidad constitutiva de poner en palabras aquello que dichas experiencias revelan.
El cine de Carlos Reygadas actualiza los cultos mistéricos al dar lugar a una experiencia que desborda cualquier codificación, como si nos enfrentara a la presencia de algo que se las bate al mismo tiempo con lo santo y lo demoniaco. El escritor Mike Wilson sostiene que las palabras sacras que tensiona en sus novelas son fracasos intencionados, pues intentan darle forma a lo que se sabe de antemano que no puede ser dicho. También los filmes de Reygadas admiten ser descritos de este modo, pero con la salvedad de que en el campo abierto por el lenguaje cinematográfico se explora más allá de la lengua escrita y la lengua hablada. En ese sentido, su fracaso es modulado en la puesta en escena de las contrariedades de la existencia a sabiendas de la imposibilidad de resolverlas. La particularidad de su obra es que aquella experiencia de contrariedad es transferida al espectador que, entonces, transita desde la pasividad de quien sólo recibe información en un cuarto oscuro a la actividad de quien batalla consigo para llegar hasta el final del filme.
Así como puede suceder a propósito de los ritos iniciáticos, no ha faltado el escéptico que arremete contra algún filme de Reygadas saliendo de la sala o apagando la pantalla sin completar el visionado, acusándolo de ser una mera provocación sin ideas. Ante lo cual responde como si se tratase de una confirmación de su valía: Reygadas suele decir que la preocupación lo puebla cuando no abuchean sus filmes. Palabras en las que resuenan las de Luis Buñuel cuando malhumorado mascullara que era una mala señal que todas las críticas a sus filmes en los periódicos europeos les fueran favorables. Incluso más, algunos han osado decir que la semejanza es tal que, después de la muerte de Buñuel, “nadie se había atrevido a mostrar un México así de frontal” hasta que apareció Reygadas. En el caso de sus filmes, aquella frontalidad se manifiesta en el intento de darle forma a lo que éste último ha llamado cine de la presencia, esto es, un cine que presenta la materia, a secas, sin sujetarla a la unicidad de la palabra. Un cine en el que la naturaleza se expresa en el lento transcurrir de un amanecer, en el casi imperceptible movimiento de un cuerpo desnudo junto a otro, en el llamado inocente de una niña en el descampado al caer la noche y en el medido descenso del pene erecto de un caballo. Una naturaleza mostrada sin mayores artificios que los producidos por la mediación de una cámara que es revelada sin sutileza alguna.
No es difícil advertir que en la obra de Reygadas la naturaleza está lejos de definirse en oposición a lo humano. Lo que tampoco significa que se la humanice al modo de quienes sostienen, con tono grandilocuente, que ésta se vuelve un personaje más dentro de sus filmes. Lo que hace Reygadas es mostrarnos que es posible establecer relaciones heterogéneas en y con la naturaleza. Lo que equivale a cuestionar la premisa según la cual la naturaleza es tan unitaria y compacta que se presenta prístina e inmutable a nuestra vista, así como las y los economistas de la historia exponen los eventos remotos. Por el contrario, la naturaleza muestra una ambigüedad tal que es susceptible de ser leída de múltiples maneras, surtiendo el efecto de desestabilizar cualquier intento de afirmar un orden binario: lo natural y lo cultural, lo salvaje y lo civilizado, lo animal y lo humano, lo concreto y lo abstracto, lo femenino y lo masculino, la luz y la oscuridad no son más que pasos correlativos de un baile que fluye sin sujetarse a coreografía previamente determinada. En ese sentido, habría algo misterioso en la propia existencia natural que es entendida como condición de posibilidad de lo humano y, entonces, una dimensión de la realidad que no puede ser completa e inmediatamente explicada. Lo que está en juego en la filmografía de Reygadas es dar cuenta de aquella dimensión para mostrar que su potencia radica en dejar siempre abierta la posibilidad de relacionarnos con el mundo de un modo diverso.
Es como si Reygadas tomara de la poesía clásica china la comprensión de la realidad como un proceso permanente de desdoblamiento en pares correlativos, pero para manosearlos hasta el hartazgo. Así, a lo largo de sus filmes pone lentamente la vida en el lugar de la muerte, la niñez en el lugar de la vejez, lo animal en el lugar de lo humano, el día en el lugar de la noche, para anular la intriga en favor de la experimentación a la que da lugar el desarrollo del proceso mismo. Para ello, utiliza planos extensos -que forman un metraje más largo de lo habitual- para que la naturaleza se manifeste a su ritmo sin por ello ocultar que está siendo encuadrada por una cámara. Dichos planos fijos y extensos son interrumpidos por un movimiento improbable, por ejemplo, del recorrido entre las partes interiores de un auto en rodaje. De lo que resulta un estilo que algunos han llamado paradójico, pues nos hace conscientes de que lo que vemos es aquello que la cámara muestra, en toda su materialidad, y, al mismo tiempo, lo que muestra es tensionado por la introducción de elementos contrastantes que remecen la idea que nos habíamos hecho de ella. De este modo, Reygadas brinda a las espectadoras y a los espectadores una experiencia incómoda que se condice con la insistente puesta en cuestión del vínculo que sostienen entre sí las cosas que muestra en pantalla.
No es casualidad que Reygadas sitúe la mayoría de sus filmes en zonas rurales o en pueblos que tiene una relación de extrañamiento con la ciudad. Incluso en Batalla en el cielo (2005), el único de sus filmes que transcurre principalmente en Ciudad de México, se advierte un vuelco en el comportamiento del protagonista luego de verse empequeñecido por un monumental paisaje, que mira desde lo alto de un monte adornado de cruces de acero, al que sube tras dejar a su familia esperándolo en un auto de retorno a la ciudad. Solo mimetizado con el mundo natural, fuera de la vorágine urbana, experimenta una suerte de relevación que nos hace percibir en él un leve cambio actitudinal al volver al escenario citadino en donde concluye la trama con una procesión fatídica a la Basílica de Guadalupe.
Concentrar el foco en la naturaleza es una constante en la filmografía de Reygadas: desde su primer filme, Japón (2002), hasta el más reciente, Nuestro tiempo (2018) lo que inunda los cuadros es la naturaleza sintetizada en paisajes sobrecogedores. Japón resulta de anudar las variaciones en la relación que establecen los personajes con la tierra que, a su vez, se espeja en la relación que establecen entre ellos. En la voz del propio Hombre cojo y mestizo sabemos, de entrada y de golpe, que se dirige a un pueblo perdido entre las montañas, al Norte de la Ciudad de México, para matarse. De ahí en más, sus interacciones con la naturaleza irán modelando las suyas con Ascensión, mujer indígena, devota y de rostro zurcido que le habilita sin dudas una pieza en su precario hogar. Los cuerpos de este par se mueven al lento ritmo de las nubes; el deseo aumenta al empapar su piel con la lluvia hostil o el agua del río; su relación se vuelve íntima sólo cuando Hombre se ha posado junto al cadáver destripado de un rocín. Sus cuerpos no sólo se vigorizan, se estrechan, se estimulan, sino que también se emborrachan, languidecen y se paralizan en consonancia con la -a veces bella y a veces violenta, a veces hostil y a veces acogedora- naturaleza circundante.
No sólo la tensión constante entre vida y muerte que es constitutiva de la naturaleza se extiende al corazón de los personajes del filme. En Stellet licht (2007) se nos muestra que una cuota de la normatividad bajo la cual vive una familia menonita es compartida por la luz del amanecer que inaugura silenciosamente el filme cuando se apaga en el atardecer con el que se cierra. Sin embargo, la naturaleza no puede ser completamente reducida a aquel orden que hace que ineludiblemente el día dé paso a la noche y la noche al otro día. Es precisamente en el accionar de los cuerpos, entendidos ahora como parte de la naturaleza, en los que se manifiesta más radicalmente la posibilidad de desestabilizar cualquier orden. Así, Reygadas complejiza aún más el panorama al mostrar que la naturaleza no es algo que sólo esté allí, afuera: en todos sus filmes se exhiben cuerpos desnudos que, sin importar si son gordos o flacos, casados o separados, jóvenes o viejos, creyentes o ateos, disciplinados o descuidados, se arrojan sin espectacularidad alguna al placer de la carne. Por ello Reygadas puede decir que el cine es filosofía encarnada: literalmente son las interacciones entre cuerpos deseantes las que expresan aquello que escapa al mandato subyacente a las palabras y que, sin embargo, siguen participando de lo existente. La frontalidad con la que son presentados los actos sexuales en toda su obra le permite a Reygadas conjugar la dimensión inefable de la naturaleza con la dimensión carnal de las cosas que forman parte de ella.
Lo mismo que se decía respecto del paisaje ocurre con los animales que también ocupan un lugar central en la mayoría de los cuadros que componen los filmes de Reygadas. Destaca especialmente aquella escena de Post tenebras lux (2012) en la que Juan, padre de una familia que se recluye en el campo, adicto a la pornografía y patrón de personas que llama por su sobrenombre, le da múltiples y duros golpes a una de las perras que cuida tanto como a su descendencia. Tras lo cual se manifiesta evidentemente contrariado no por haber realizado un acto considerado moralmente reprochable, sino por haberle pegado sin mesura a su perra más amada. El salvajismo de Juan, aunque haya sido posteriormente atenuado, contrasta con la incondicionalidad de los perros bravíos que acompañan a su pequeña hija aún en ausencia de adultos. Con todo, la subversión de los pares humanidad-civilización y animalidad-salvajismo que opera ejemplarmente en este filme no admite ser elevado tampoco a norma. En el siguiente, que es Nuestro tiempo, Reygadas muestra otra brutal escena en la que un toro hace añicos a una mula sin explicación aparente: no fue una reacción a un ataque, no se come el cadáver después, no se encontraba en un territorio a proteger. La asociación de ambos episodios fortalece la tesis que recorre toda su filmografía: aquella dimensión misteriosa de la existencia es la que nos muestra que todo orden es contingente mas no necesario.
En pie de igualdad con los animales, en los filmes de Reygadas son las niñas y los niños los que habitan orgánicamente el mundo. Sea porque en el curso vital son considerados las iniciadas o los iniciados o porque se vinculan sin constricciones morales con su entorno, Reygadas muestra cómo la curiosidad infantil es la que permite convivir productivamente con lo inexplicable: sólo en la voz de una niña se puede narrar simple, amorosa, y hasta sabiamente el intrincado devenir de una relación conyugal entre un hombre y una mujer que consienten en tener interacciones sexo-afectivas con otras personas, en ocasiones a vista y paciencia del otro cónyuge; solo un niño puede mantener un silencio onírico al ver entrar a la pieza de sus padres a una figura demoniaca, de un rojo chillón, cargando un maletín; solo un par de niños pueden responder con tanta liviandad al asesino de su padre mientras juegan que éste ya está muerto.
Por último, las evidentes referencias religiosas que colman la obra de Reygadas -desde los nombres repetidos de sus personajes y los títulos de sus filmes hasta los signos e íconos que adornan las casas y alguna que otra pieza musical significativa-, solo vienen a reforzar lo que, sin embargo, se muestra más prístinamente en la forma ritual que adoptan sus filmes. Como espectadoras y espectadores nos arrojamos a esta experiencia larga, repetitiva, pesada y a ratos escandalosa que nos fuerza a abrir los ojos antes que cerrarlos. Pero es un abrir de ojos que no persigue mostrar la opresión, los prejuicios, la desigualdad o los vicios del pueblo mexicano. Más bien, nos hace preguntarnos qué queda de nosotras cuando el orden binario se desestabiliza frente a nuestros ojos. Tanto es así que en su último filme, Nuestro tiempo, Reygadas se pone a sí mismo en la posición de quien ve a su cónyuge tener sexo con otros. Antes que leerlo en clave autobiográfica, este gesto es una radicalización de aquello que ya en su primer filme, Japón, nos mostraba: cuestionar las oposiciones pétreas es la puerta de entrada para experimentar aquellos misterios de la naturaleza que no pueden ser simplemente explicados.
Ivana Peric M