La cordillera de los sueños de Patricio Guzmán y Ejercicios de memoria de Paz Encina: Dos formas de recordar
La cordillera de los sueños, del director chileno, en relación con Ejercicios de memoria, de la directora paraguaya. Ambos produjeron estos documentales con materialidades provenientes de testimonios y archivos nacionales de cada uno de sus países, con los cuales remueven múltiples sentimientos en torno a las dictaduras y sus respectivos genocidios, y también, intereses locales sobre lo que es el patrimonio local. Hay mucho en juego, y no es mi intención hacer una taxonomía con esferas donde se cobijen los elementos en común en el centro, y los elementos particulares de cada filme en los extremos. Si bien creo que pueden cohabitar de esa manera, lo que veo es más bien un momento de transición en el que ambas películas aparecen levemente unidas.
Últimamente, pienso en Patricio Guzmán de manera reiterativa; y en el trabajo de Paz Encina, cada vez que intento clasificar algún aspecto de La cordillera de los sueños, en relación con Ejercicios de memoria, de la directora paraguaya. Ambos produjeron estos documentales con materialidades provenientes de testimonios y archivos nacionales de cada uno de sus países, con los cuales remueven múltiples sentimientos en torno a las dictaduras y sus respectivos genocidios, y también, intereses locales sobre lo que es el patrimonio local.
Hay mucho en juego, y no es mi intención hacer una taxonomía con esferas donde se cobijen los elementos en común en el centro, y los elementos particulares de cada filme en los extremos. Si bien creo que pueden cohabitar de esa manera, lo que veo es más bien un momento de transición en el que ambas películas aparecen levemente unidas. Primero, La cordillera de los sueños, al recordar las anteriores decisiones autorales que Guzmán hizo al incluir elementos autobiográficos a su obra, por ejemplo, al cambiar la voz en off en La batalla de Chile (1975-1979) por la suya, y también en La memoria obstinada (1994), al contar la historia de su vuelta al país durante la instalación de la democracia. Así, también otras directoras (como Angelina Vásquez en Fragmentos de un diario inacabado (1983) y Carmen Castillo en La flaca Alejandra (1994) y Calle Santa Fe [2007]) y directores incluyeron sus propias subjetividades en sus documentales, lo cual se observa como la constatación de un giro a lo afectivo en el cine documental chileno de la dictadura.
Luego, distingo a Paz Encina en una aproximación cinematográfica refrescante del tema de los regímenes dictatoriales, que presenta una perspectiva autoral que parte desde lo colectivo, una mirada que se sumerge en el entendimiento del paisaje como medio ambiente, atmósfera, y ensamble, sin perder de vista los testimonios humanos, ni la autoreflexividad del dispositivo técnico. Ejercicios de memoria es una película que ayuda a pensar, además, acerca de las potencias y la continuidad de nuestros paisajes y ríos, como elementos que dan forma a historias ya contadas, o por contar. Así también, a reflexionar acerca de maneras de construir artificios que capturan nuestros fantasmas, y se aproximan a la historia sin dejar de situarse en la actualidad.
El zig-zag de Patricio Guzmán
El territorio andino aparece en La cordillera de los sueños dentro de un significado altamente simbólico, idealizado y bordeando lo alucinatorio. Es una escenografía pletórica de signos, que, si bien gracias al testimonio inicial del escultor Francisco Gacitúa, Guzmán logra integrar un discurso acerca lo más entrañable de la cordillera, como sus texturas de huellas, olores, coloridos y música, en la totalidad del visionado queda la sensación de que se ha visto una acumulación de interpretaciones impregnadas de sentimientos y emociones, que actúan de manera sincrónica sobre la figura de la montaña, quedando ésta como la imagen antropomórfica de una fortaleza, un cuerpo laberíntico y explotado.
La cordillera aquí no es un paisaje ecológico, más bien es un ícono político, cultural y autobiográfico, que sirve para ejercitar una dialéctica de lo alto y lo bajo, de lo sublime a lo terrenal. La montaña, que como signo ha servido en distintos artefactos para hablar de la verdad mística, aparece plasmada tanto en la estación Moneda de Santiago, en la icónica caja de la Compañía Chilena de Fósforos, como en los movimientos de la cámara-dron que forman líneas ascendentes y descendentes, por ejemplo, al internarse en los restos de la antigua casa de Guzmán, y luego, levantándose en el aire.
La cinestesia que se produce en la cámara, esa sensación de subida y bajada, acompaña a la entonación fúnebre de la voz del director; el breve ánimo inicial que festeja la montaña, desciende al territorio social actual, donde se encuentran los afectos tristes de distintos entrevistados que vivieron sus infancias durante el régimen militar, como la música Javiera Parra, y el escritor Jorge Baradit, quien nos recuerda su historia de Chile entre gestos de exaltación y ensueño. Tal vez el movimiento zigzagueante del documental pudiera significar la comprensión que el propio director tiene de sí mismo y del paso del tiempo, desde la perspectiva de su vida cosmopolita entre Sudamérica y Europa.
De esta manera, la mirada vuela sobre la ciudad y a veces cae al suelo, acompañada por el sonido que emiten las reflexiones que el director pronuncia, en un tono melancólico que se va acrecentando junto al testimonio y al uso del archivo de Pablo Salas, camarógrafo tenaz de las manifestaciones sociales desde la década de los ochentas. La voz en off del director resuena con una lentitud entre perfecta e inhumana, y con ella, el personaje central de la película aparece como un espectro capturado a partir de la imagen especular de sí mismo. Al formar parte de la materialidad del filme, Guzmán deviene memoria y archivo, su figura se aproxima como un ensamble humano-técnico que intenta dar cierre a su vida de documentalista del golpe, en esta búsqueda de la verdad que finaliza un ciclo, después de Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015).
Casi al terminar, el director nombra a su alma y anuncia el término de su trabajo acerca del golpe chileno, y que ahora necesita algo semejante a un renacimiento. En esa dirección, el documental propone un fin al deber externo para abrirse a un deseo más íntimo, y de modo tal, Guzmán aparece, finalmente, interesado en símbolos vinculados a lo materno, al hogar y a la ternura de la infancia. Asimismo, el director transmite sentimientos de reconciliación consigo mismo, con su existencia corporal y espiritual, su promesa de paso al costado es un gesto de bienvenida a cosas nuevas. Su figura de ángel caído comienza a materializarse en una historia para el porvenir.
La temporalidad del paisaje en Ejercicios de memoria
Paz Encina, en su lugar, tiene una breve filmografía de largometrajes, el primero fue Hamaca paraguaya (2006), un impacto para los espectadores de cine mundial hasta el día de hoy, y Ejercicios de memoria. Ambos muestran la vida de personas que viven en territorios limítrofes de Argentina con Paraguay, en distintas épocas del siglo XX y XXI. El registro de los paisajes está lejos de sublimar su geografía, aparecen más bien como escenarios de eventos rutinarios y domésticos. En su película más reciente se produce el desplazamiento frontal hacia el género documental, a través del particular uso que hace de los Archivos del Terror [1], y de los testimonios de la familia Goiburu, cuyo padre, Agustín, fue secuestrado dos veces, torturado y finalmente desaparecido en 1977.
El río y la tierra forman el fondo permanente de esta película que se mueve, como La cordillera de los sueños, en el eje de los temas de la memoria y el olvido. La noción del tiempo en Encina es también elevada pero su mirada mantiene a distancia la tristeza, que se percibe como una tonalidad de la posibilidad efectiva de que la infancia retratada tiene afectos en tonos grises. Junto con ello, los rastros de tensión aparecen aquí como después de un lustro, y la evocación al pasado se presenta escenificada en una casa de campo y sus cercanías, un lugar que proyecta una temporalidad general que parece suspendida, en términos de que no es el tiempo habitual, sino más bien una consciencia que une los tiempos de los medios que se están usando, y si bien es una mirada subjetiva, esta convoca múltiples canales colectivos: medios de comunicación masivos y estatales, como la radio oficial de Paraguay, y los archivos de la Operación Cóndor; las estructuras narrativas orales como el contar un relato de memoria, o dar un testimonio; y el registro de estímulos sensoriales como los sonidos y luces sincrónicas del medio ambiente.
Al analizar en Ejercicios de memoria los elementos que revelan procedimientos del cine de ficción, se observa, en la primera secuencia, un preludio que introduce a la narradora de la historia, cuya voz cálida parece la de una niña que, lentamente, cuenta el relato que aprendió de su genealogía familiar. La sucesión de este cuento es muy similar al fragmento -de Gershom Scholem- citado por Giorgio Agamben al inicio de El fuego y el relato (Sexto Piso, 2016). Según el filósofo italiano, la literatura es la pérdida del fuego que nuestros ancestros encendieron para contar una historia, y continuar esta tradición supone relatar los episodios de aquellos seres humanos que intentaron unirse a un elemento divino, o al menos, sobrehumano. Sus peripecias “adquieren un significado que los supera y los constituye en misterio”.
Este marco narrativo es el que constituye a la figura del relator como representante de una generación, más que a un solo individuo, o a una perspectiva personal. A través de la imagen y el sonido, el mundo diegético se parece a una puesta en escena del cine de ficción, pero sus indicios parecen provenir de fuentes indistintas, contradictorias en detalles temporales y espaciales, sin embargo, el montaje los hace coincidir en una forma realista y poética que atraviesa este filme, y que en el primer fragmento se introduce a través de la figura de una niñez sin rostro particular, cuya voz dice, simplemente, “voy a contar un cuento”.
Los personajes de Ejercicios de memoria habitan en distintas temporalidades, está el tiempo del héroe, del padre de la familia Goiburu, cuya presencia es la más porosa y distante al aparecer evocado a través de los archivos fotográficos, junto a otras personas, adultos y niñes, que fueron perseguidos por la policía de Stroessner, pero también está en los testimonios orales de sus hijos, ya adultos, que se escuchan en la banda de sonido. Estos audios están montados para que las palabras emanen como un río de memorias, sobrepuestos sin pausas ni especificaciones de los nombres de las personas que hablan. Los testimonios de la infancia de Rogelio, Rolando y Patricia, traen pasajes de la niñez durante el exilio y vida clandestina de la familia Goiburu en Posadas, en la provincia de Misiones, sin embargo, en la imagen estas secuencias muestran a distintos niños y jóvenes actores, también sin rostro particular, recorriendo el bosque y el río Paraná, en Empedrados, provincia de Corrientes. Nace así un tercer tiempo que se funde con los anteriores: la infancia del presente. Estas tres temporalidades suceden en el territorio noreste de Argentina, que con Paraguay han sido países escenarios de la cultura guaraní.
El gesto de Ejercicios de memoria es la búsqueda de lo sensitivo que se activa desde la necesidad de reconciliar las distintas infancias que aparecen en el filme. Las distintas temporalidades trenzadas revelan el interés de la directora de construir un aparato de miradas, voces y pasos colectivos, un nosotros abierto a continuar la tradición y a vivir en el presente.
[1] Documentos redactados durante la dictadura de Alfredo Stroessner, el régimen genocida más prolongado de Sudamérica (35 años), que hoy se encuentran custodiados en el Museo de la Justicia de Asunción.