Diálogos Exiliados (7): Nadie dijo nada
Los misterios de la noche Santiaguina, el mundo y el trasmundo, las vidas de los jóvenes poetas... Mucho de lo que obsesionaba a Raúl Ruiz se da cita en Nadie dijo nada, acaso el filme más ambicioso que intentó en sus primeros años como director. Irónicamente, el financiamiento de la Radiotelevisione Italiana (RAI) impidió a principios de los años 70 su estreno en Chile (donde nunca se ha exhibido formalmente). Mala cosa: es un film formidable.
Nadie dijo nada (1971)
Alejandra Pinto: Tengo la duda de si acaso una persona que viva fuera de Chile podría entender cabalmente las películas de esta etapa de Ruiz y, en este caso, la duda me carcome. Quintín, ¿cómo anduviste con ella? Siento que en este caso los chilenismos están sobregirados.
Quintín: Es cierto que se me escaparon unos cuantos chilenismos, pero por suerte estaba el personaje del argentino… Hablando en serio, perdí un montón de referencias, aunque no tantas como las de quien hizo el subtitulado al italiano (la copia que vimos era de un pase por TV del canal RAI Tre), pero no es eso lo que más me dejó afuera. No logro entender el sentido de la película, ni su estructura, ni su intención ni su oportunidad. Para empezar por algún lado, me cuesta mucho imaginar por qué Ruiz hace en 1971 una película situada en 1965, que retoma ciertos ambientes de Tres tristes tigres (aunque los protagonistas pertenecen a una bohemia mucho más intelectual), como si tuviera necesidad de escapar del presente tan politizado de entonces y refugiarse, simultáneamente, en el pasado y el futuro.
Christian Ramírez: Siempre he tendido a ver esta película como la culminación del período chileno -de hecho, es la que más me gusta de esos años- y, quizás por lo mismo, en su condición de cumbre, resulta algo impermeable a ojos del exterior. Diría que lo que narra Ruiz acá es una suerte de “descenso a los infiernos” o, por lo menos, al interior del vientre de la nación. Y dentro de ese viaje cabe de todo: la juerga interminable que ya habíamos visto en los Tigres, los guiños al cine fantástico de La maleta y El tango del viudo, las notas folclóricas que adelantan Palomita Blanca y ese barroquismo de bajo presupuesto que tienen sus primeras películas francesas. Además, es el primer film donde emergen elementos directamente autobiográficos. De hecho, las andanzas de estos escritores noctámbulos son parecidas a las que Ruiz emprendía con sus amigos Germán Marín, Tomás Lefever y Waldo Rojas. De ellos saca los nombres de los protagonistas de esta historia.
P: Hay una cierta alusión a eso desde los créditos de la película. Me gusta esta referencia a una cantidad de personajes que aparecen nombrados sólo como “Santiaguinos”. Son esa tropa de poetas, de bohemios, que están acompañando a los personajes y que operan como un coro, pero también como parte del paisaje. Me imagino que de repente se sentía así, con esa gente a la que no necesariamente conocía, pero siempre se encontraba en los mismos lugares. Está esa escena, muy linda, casi al principio de la película, en que van caminando los protagonistas y -como escoltas- aparecen esos santiaguinos, que se retiran por la calle bailando. Forman parte de ellos, pero también de la ciudad.
Q: Si me permiten un argentinismo, yo creo que hay mucho de chamuyo en todo esto. Es cierto que hay una serie interminable de guiños, una buena cantidad de personajes reales a los que se alude (tanto a los amigotes de Ruiz como a las figuras del pasado), pero la película tiene una extraña ambigüedad entre la farsa y la tragedia, está centrada en una angustia existencial que acompaña las inquietudes de los personajes frente a su futuro. Pero, por otro lado, si algo hacía Ruiz en esos años era trabajar como un loco: es cierto que se tomaba sus vinos, que trasnochaba en los rodajes y que además se ocupaba de cuestiones ligadas a la política, pero si uno mira su producción del período, creo que estamos más bien ante la película de un artista que no solo busca un camino, sino que intenta conectarlo con el pasado de la literatura chilena mientras ensaya su cine del futuro. De todos modos, sigo sin entender la mayor parte. Sobre todo esa estructura triple en la narración. Por un lado está la continuidad de las borracheras a lo largo de toda la película. Por otro, la sombra permanente de “Enoch Soames”, el cuento de Max Beerbohm sobre el escritor que hace un pacto con el diablo para consultar su lugar en las enciclopedias del futuro y cuando viaja allí se encuentra con que su nombre solo existe en un cuento de Beerbohm que es precisamente éste, que tiene en sus manos el lector. La película no es una adaptación del cuento, pero el cuento la sobrevuela, la acecha, la impregna. “Enoch Soames” se relata una y otra vez en distintas variantes: directamente, como circularidad, como puesta en abismo y como justificación de la tercera pata de la estructura: la historia con el diablo argentino, o el argentino diabólico, un personaje que me sigue sorprendiendo por su carga de violencia y vulgaridad, un personaje al que no me animaría a comparar con otros, pero que tiene un peso muy particular en el argumento y que va aumentando más y más. La película empieza con los tres amigos tratando de sacarse encima al pesado de Braulio (un destartalado aspirante a poeta), pero poco a poco el diablo se va apoderando de la escena, y es de él de quien finalmente no se pueden librar. Bueno, tampoco de Braulio, pero a Braulio finalmente lo terminan queriendo y se convierte en uno más de la patota, mientras que el argentino se hace cada vez más repelente y más peligroso.
R: Contada en breve, Nadie dijo nada es el relato de las juergas de tres escritores que jamás han publicado libro alguno (Waldo, Tomás y Braulio) y de un compositor (Tomás) que atiende gente ante el piano que está en su oficina, como si fuese un funcionario público. Como dice Q., todos se arrancan de Braulio (Luis Alarcón), que se les pega como un papel en el zapato: patética figura que anda por ahí dando sablazos -pidiendo plata-, siempre alojado en casas ajenas, con la ropa sucia y alcoholizado sin remedio. Los cuatro viven en un mundo esencialmente clausurado: están al día con los rumores del mundillo literario -por ahí hay referencia a la tinta verde que usaba Neruda en sus manuscritos-, metidos en ridículas conspiraciones y sobre todo presionados por la inminencia de una posteridad, de una fama que (ellos lo saben bien) se les escapará sin remedio. Es en ese punto, en medio de esas noches largas y regadas que se repiten como el día de la marmota, que se les aparece el diablo, pero no cualquier versión del diablo...
P: Quintín le llama el diablo argentino (porque tiene un marcado acento argentino y parece una caricatura de Gardel), pero, en estricto rigor, es un diablo chileno como él mismo dice. Nuestro diablo se diferencia de otros porque éste no es un ángel caído ni mucho menos, sino más bien es un pillo que busca enredar a los incautos prometiéndoles fortuna a cambio de, básicamente, joderles la vida. Sus almas no van a terminar fritas en el infierno, porque nuestro diablo sabe que este se encuentra en la tierra y, por lo tanto, poseerlas implica arruinarles la existencia aquí y ahora. De hecho, en el libro Dioses Chilenos, Francisco Ortega cita a Gastón Soublette, que dice “(El diablo chileno) te condena a una vida maldita. Ese es el precio de vender tu alma. No hay infierno más allá de la muerte, pero tu vida en el mundo se convierte en uno, que afecta a todos los que te rodean, si es que acaso te rodea alguien. Porque ese es uno de los costos de vender tu alma, la soledad”. Tiene sentido, entonces, que este diablo se vaya apoderando de la película y de la trama, porque eso es lo que hace siempre. No tiene pudor.
R: Este diablo de Ruiz viene a ser como “Don Sata”, el diablo de Condorito. No es un sujeto ultraterreno, con un ejército de demonios alados detrás suyo. Este es el coleflecha, alguien que va por la vida de galán, de tipo exitoso y con recursos, pero que no hace más que succionar todo lo que está a su paso. Un encantador y un depredador. Es el ratón de ciudad que se devora a estas incautas lauchas de campo...
Q: Esto ha sido muy esclarecedor para mí. Le da un sentido al personaje. Leí que a Ruiz le preguntaban por el diablo en el film y respondía que era un chiste antiargentino. Pero la respuesta no me convenció mucho, más allá de que el personaje responda por su aspecto y sus aires de fanfarrón al estereotipo argentino. Por otro lado, soy muy malo para reconocer caras y fisonomías, y me costó darme cuenta de que el actor (Nelson Villagra) es el mismo que hace de Tito en Tres tristes tigres, operando con una gran versatilidad; además de que canta y demuestra ser un eximio jinete, como se ve en la escena de la playa. No sé si Villagra tiene la fama que se merece.
R: La verdad, no. Imagínate que el año anterior a esta película había estado en los cines con El chacal de Nahueltoro, haciendo un personaje que no tiene nada que ver con Tito ni con este diablo. Un monstruo, Villagra. Además de que terminó exiliado, igual que estos diálogos nuestros.
Q: Podemos dedicar lo que queda de esta serie a reivindicar a Nelson Villagra. Total, a Ruiz ya lo vamos entendiendo.
R: Tengo una pregunta: ¿no les parece que aquí por fin Ruiz logra fusionar bien el elemento fantástico que ya aparecía en La maleta y El tango? En esas, la cosa estaba puesta algo a la fuerza o se le hacía un poco cuesta arriba. En Nadie dijo nada, lo sobrenatural fluye casi como parte del paisaje. Se naturaliza.
P: Coincido. Es como si todo estuviera mucho mejor cuajado, incluyendo a los actores. Hay una cierta “mano” de director que en esta pasada ya está mucho más presente, más segura y, de alguna forma, también sentí que los actores que habíamos visto (Villagra, Román, Vilches, Alarcón, Vadell), hubiesen aprendido a moverse al ritmo de cómo concibe Ruiz las cosas. ¿No tuvieron en algún momento la sensación de una transmutación? ¿Personajes viviendo otras vidas, realidades paralelas, como si siempre fueran el mismo, pero viviendo sucesivas reencarnaciones?
Q: Creo que es así. Aparte de que Ruiz va adquiriendo maestría en su oficio (algo que sin duda ocurre), también encuentra una estructura general para tramas que empiezan a basarse justamente en la cuestión de vidas y tiempos paralelos: una nueva variante del tema del doble. Uno tiene a mano un Chile del futuro, que apenas se diferencia del actual pero es otro, y tiene también las versiones del cuento, que se alinean juntas y transcurren simultáneamente (tanto en la realidad, como en las distintas escrituras que los personajes hacen de él, es un cuento que siempre está en tren de reconstruirse). Ruiz va avanzando hacia esa convergencia de los tiempos, así como de la realidad y la ficción que se hacen indistinguibles.
R: Cuando ingresamos por fin al Club Social Chile -ese lugar donde don Sata lleva a Waldo, después que sus amigos han ido desapareciendo del mapa, uno tras otro-, la única diferencia que aporta este “viaje interdimensional” es que el tugurio que aloja al club en el año 2065 tiene un escenario con juego de luces y un gran fresco con personajes históricos, desde Almagro hasta San Martín y O’Higgins. Al principio, Waldo está feliz de arribar a este país del mañana, pero lo que observa alrededor vendría ser una suerte de imitación, de copia hipster de su lejano mundo. Con razón quiere escapar a toda velocidad. Algo que no hicieron sus amigos -que aparecen atrapados en una foto con los miembros del club, casi como Jack Torrance, en El resplandor- ni tampoco los ilustres viajeros temporales mencionados en la escena, como Sergio Livingstone, Eduardo Frei “Monteávila”, Lucho Gatica, Arturo Godoy, Los Quincheros y otros que presuntamente habrían tenido tratos con el “cachudo”. Ese Chile de plástico apenas alcanza a cobrar entidad, antes de colapsar otra vez, con todos los protagonistas aterrizados en un ala de hospital.
P: Puedo relacionar ese colapso con una escena anterior, en que los poetas están buscando los temas “particularmente chilenos” y se pelean por cuáles cosas son más chilenas que otras. No hay claridad, está todo desdibujado. Finalmente, un rato después, un deprimido Germán termina declarando “nosotros estamos muy europeizados”. No sé si tienen un interés real por una búsqueda de la identidad, pero si no se consigue entender lo que es el país, es difícil que éste se pueda sostener por mucho tiempo.
R: Tal vez es un comentario ácido sobre las críticas que se publicaron sobre Tres tristes tigres. Casi todas ponían la película por los aires y decían “esta sí que es una película chilena, esta es nuestra identidad”. Ruiz, desconfiado, les debe haber creído la mitad.
Q: Incluso, hay algo de autocrítica. Como que la bohemia de los sesenta lleva al país de plástico del futuro, a la nada aludida en “Enoch Soames”. Mientras tanto, se construye otro Chile posible, casi innombrable, que es el Chile de la Unidad Popular, cuyo futuro también es incierto. Me parece que Nadie dijo nada es una película acechada por una doble angustia. Por un lado, la ominosa sensación de que se avecina una tragedia política, que todos al final rechazan cuando atacan al diablo en el hospital, pero sin salir vivos de la batalla. Por otro lado, está la angustia de esos artistas jóvenes e inéditos que no tienen futuro como el Soames del cuento original. Con ese material y con esos colegas que no van a ninguna parte, Ruiz construye su estilo; los utiliza como salida de su propia encrucijada como cineasta que incluye las trampas del realismo (incluso socialista) y la chilenidad y los utiliza para elaborar su estilo, para hacer ese tránsito hacia el barroco. Pero debo confesar que también desconfío de esa interpretación afrancesada sobre el barroco que tampoco entiendo del todo: así como Ruiz se resistía a quedar atrapado por el diablo de la cultura oficial chilena, a la izquierda y a la derecha, se encamina a nuevas trampas y nuevas formas de eludirlas. Pero da la impresión de que ya las está avizorando.
R: La película misma logró hacerle el quite a esas trampas, de partida porque el financiamiento italiano que le llegó desde la RAI -enmarcado en la serie de films llamada América latina vista por sus cineastas- no redunda en algo hecho al gusto de los europeos, ni tampoco en la porno miseria visual que en esos días comenzaba a exportarse desde el continente al resto del mundo. Es como si le diera la espalda a eso, a propósito, sin caer redondito, como ya le había pasado antes con Qué hacer.
P: Me parece que, a la larga, a lo único que Ruiz no le está dando la espalda o, derechamente, a lo único que quiere darle voz es a esos poetas a quienes les pone la cámara encima y la deja ahí, prestando atención a su imagen congelada en medio de la disparatada conferencia de Braulio. Nombres y personas que quedan ahí, suspendidas en sus palabras.
R: A todo esto, no hemos hablado mucho ni de Waldo ni de Dios. En una columna que escribió tras la muerte de Ruiz, en El Mostrador, el abogado Santiago Escobar dice que Ruiz iba afinando el guión en su cabeza sin escribirlo todavía -como le pasa a varios de los poetas de la película- y cada noche se los iba contando a sus amigos en el bar Miraflores (que aparece el film). Al final de la velada, llegaba la cuenta y él pagaba todo el consumo, cargándolo al presupuesto de producción. Es lo mismo que hace el personaje de Dios, ese viejito que feliz de la vida va de mesa en mesa invitando gente a que se una a la suya, y que pareciera estar observando toda esta tragedia y esta tomatera de lejos, sin ensuciarse mucho las manos (dejándole esa tarea al Diablo). Entremedio, Waldo -que oficia de protagonista- es mucho menos colorido que el resto de sus comparsas. Eso, en parte, porque Carlos Solano -el actor que lo encarna- era un pintor medio depresivo, al decir de Escobar. Pero creo que eso lo acerca mucho a esa gente entre silenciosa y venida a menos que Carlos Pezoa Véliz inmortaliza en “Nada”, el poema de dónde Ruiz saca la frase con que titula la cinta.
Q: Es que Ruiz es, al mismo tiempo, dios y el diablo. Esa es la dualidad de la película. Por un lado es el que, desde el guión, lleva a sus personajes a la trampa de vender el alma. Por el otro, es el que les paga la comida y la bebida. Por eso, esta es otra película doble. Un film sobre poetas frustrados al mismo tiempo que un musical ambientado en lugares donde se come, se bebe y se canta. Creo que este aspecto de la película, acaso el más feliz, quedaría claro si pudiéramos ver una buena copia. Dicen que el material está en la Universidad de Duke. Malditos gringos, hagan algo con eso.
Espejo de Bar
A Raúl Ruiz
Ni siquiera del tinte del vino,
su verdadero color es el rojo vivo que es también licor ácido o amargo,
todo lo más lejos del dulzor del trago entre sonrientes.
Es así. Y en Embriagado lo dice.
Traza con el dedo a partir de una mancha de cerveza
la silueta de un pez en la madera.
Van a oír lo que ahora mismo estoy diciendo con mi puro gesto agrio,
los ojos que proyecta hacia el tumulto, humo y cháchara del Bar.
Beberá la boca como una venganza, ahogado el reto de un cuerpo que blasfema
prolongándose en la mano que arruga servilletas de papel
y apura el vaso.
Cabe a la voz proferir lo que no se piensa.
Lo que está pensando son tibias palabras inertes, hato de ropajes en el suelo
tras el cuerpo del desnudo.
Chasquidos de látigo las frases le envenenan,
brotan de su historia cortada entrecortada inverosímil mujeres hombres cosas
rastros del imposible Enemigo en el zarzal
donde enredan los pies del personaje que a sí mismo se narra.
La voz entonces hiere, rebana una espesura de gritos que la acallan
y tras el golpe de un puño contra la vociferante boca,
rodar de dados por el suelo
y el demencial dispendio del azar que ellos no anulan.
Lo real se hace presente y asume su postura en un parto de frases estragadas:
Contra el relumbrar filoso —viperino hallazgo del cuchillo— que
desata ahí el rojo vivo que le urgía,
es el vaivén de aquel brazo que se hunde en un cuerpo,
es el “por qué” “por qué” adelgazando aquella boca,
borboteante rojo líquido en la herida, burbujas del veneno…
Tal vez ahora, a contrafondo, una descarga de inodoro,
cualquier crujir de tablas, un tintinear de uña y vidrio.
El Pez en la Madera sobrenada el charco de la copa volcada
y se diluye en el vino.
Empuja el espantajo la puerta de batientes.
Al aire los faldones del abrigo parduzco
alza un torpe vuelo a flor de acera
hacia la calle.
Calle del encadenado urdirse del ladrido de mil perros
(Waldo Rojas, 1971)
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Nada
Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo... ¡Tal vez un perdido!
Un día de invierno lo encontramos muerto
dentro de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban... Entre sus papeles
no encontraron nada... los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto:
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.
Una chica dijo que sería un loco
o algún vagabundo que comía poco,
y un chusco que oía las conversaciones
se tentó de risa... ¡Vaya unos simplones!
Una paletada le echó el panteonero;
luego lió un cigarro; se caló el sombrero
y emprendió la vuelta... Tras la paletada,
nadie dijo nada, nadie dijo nada...
(Carlos Pezoa Véliz, 1904)