Diálogos Exiliados (48): La barca de oro (1990)
Filmando en Nueva York, a fines del otoño de 1989, Raúl Ruiz se sentía energizado y vaya cómo se nota eso en las imágenes de este cuento de vampiros que circulan por el ambiente universitario y artístico de Manhattan. Después de pasar varios años circulando por la periferia del cine francés, nuestro cineasta arriba con total confianza a uno de los polos culturales del fin de siglo y se siente como en casa: libre para dejar volar y reptar su imaginación.
La barca de oro (1990)
Christian Ramírez: Hace rato, mucho rato, que no veía a un Ruiz tan feliz como el de La barca de oro. Su buen humor atraviesa las imágenes de esta película desquiciada como la brisa neoyorkina en otoño. Te golpea, te zamarrea, te despierta. El efecto es más fuerte considerando la pesantez y la lucha que caracteriza a los filmes anteriores, todos muy trabajosos y sufridos. Aquí, Ruiz vuela.
Quintín: El propio Ruiz parece haber quedado muy contento con la película. En una de las entrevistas compiladas en el libro de Bruno Cuneo dice que “La barca de oro es una de las pocas películas que funcionan inmediatamente con el público a pesar de tener prácticamente todas las características de mis filmes: errática, laberíntica, inesperada, casi nunca se sabe por dónde va a partir”. Justo terminaba de ver la película cuando leí esta declaración y me pregunté qué público sería ese que reaccionó tan favorablemente. Pero es cierto que está ese buen humor que apunta Ramírez, una energía y una continuidad que hablan de una película que se filmó como Ruiz quería: rápido y sin dificultades. Como si la estadía en Nueva York le hubiera sentado bien y hubiera tenido además el dinero necesario y una gran colaboración de los participantes.
Alejandra Pinto: El buen humor se le nota hasta en la forma en que explora los géneros cinematográficos. Hay momentos en que estamos frente a una película de terror, un thriller, una comedia, un noir. Es como si Ruiz hubiese vuelto a ser quien era antes. ¿Se acuerdan cuando hablábamos de lo triste que debía estar cuando estaba haciendo películas en Francia y nos preguntamos por qué estaba sufriendo tanto? Claramente en ese momento no tuvimos respuesta, pero la tónica de la película funciona como una manera de sacarse toda esa pesadumbre de encima.
R: The Golden Boat cumple una función importante en la carrera de Ruiz: lo saca del atasco en que había caído una vez que los encargos del INA se acabaron y optó por convertirse en un cineasta de la provincia, trabajando con diversos centros culturales, e incluso haciéndose cargo de la dirección de uno (la Maison de Culture de Le Havre); eso en principio no estaba nada mal, sobre todo porque le permitía continuar trabajando al ritmo que le gustaba —es decir, sin parar—, pero la mayoría de esos proyectos tenía un origen teatral y por lo mismo nos acostumbramos a verlo tratando de hacer justicia a las obras, sin dejar de ser fiel a sí mismo, siguiendo los impulsos de su imaginación. Mammame, Memoria de apariciones y El profesor Taranne son un buen reflejo de esa tensión; no son para nada malas películas, al revés, en realidad, pero es evidente que el director se ve obligado a gastar minutos preciosos de metraje para cumplir con el mínimo de fidelidad que exige un texto adaptado. En La barca de oro no tiene que rendirle cuentas a nadie más que a él mismo, porque hasta cierto punto la cinta vuelve sobre el punto de partida de Los desvelados del Puente de L’Alma, toda vez que es el relato de dos vampiros que se alimentan de la energía y las emociones de quienes lo rodean.
Q: Los desvelados del Puente de L’Alma es una película extremadamente lúgubre y esta podría ser su versión alegre, despreocupada. Incluso, es como si Ruiz no creyera que en Estados Unidos haya tragedias reales, sino que todo está mediado por la actuación, por las imágenes, por los estereotipos. Los personajes son todos actores y hasta hay un momento de la película en el que hablan de sus papeles y de sus salarios. Son como personajes de la periferia del mundo del arte, que solo se emocionan con las cosas que ocurren en una pantalla, en este caso en la telenovela mexicana con la que interactúan, un tema siempre caro a Ruiz. La sangre, la muerte, la desesperación, son todas modalidades de la escena, un juego en el que todos los habitantes de la ciudad participan. Es difícil encontrar una película en la que todo sea tan irreal, hasta la muerte inclusive y, al mismo tiempo, todo tenga la materialidad de sus escenarios. Si uno se atiene a la frase del final, Austin, el gran vampiro, es uno de los tres marxistas que quedan en el mundo, de los que son capaces de pasar por encima de las formas convencionales y buscar la sangre que siempre brota desde el fondo.
P: Esta pasión por las telenovelas viene desde sus años chilenos y luego se va a repetir en La telenovela errante, pero no nos adelantemos. Entramos a la película de la mano de Israel Williams, un sujeto que va revisando y recogiendo zapatos aparentemente puestos en la calle al azar. Cuando termina ese recorrido, encuentra a Austin, un viejo que le habla: dice que no pertenece a ese lugar y luego se hiere con un cuchillo en el estómago, en una especie de harakiri. Tras eso comienza a seguir a Israel hasta su edificio y dice ser su padre. Paralelamente, hay una historia con su vecina, una pelirroja a quien Williams pretende sin que ella le haga mucho caso. A partir de ahí, se descuelgan varios hilos con personajes que participan de ambientes distintos: la relación con la telenovela, que se desarrolla dentro y fuera de la pantalla, la búsqueda de un supuesto hijo de Austin, una sesión de dibujo muy graciosa donde algunas personas, aparentemente estudiantes, llegan y entran a la casa de Israel, mientras su vecina posa en estado de trance. Leí que Ruiz trató de conseguir esta cosa muy chilena de llegar a una casa y, si la puerta está abierta, se entra. En esos tiempos era algo más común que ahora, pero en los sectores rurales se sigue haciendo.
R: Creo que todo eso a que alude Pinto tiene además un componente muy de cine americano: cada uno de esos hilos narrativos o anécdotas sigue el trasfondo de un género (terror, gore, comedia, absurdo, dramón). Por otro lado, se nota que Ruiz había visto algo de cine indie de la época: tanto en look como en banda sonora y elenco, la película no desentona con otras cintas independientes de la era. Está ambientada en los barrios por los que circulaba la vanguardia artística de fines de los 80, ciertos muelles del Downtown, algunas casonas del Soho y el propio Israel menciona por ahí una dirección en el corazón de Alphabet City, un sector que, en esa época, todavía era muy peligroso y semi delincuencial. Seguro que nada de eso existe en el New York gentrificado de los 2020s, pero viendo esta película de hace treinta años, de pronto recordé las callejas y edificios trampa que Scorsese filmó en Después de hora (1986), cuyo zoológico de sujetos podría haber aparecido sin problemas en The Golden Boat. La diferencia es que el afuerino Ruiz no se siente en la obligación o en la necesidad de aparecer cool: aquí lo bizarro es llamado por su nombre, con todas las letras. Esta galería de monstruos y aparecidos circula a la luz del día atormentando a Israel quién, como corresponde al estereotipo under, es un poco periodista, crítico musical, estudiante de antropología, pintor aficionado y adicto a juntarse con perdedores. Todas las denominaciones del new yorker concentradas en un solo pellejo.
Q: La película transcurre en algo así como el lado B de Nueva York, fuera del circuito turístico, pero en los lugares que podían ser parte de una película de Jarmusch quien, de hecho, hace un pequeño papel. Pero todo el tiempo tuve la impresión de que Ruiz nunca se toma Nueva York en serio, más bien creo que se ríe de ese mundo que, por un lado, le resulta hospitalario (probablemente más que París, en ese momento de su vida) pero, por el otro, lo siente artificial, un tanto ridículo. Es muy rara esa mirada sobre la ciudad, que a los cineastas extranjeros siempre les resultó difícil de abordar. No sé, tengo la impresión de que Ruiz se sintió invitado de honor de una fiesta, pero nunca se creyó del todo que esa fiesta era la suya. El buen humor de la película tiene esa particularidad, la de alguien que está de paso y que por eso mismo, nada de lo que allí ocurre podrá afectarlo.
P: Creo que es esa dualidad la que hace que todo aparezca tan caótico, pero a la vez, transmite la sensación de que todo lo que ocurre es posible en alguna realidad paralela. Ramírez hizo el nexo scorseseano con Después de hora, pero creo que también se enlaza con Bringing Out the Dead, que es una película posterior y que mantiene ese espíritu de evidenciar lo confuso de la ciudad y de las relaciones que formaban sus habitantes.
R: Como de tanto en tanto me gusta recordar el gallito privado y secreto que Ruiz tiene con Wenders, me hace gracia que The Golden Boat se haya filmado justo entre Las alas del deseo (1987) y Tan lejos tan cerca (1993). En esas películas Wim se regodea dándole sentido a los paseos de los ángeles por Berlín y el resultado es, por decir lo menos, relamido. En la de Ruiz los que andan paseando con vampiros, muertos vivos y monstruos, son neoyorkinos de tomo y lomo que circulan en medio de una jungla de ladrillo, graffiti y basurales, pero con cielos abiertos que lucen muy bellos y sobre todo descargados de ideología. Otra conexión cinéfila es con el propio Jarmusch, sobre todo en esas escenas filmadas en la rambla de Coney Island al final, donde la pareja de vampiros se encuentra con una inglesa que estuvo en coma durante cuatro años, y de pronto forman un trío absurdo que recuerda de inmediato al de Stranger Than Paradise. Ahora, antes que me olvide: hay otro costado de la cinta, uno que es abiertamente latino y que está dominado por la telenovela, por un lado, y por el otro por la canción de Pedro Infante, La barca de oro que da título al filme, y que acompaña muchas de las escenas en las que aparece Austin, incluyendo esos momentos en que va a pararse bajo la ventana de la actriz de la teleserie, Amelia López —a todo esto, ese nombre Ruiz también lo ocupó al escribir el guión de Amelia López O’Neill, una película que Valeria Sarmiento filmó en Valparaíso, precisamente en 1990—, pero volviendo sobre esa “latinidad” del filme, ¿qué hacemos con ella? Lo pregunto porque no es la idea latina de la que estaba tratando de adueñarse en ese mismo momento gente como David Byrne, por ejemplo. Ruiz parece estar transmitiendo en otra onda, ¿pero cuál?
Q: Yo creo que Ruiz siempre transmitió en su propia frecuencia. No creo que la latinidad le interesara como tal (especialmente la del norte). Lo mexicano siempre apareció en su cine por esa vía del bolero y la telenovela (de paso, la música de la película es de John Zorn, otra figura del under glamoroso de la época).
P: No sé si es precisamente un interés por lo latino, pero creo que se vale de las teleseries como una especie de artimaña: en la medida que una ficción puede volverse real —la misma telenovela a través de la relación que se entabla entre quienes la están viendo— logra hacer de la mirada sobre el televisor una ventana a lo desconocido. Desconocido y grandilocuente, por cierto. Mientras en un lado se están matando, al otro lado hay lujo, canciones lastimeras y peinados de peluquería a lo Dinastía.
Q: A Ruiz siempre le interesó lo chileno, mucho más que lo latino. Creo que no le resultaba muy simpático eso de lo latino. Aunque sí mucho más que lo suizo: el verdadero asesino de la película resulta ser un suizo loco, que termina frotando una pared con sangre y repitiendo que, como es suizo, no puede equivocarse. La manía contra los suizos reaparecerá en películas posteriores.
R: Godard es suizo. Lo dejo ahí.