Diálogos Exiliados (41): Los desvelados del Puente de l’Alma

Realizada al final de un frenético período de tres años en el que dirigió 15 películas, este debe ser el primer filme en el que efectivamente se percibe a un Raúl Ruiz agotado, en actitud de pausa, como si estuviera tratando de avistar pronto la línea de meta para, por fin, parar un instante. ¿Qué pasó? Bueno, la audacia —la locura, dirían algunos— de dirigir cinco proyectos cada temporada, la necesidad de soltar lastre creativo para poder mirar nuevos horizontes, el coraje de perseguir sus propios demonios, aunque estos le ganen la partida. Eso le ocurre a Ruiz cruzando el Puente de L'Alma. 

Los desvelados del Puente de l’Alma (1985)

 

Christian Ramírez: Uf, veamos. En estricto rigor, se suponía que esta película iba a sacar a Ruiz de los aprietos en que lo habían metido La ciudad de los piratas, Punto de fuga y La isla del tesoro. Al menos así se planteó su productor Paolo Branco —quien invirtió presupuesto en crear un estupendo pressbook y otros materiales anexos— pero, como siempre, Ruiz tenía sus propios designios al respecto: hacer de esta historia una prueba de impenetrabilidad. ¿Idea mía o este es el film más cerrado sobre sí mismo con el que nos hemos topado hasta ahora? (Y eso es mucho decir, la verdad).

Alejandra Pinto: Es un concentrado de todas las historias que nos había estado contando. Una especie de revisión de cuentas por pagar, cosas que no ha dicho, búsqueda de espacios que ya hemos visitado. Es una terrible vuelta sobre sí mismo y tengo la impresión, ustedes me dirán si coinciden, que Ruiz está en una tremenda crisis sobre lo que quiere mostrar, pero también a nivel personal. Pasamos de la insinuación sobre lo fantasmal —en las películas inmediatamente anteriores— a una cosa mucho más frontal al respecto. Aquí todas las presencias se deshacen. ¿Qué te está pasando, Raúl?

Quintín: Déjenme que les cuente lo que ocurre al principio de la película. Mientras una pareja habla al borde del Sena sobre un hijo que va a nacer, un personaje solitario los observa desde el puente de L’Alma. Es Michel Lonsdale. Luego se le acerca Jean-Bernard Guillard, que quiere hablar con él. Lonsdale le contesta que él no habla con nadie, pero que vuelva en siete meses. En la escena siguiente reaparece la pareja y el hombre deja a la mujer por un rato. Mientras tanto, los otros personajes vuelven a encontrarse. Como la mujer tiene un embarazo apreciable, me pareció una manera elegante de decir que habían pasado los siete meses desde la escena anterior. Esto ocurre en el minuto tres, o algo así, y es la última cosa que me gustó de la película. Cuando el marido se va, Lonsdale de nuevo le dice a Guillard que no quiere hablar con él, a menos que sea un homosexual, un conversador o un filósofo. Guillard le cuenta que es boxeador y quiere ponerse a sus órdenes para defenderlo y allí nomás los dos violan a la mujer embarazada. Detesto las escenas de violación pero, además, Lonsdale y Guillard representan al dúo de actores o de personajes (en esta película dejé de distinguir ambas cosas) más repelentes de la historia del cine. Y ahora, los dejo en la grata compañía de toda esta gente mientras yo me dedico a tomarme un whisky. Los escucho.

R: No me queda otra que darles mi propia versión de la historia (que no sé si haga mucho sentido). A los pies del puente de L’Alma hay dos estatuas; en general, los parisinos las usan para medir las crecidas del Sena en invierno (hay momentos en años pasados donde el agua les ha llegado literalmente al cuello). Pues bien, Ruiz toma esas estatuas y las transmuta en Alain y Marcel (Michel Londsdale y JB Guilliard). Me pregunto si sus nombres estarán basados en los novelistas Alain Fournier y Marcel Proust; en fin, no me quiero ir tan por las ramas… Estos dos tipos que merodean por el puente —que son, tal como esas estatuas que ya vimos, parte del puente— son al mismo tiempo dos insomnes crónicos, condenados a tener los ojos siempre abiertos; un gag frecuente al inicio del film es que Guilliard se acerca por detrás de Lonsdale, le pregunta algo y el otro se queja, porque, según él, estaba a punto de ponerse a dormir. Es en ese punto donde divisan a la pareja y sucede todo lo que ya nos contó Q. Hay que agregar, eso sí, que aunque no pueden dormir ellos mismos, estos sujetos tienen un súper poder: con sólo pronunciar la palabra “duerme” pueden inducir el sopor sobre alguien y esto es lo que pasa más tarde en la escena de la violación. A todo esto, dicha escena (que ocurre fuera de campo) debe estar entre lo más grotesco y espantoso que le hayamos visto a Ruiz, y de algún modo la película nunca se repone de lo arbitrario del acto. Tanto así, que la mujer (encarnada por Olimpia Carlisi, a quien ya habíamos visto en Siete raccords falsos) llega tiempo después a suicidarse al mismo lugar de la tragedia...

P: Hay que decir algo sobre ese suicidio. Al igual que la violación, está fuera de campo. Nos enteramos de que la mujer se ha lanzado al río, pero no la vemos hacerlo, tampoco vemos su cuerpo flotando, salvo un destello muy tenue, un celeste que simula un vestido y que aparece sobre el río. Creo que ahí hay un primer acercamiento al papel que va a cumplir ella durante el resto de la película; en los momentos más críticos de su existencia, nosotros no la vemos, apenas la intuimos. Es el primer fantasma que vamos a tener en la historia, salvo, por supuesto, este par de indeseables que ahora, por la forma en que los describió Ramírez, se convirtieron en los ángeles guardianes de todo este asunto. 

R: De alguna forma son la versión perversa y anticipada de Damiel y Cassiel, esos ángeles buenistas de Las alas del deseo, de Wenders (quien, como hemos ido comprobando, es la bestia negra de Ruiz durante los años 80). También pueden equipararse a Bouvard y Pécuchet, Vladimir y Estragón, Laurel y Hardy, Abbott y Costello, en fin… Así como los ángeles wendersianos tienen una suerte de imperio sobre el mundo vigil —es decir, circulan entre nosotros sin que los veamos—, los demonios de Ruiz viven en medio de los vivos, pero su real dominio es el trasmundo, la esfera onírica. La película —otra vez, adelantándose a Wenders— va y viene entre el color y el blanco y negro, y usa este último para aludir a los dominios de Alain y Marcel. Es allí donde Melvil Poupaud (que interpreta al hijo de la suicida) encuentra por fin a su madre después de una deriva gradual que aleja al niño de su padre, un doctor que ha vuelto a casarse pero cuyo destino está unido firmemente al de estas bestias. Otra cosa: frecuentemente en la película vamos viendo imágenes de gente que, sin explicación, circula por el mundo haciendo sus vidas con los ojos cerrados. La metáfora no es muy buena, ni tampoco la ejecución, demasiado burda para los estándares a los que Ruiz nos tiene acostumbrados. Mejor le sale ese desquiciado ir y venir de los demonios, que a veces se toman un café entre los despiertos y a veces atienden público en su consulta (como si fuesen psiquiatras del trasmundo). En ocasiones dedican tiempo a joderle la vida a ese padre, que interpreta Jean Badin, otro regular de los filmes ochenteros. Lo más inquietante del asunto es que este parece no tener solución dramática aparente: Poupaud está virtualmente suspendido entre la esfera de los dormidos y los despiertos, y allí se quedará.

P: Melvil Poupaud viene desde hace un rato interpretando al personaje que pregunta. No es sólo un niño curioso, es también alguien que oficia como médium entre varios mundos distintos (Malo en La ciudad de los piratas; Jim, en La isla del tesoro). Como seguimos hablando de espectros, al igual que en buena parte de las películas que hemos visto, Poupaud —aquí se llama Michel— es capaz de conversar con las sombras chinescas de su casa, reconocer a los fantasmas que aparecen y, de alguna manera, comportarse como el dueño de todo en esta casa embrujada (otra casa embrujada más). Tal vez por eso también tiene esa resistencia automática a la nueva esposa de su padre.

Q: Un detalle es que el médico se casa por segunda vez con otra mujer que fue violada también en el Pont de l’Alma por Monstruín y Monstruón y, luego, la película establece un extraño vínculo entre todos los personajes: el médico, su nueva mujer, el niño y los monstruos (a los que llama “tíos”). Y hasta hay un ciego que cumple también una función de enlace. Pero también reaparece su madre, que luce en el pecho una cicatriz en forma de boca (tal como hemos comprobado en las últimas películas, no falta la escena gore). Toda esta comedia de enredos y horrores, Ruiz la describe en una entrevista para Film Comment reproducida por Cuneo como “un sueño, una amable y dulce pesadilla, melancólica y sentimental que no estaba prevista”. Al parecer se llegó a ese desarrollo, según el mismo Ruiz, debido a “problemas que hubo en el rodaje”. Si esta es la versión dulce y amable, no me quiero imaginar cómo era la película que Ruiz quería filmar.

R: Supongo que se refiere a cierto tono melancólico de los decorados, a lo vaciado y laxo que lucen algunos planos y a un airecillo moroso en las interpretaciones. No me convence esa aura sentimental a la que se refiere, pero sí consigue que ese tono tristón le dé unidad y relacione entre sí algunas escenas —sobre todo las de la sección del medio— que están al borde de lo inconexo. Lo peor son esas escenas de Frank Oger, que repite el papel de ciego que Ruiz le había asignado en Las tres coronas, pero en clave de remedo: se supone que vienen a ser una elaboración de esos “durmientes despiertos” que circulan por el film, pero su rol está subescrito y actuado muy a la rápida, apenas bosquejado.

P: ¿No les da la impresión de que de nuevo hay cierta obsesión por hablar de la casa como otro personaje? Hay muchas tomas en donde lo que más vemos es pared y sombras, casi no vemos a los personajes. Planos que están destinados más a mostrar decorados que otra cosa, pero todo con una carga, recordándonos que ese espacio tiene algo que puede ser siniestro. 

R: A mí me preocupa menos esa obsesión que la falta de energía que se divisa al crear estos espacios alucinados. O sea, es cosa de comparar la deslavada guarida de Alain y Marcel con el distorsionado departamento de La presencia real o la mansión espectral de Bérénice. El presupuesto de esta película debe haber sido igual de minúsculo que el de esas dos, pero los retornos artísticos que obtiene aquí son decrecientes. Me pregunto si todo el frenesí de los años 83, 84 y 85 no le habrán estado pasando la cuenta a este hombre; después de todo, en ese lapso hizo casi 15 películas. Desquiciante.

Q: Puede ser que este sea un Ruiz cansado y hasta en conflicto con los productores o algo así, pero a mí lo que me preocupa de la película es que no entiendo de qué va, de qué se trata, con qué se relaciona. Ruiz dice por ahí que dado un conjunto de temas de elementos heterogéneos, siempre hay un sistema que los engloba, pero parece más bien un modo de salir del paso ante la acumulación de escenas inconexas entre sí. No sé si hay algo que se me escapa, pero se me escapa por kilómetros. ¿Qué se le perdió a Ruiz entre estos fantoches? Yo no encuentro ni referencias culturales, ni cinematográficas ni políticas ni filosóficas. Solo un embrollo de familia, con cuestiones de violencia, de culpa y de filiación, como una especie de psicodrama negro, siniestro y gratuito.

R: Restos diurnos, fragmentos de sueños cuyo eco no hace mucho sentido para quien los ve en pantalla y luego los olvida. Ruiz haciendo un cover de Buñuel (de ahí, a lo mejor, la presencia en el elenco de Lonsdale, que sale en El fantasma de la libertad), pero claramente esos dos mundos no bailan al compás. No juntan ni pegan.

Q: Es como que me falta un aparato para interpretar de qué va todo esto. Ruiz en este momento tiene 44 años. Como que ya no es la película de un hombre joven, pero tampoco es la de un hombre maduro. Me gustaría entender en qué pensaba en esta época, saber con qué sistema de referencias estaba metido, con quién discutía mentalmente.

R: Probablemente consigo mismo.

Q: Creo que siempre discutió consigo mismo. Solo que aquí no se sabe sobre qué tema.

P: Qué puedo decir, no se me ocurre nada. Pero una cosa sí les puedo asegurar: las discusiones con uno mismo son las más rudas. No quiero imaginar lo mal que lo estaba pasando Raúl en esos momentos.