Diálogos Exiliados (43): Memoria de apariciones

Fiel a su modus operandi de transformar todo lo que llegaba a sus manos, Ruiz tomó lo que le interesaba de La vida es sueño y con ello fabricó una alucinada fábula acerca un profesor chileno que visto en la necesidad de aprender las identidades de 15 mil militantes de su partido las "esconde" en los versos de la obra de Calderón de la Barca. La premisa, digna de un thriller sicológico, es el punto de partida de una reflexión acerca de la memoria, de los ideales y los fantasmas que ésta aloja. Espectros que se despiertan en este filme de ambición suprema.      

Memoria de apariciones (1987)

 

Christian Ramírez: Se nos recuperó Ruiz, ¿cierto? En comparación —al menos— con lo inmediatamente anterior, este híbrido entre teatro y cine está mucho más logrado que los anteriores, y no sólo por un asunto presupuestario (se nota que hubo dinero aquí) sino también porque se divisan flashazos de la energía y el ingenio ruiciano que en las últimas películas andaba medio alicaído…

Alejandra Pinto: Súmale que ahora regresa Chile como tema. Estuvo catorce años sin tocarlo directamente (desde Diálogos de exiliados) salvo su desvío en el corto El regreso de un amateur de bibliotecas. ¡Algarabía!

R: Era el gran elefante en la pieza a esas alturas… Al contrario que casi todos los realizadores chilenos en el exilio, Ruiz había evitado las referencias directas al Chile post 11 de septiembre de 1973 y a la aplanadora de la dictadura, de hecho incluso aquí no son tan frontales como en los filmes de Littin. Veamos: Memoria de apariciones es la historia de Ignacio Vega, un profesor que en 1974 emprendió una tarea semi imposible: registrar en su memoria los nombres de 15 mil militantes. La solución que encontró es insólita —o cuando menos extremadamente ruiciana: haciendo un ejercicio mnemotécnico los “escondió” al interior de los versos de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. El punto es que ahora, diez años más tarde, de vuelta en Chile y alojado en un hotel de Valparaíso, tiene que por fin recordarlos y se da cuenta que no puede. Algo desesperado, recurre a otra solución: comienza a ir a la sala de cine que frecuentaba en su infancia, con la esperanza de traer esos recuerdos de vuelta. Nada mal, como argumento de thriller sicológico.

Quintín: Claro que la historia de este Ignacio Vega viene alternada con otra película, que es la adaptación de la obra de Calderón (Ruiz venía de hacerla en teatro por cuenta de la Casa de la Cultura de Le Havre) y, como este es un film de Ruiz, las dos historias se mezclan, la de Vega y la del príncipe Segismundo, y los personajes terminan uniéndose fuera de la pantalla. Hay una tercera línea argumental, que tiene que ver justamente con la infancia de Ruiz, las películas que veía con sus amigos y hasta los juguetes y los objetos que había en su casa. Esto da una ensalada que tiene todo tipo de condimentos, hasta una escena que parece no provenir de Calderón sino de Los tres mosqueteros. También hay referencias a El hombre de la máscara de hierro —intriga que el propio Dumas incluyó en la tercera novela de los mosqueteros, El vizconde de Bragelonne—, pero en ese caso ocurre que la historia de Segismundo es la misma que la del hermano gemelo del rey de Francia, encerrado para que no le dispute el trono al heredero. Así aparecen otras películas, otras referencias, incluso a “un thriller filmado antes de la guerra” que bien podría ser Los 39 escalones de Hitchcock o una película de ciencia ficción hecha con filtro verde. Hasta hay algunas imágenes (posiblemente descartes) de Las tres coronas del marinero.

P: Nuevamente tenemos una referencia a los recuerdos, a los sueños y a los fantasmas: una vez que Ignacio Vega entra al cine, los recuerdos se hacen vívidos a través de los fantasmas que aparecen entre las butacas. Estos personajes corren, chocan y se mueven, y él parece no verlos. De alguna manera se me antoja a esos recuerdos que se te vienen a la cabeza cuando vemos o leemos algo que lo activa. El protagonista necesita recuperar los nombres de esas 15.000 personas, y aquí tenemos su primera aproximación a ese recuerdo. Por otro lado, la habitación del hotel donde se está hospedando, ¿no les recordó a una de las habitaciones de La maleta? Está filmada con tomas muy similares y una disposición familiar.

R: En cierta forma, lo que se hace carne es la vieja fantasía del cine (y sus personajes) invadiendo la realidad, cruzando la pantalla hasta las butacas, llevando la película, sus peripecias y batallas, hasta la platea misma. El film hace referencia a ese estado líquido entre realidad y ficción en diversos momentos y formas: al principio, el profesor Vega va al cine para recordar, pero resulta que las imágenes lo interpelan sin cesar. Tal como dice Q, empezamos a ver secuencias de diversas películas que el profesor supuestamente mira en este rotativo que no se apaga jamás. Está ese guiño a Los 39 escalones, pero también una secuencia en blanco y negro con ecos de las cintas de misterio protagonizadas por Peter Lorre y Sydney Greenstreet (El halcón maltés, Across the Pacific y un guiño a Casablanca), una referencia al pasar a los musicales de Stanley Donen para la MGM —de hecho, alguien pronuncia la frase “It’s Always Fair Weather”, que es una de las pelis del binomio Donen/Kelly—, la repasada a las películas de espadachines y mosqueteros ya mencionada; en fin, un cuanto hay de citas semi verdaderas y semi falsas. Lo interesante es que no se trata de un gesto de cinefilia ombliguista. Ruiz no es Wenders. Menos mal. Su gesto es más genuino y siempre al servicio de la historia, un poco al estilo de Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo (otra película donde humanos reales y ficcionados atraviesan la pantalla de un lado a otro, en forma indistinta). Vega, de hecho, va más lejos todavía: el tipo es capaz de tomar distancia de estos invasores de lo real, así que en un momento de la función se para y va detrás de la pantalla, y lo que encontramos es una estación de policía (!!), completa con funcionarios, detenidos y máquinas de escribir. Es decir, esas ficciones que andan sueltas ya no son las de un simple niño alucinado con el cuento que le cuentan: la cara menos amable de la vida también atraviesa el ecran.

P: Tiene sentido porque además, Ruiz siempre se presentó como un director lejos de la cinefilia. Hay algún escrito donde dice que él entiende a las personas que no van a ver sus películas, porque él tampoco va a ver ninguna. De adulto, su relación con el cine es circunstancial, no quiere ni le interesa posar como un gran conocedor. Bueno, me cae muy bien.

R: Da la sensación de que todo este juego algo barroco (sí, barroco) de citas y contra citas sirve como preparación de una proposición de verdad ambiciosa: los detectives que Vega encuentra tras la pantalla son trasunto de sus verdaderos perseguidores, los agentes de la dictadura de Pinochet a principios de los 70. Estos tipos, reales o no, comienzan a visitarlo y acosarlo en su pieza de hotel y finalmente tratan de asesinarlo en el cine, como si se tratase de una escena de acción  proveniente de las tantas películas que exhibe la sala. Una de las balas —que Ruiz ilustra con el haz de luz del proyector— le da finalmente en la cabeza, pero en vez de matarlo lo hace “despertar”. Tal como le pasa al príncipe Segismundo en La vida es sueño, lo que parecía real, resulta ser una ilusión. Vega despierta y está recostado en un campo, con la cabeza ensangrentada, rodeado no sólo por sus antiguos camaradas sino además por los agentes, por los asesinos. Al final todos estaban muertos. El cine, el hotel, los versos, los 15 mil nombres, todo era parte del sueño eterno.

Q: Me parece que todos estos ingredientes digresivos forman parte de una estrategia de Ruiz: aligerar la pesadez de la adaptación de la obra de teatro (que debía incluir por alguna razón contractual o algo así), que ahoga la película con su solemnidad y sus sobreactuaciones. Ruiz la deshace todo lo que puede, hasta mete un interludio con su habitual obsesión con la mutilación, en este caso con la de la gente que anda por ahí sin pezones. Pero, tal vez más interesante es que esas gambetas que le practica a la adaptación sirven para reunirse finalmente con la obra de Calderón de otro modo, de un modo acaso sorprendente. La vida es sueño es, entre otras mil cosas, una película sobre la reconciliación después de la violencia. En el libro de Bruno Cuneo, aparece una cita de Ruiz en una entrevista con Ascanio Cavallo: “(la película) Trata de eso, de la reconciliación, que me parece pensable pero no posible”. Y eso nos lleva a un terreno bastante pantanoso, porque no hay duda de que la historia de Vega, quien supo ser parte de una red militante de izquierda en la que todos murieron de cirrosis y terminan encontrándose con sus perseguidores después de la muerte (cuando diez años después, ni a unos ni a otros les importa en verdad el juego político-policial), es una alegoría que implica una mirada sobre la historia y la política chilenas que ningún cineasta rozó siquiera y que Ruiz apenas se atreve a sugerir. La idea de que la reconciliación no es posible pero al menos es pensable, va contra cualquier cosa que se piense hoy desde la izquierda y desde la derecha. Ruiz se vuelve, una vez más, inesperadamente actual. Y, esperablemente, va a contramano de la opinión dominante.

P: Todo esto me da una tristeza del demonio. Pienso en el año ’87, estando ad portas de un plebiscito, con alguna esperanza de que las cosas finalmente podían tener un buen término, y mirando esto pienso en la terrible realidad de que no hay posibilidades de reconciliación. Ruiz está en Francia, nos está mirando desde allá y nos recuerda que no hay que darle mucha vuelta a esto. Aquí estábamos en modo denuncia y, tal como ahora, me imagino que mucho de eso tenía que ver con hacerse de un espacio para poder expresarse en medio de la dictadura, pero ¿que más desesperanzador que esta certeza de que la reconciliación —y también un lote de cosas más— es pensable pero no posible? El juego de juntar a nuestro Ignacio con sus perseguidores, ¿no es también restregarnos en la cara que acá nunca vamos a tener paz?

Q: Me parece que hoy en Chile nadie piensa que se vaya hacia la paz de ningún tipo. Más bien todo lo contrario. Ruiz lo había visto mucho antes, pero también se había dado cuenta de que, al menos de su parte, no pensaba volver a incursionar en la guerra. Tal vez la melancolía de su cine tenga que ver con ese camino sin salida.

R: Hay un rictus de amargura en ese gesto final de ponerlos a todos juntos —quiéranlo o no— en esa suerte de trasmundo que no parece ni paraíso ni infierno. Por un lado, me recuerda a esa frase que va puesta en un cartel al final de Barry Lyndon, de Kubrick: “Y fue en el reinado de Jorge VI que todos los antes mencionados vivieron y se enfrentaron; buenos o malos, bellos o feos, ricos o pobres. Todos son iguales, ahora”. Sin embargo, Ruiz no opera con grandilocuencia kubrickiana (no podría, le subiría la presión), su gesto es mucho más casual y por lo mismo muchísimo más inquietante. ¿Se acuerdan que hace mucho tiempo echamos mano de algo que Ruiz le dice a Benoît Peeters en esa larga conversación que ambos fueron sosteniendo a través de los años? Casi al final del diálogo, Peeters le pregunta qué si acaso él no encuentra que con todo su ingenio, una ciudad como París era un entorno más favorable que Santiago para trabajar. Y Ruiz, como siempre, le retruca con otra cosa: le contesta que allá por los años 90, al final de una comida bien servida y bien regada junto a un grupo de amigos, se pusieron a jugar a un juego macabro. Preguntarse qué les habría ocurrido si en Chile no se hubiera producido el golpe, si la Unidad Popular hubiera podido terminar su período y ellos se hubieran quedado en el país. “Hubo muchas hipótesis, pero al final todas concluían del mismo modo: estaríamos muertos desde hace tiempo”. Algo de eso emerge aquí, en Memoria de apariciones; de alguna forma esta pandilla se parece a esos comensales de Nadie dijo nada, que siguen cenando en la vida y en la muerte, con Dios y el Diablo sentados a la mesa. Una memoria en clave de recuerdo, de broma macabra y de pesadilla.

Q: En todo caso, no es una película para ponerse muy contento.