Diálogos Exiliados (16): La vocación suspendida
Es revelador que para su primer largometraje plenamente francés, Raúl Ruiz haya decidido adaptar un texto tan denso y clausurado como La vocation suspendue, de Pierre Klossowski. Algo había al interior de esta novela que le recordó al director sus pasadas aventuras en la política chilena, pero antes que todo era la chance de plasmar un universo poético sin concesiones y eso para Ruiz era algo irresistible.
La vocación suspendida (1978)
Quintín: ¿Por dónde empezar?
Christian Ramírez: Habría que partir por decir que esta es la segunda vez que nos lanzamos a dialogar sobre La vocación suspendida. Y nos es que el film nos haya ganado. Más bien al revés: pensamos tanta cosa que la conversación original -de la que, mientras escribo esto, todavía no sé cuánto va a sobrevivir- tuvo que ser reformulada al completo. Tal vez porque la película se presenta así misma como un muro sólido, pero que al mismo tiempo está repleto de rendijas por donde se revelan una pila de cosas, tal vez más de las que puede manejar un espectador al mismo tiempo: informaciones, correcciones, comentarios, intrigas, conspiraciones y significados dobles, triples y hasta cuádruples…
Q: En tren de hacer confesiones -el tema de la película se presta-, habría que decir que quedamos un poco espantados después de verla. Y no sólo esto, también quedamos espantados de la novela que le da origen. La leí dos veces, vi dos veces la película y, cuando nos pusimos a conversar, no había podido juntar dos ideas coherentes. De modo que la primera reunión fue para mí un intento fallido de atrapar La vocación suspendida en una red cuyos agujeros dejaban escapar todas las cosas interesantes. Pero la culpa es en parte de Ruiz, que sembró una serie de pistas falsas, que conectan la situación política de Chile en los setenta con las preocupaciones de Pierre Klossowski, quien publicó la novela en 1950. Ruiz estrenó la película en 1978, en otro contexto histórico y político. Sin embargo, en varias entrevistas, dijo que los conflictos en el seno de la Iglesia que describe la novela le hacían acordar a los que él había vivido en la izquierda chilena en los años previos y, de algún modo, sintetizó esa relación en la frase con la que empieza la película y que él le atribuye a San Agustín y a Stalin: “En una ciudadela asediada, toda disidencia es traición”. A esa frase Ruiz contrapone otra: que toda institución que pretenda sobrevivir y fortificarse necesita comportarse como una ciudadela asediada. Es una fórmula ingeniosa y sugerente, pero la película se ocupa solo de curas, del mismo modo en que se ocupa la novela, aunque en ésta se sugiere que lo que acontece tiene algo que ver con la Ocupación Alemana y la Resistencia, aunque eso se pierde en el film. De modo que estamos ante un caso como el de Palomita blanca, solo que la novela de Lafourcade es un objeto cultural chileno más bien bajo, es decir, pop, mientras que este es alto y francés. Ruiz, quien estaba empezando a hacer carrera en Francia, tenía que mostrarse a la altura de la exigencia y darle una vuelta a una novela que justificara su trabajo. De hecho, parece haberlo logrado: si uno mira la Wikipedia, dice que Klossowski estaba más bien olvidado en Francia, pero que revivió gracias a las películas de Ruiz.
R: El problema es que el propósito de Ruiz es doble: por un lado dice encontrar una conexión entre las divisiones de la izquierda latinoamericana y las conspiraciones eclesiásticas de Klossowski, por otro, desarma esa supuesta conexión en la película misma y entremedio se divierte con un sinnúmero de entelequias que, aunque a pesar de ser muy fieles al libro, lo desbordan.
Alejandra Pinto: En el libro de Cúneo se cita una entrevista con Benoît Peeters, en la que Ruiz dice que al empezar a filmar en Francia descubrió que no podía seguir haciendo las cosas como en Chile, que había ciertos modos que se le escapaban: “dominaba mal los códigos. Necesitaba jugar con la retórica en general”; y que esta historia es una oportunidad para cobrarle cuentas a la Iglesia Católica y a la izquierda chilena. Una especie de venganza, diría yo, como niño criado en colegio religioso y joven formado observando al partido. Es muy fascinante, y lo digo desde mis propias obsesiones, porque esta película se pasea entre lo surreal y las novelas de mafia y siempre he creído que la Iglesia tiene algo de esa cosa imaginaria mafiosa italiana. Le da otro cariz a la novela de Klossowski, que a decir verdad se me hizo super complicada. La película también, para ser bien franca, así que hoy vengo haciendo muchas preguntas. Quedan advertidos.
R: La vocación suspendida tiene fama de película deliberadamente “difícil” -y en verdad lo es- pero creo que al interior de eso hay una trampa. En una entrevista que se incluyó como extra en el DVD de la película -y que fue hecha en Chile, al parecer en el set de La recta provincia, allá por 2006-, Ruiz dice algo clave: “quién iba a pensar que estos relatos esotéricos europeos con los que jugábamos entonces iban a ponerse de moda treinta años después con películas como El código Da Vinci”. Al menos una parte del juego ruiciano, quizás no la más importante, pasa por ahí. La esotérica tiene dos costados: uno es su aspecto oculto, cerrado, limitado al consumo y a la comprensión de unos pocos elegidos; la gente que está enterada, los tipos que tienen los suficientes estudios y los medios para desentrañar todas las referencias y las discusiones incluidas en la trama. El otro aspecto es bastante más frívolo: la esotérica también está destinada a matar el aburrimiento; funciona como un recurso para dejar que el tiempo pase mientras uno se emplea a fondo en estos laberintos. La vocación suspendida -la película, no así el libro- tiene estas dos dimensiones, y yo agregaría una tercera: la del pastiche. Algo fabricado imitando un cierto estilo, y pasándolo bomba, divirtiéndose mucho en el ejercicio. Me hace sentido que la película de Ruiz haya llegado casi al mismo tiempo que El nombre de la rosa, la novela que Umberto Eco publicó apenas un año y medio después.
P: Pero hay una diferencia notoria ahí. Eco logra, de manera extraordinaria, transmitirnos el deseo de caminar por el monasterio del que habla y conocer los conflictos que tienen estos monjes, principalmente porque esos conflictos también se nos presentan en lo secular. Lo que nos muestran Klossowski y Ruiz va más allá, y quiero pensar que lo ininteligible se nos aparece precisamente porque no tenemos acceso a ese tipo de conversaciones. Lo exponen como algo muy cerrado también.
R: Eso tal vez ocurre porque Eco escribe desde lo arcano mirando hacia un lector común. Ruiz parece ir al revés: en la película es lo cotidiano lo que se convierte en inaccesible.
Q: En el fondo, hay una especie de malentendido. Klossowski es un pensador que tiene mucho de esotérico, pero el truco es que Ruiz, que se presenta ante los franceses como un exiliado chileno y todo eso, también es un esotérico, pero más secreto. Hay un artículo de Foucault sobre Klossowski, en el que habla de la continua presencia del doble en sus novelas, pero no hay nadie a quien el tema del doble obsesione tanto como a Raúl Ruiz. Foucault dice que Klossowski es un escritor del simulacro. Pero Ruiz es también un cineasta del simulacro. Ruiz hace una película doble, donde una parte está en color y otra en blanco y negro. Lo explica diciendo que se trata de dos películas realizadas a partir de una original. Pero también dice que una es una corrección que toma materiales de la otra. Pero, en verdad, no hay ningún código que explique o dé cuenta de por qué cada parte está filmada de determinada manera. El embrollo de Klossowski, con sus conspiraciones y contraconspiraciones, a Ruiz lo atrae poderosamente, aunque tampoco intenta adaptar textualmente la novela. La vocación suspendida es la intersección de dos esoterismos, una intersección confusa, que hace que la película pierda el hilo de la novela que, después de todo, es el camino que lleva al protagonista a abandonar su vocación religiosa.
R: Ruiz cuenta que dio con el libro casi por casualidad: estaba esperando encontrarse en una librería con Michel Ciment, el editor de Positif, pero se había equivocado de semana -había dejado plantado Ciment la semana anterior-; en fin, mientras esperaba se puso a hojear libros, dio con La vocación suspendida y se leyó sus cien páginas ahí mismo. No pudo parar. Lo insólito es que trabajó mucho adaptando el libro (escribía los diálogos en español y otra persona, siguiendo las indicaciones del director, los traducía en un francés muy seco y repleto de arcaísmos), pero no estoy seguro de que, pese a toda esa literalidad, haya conseguido o haya querido plegarse de verdad a lo que Klossowski estaba proponiendo en el libro: narrar la subversión de un joven seminarista al interior de una institución repleta de laberintos reales y conceptuales. Sabemos que el dilema clásico de la adaptación literaria es cuán fiel te permites ser a tu fuente original y cuánto alcanzas a escaparte de ella. Con Ruiz no funciona así.
P: Es ese punto el que me provoca conflicto. Porque a diferencia de lo que pasó con Palomita blanca, esta película sí contiene el espíritu de la novela. De hecho, había pensado que el cambio de color a blanco y negro servía para establecer dos tiempos paralelos, pero ahora, a la luz de la conversación, no logro distinguir esos tiempos y sí creo que puede ser una manera de señalar distintos estados mentales. El tema es ¿para qué vamos a acceder a eso? No tiene sentido. A estas alturas tampoco me imagino a Ruiz haciendo ese juego. ¿Es esta película su ejercicio más extremo, hasta ese momento, sobre el juego del doble? Este factor estirado hasta el infinito hace que también termine siendo una película de terror, o que se sienta como eso.
R: Ya vimos que en Palomita blanca respetaba bastante el tenor de los acontecimientos narrados y, sin embargo, nadie podría decir que la película le debe algo al espíritu del libro de Lafourcade. En el caso de La vocación el impulso del realizador es, si cabe decirlo, diabólico: la historia de este seminarista que va pasando de convento en convento, sumergiéndose en una suerte de guerra eclesiástica soterrada, donde corrientes de ortodoxia se baten a muerte con células de devoción mariana, laicos que funcionan como agentes libres al seno de la doctrina, pintores que introducen mensajes ocultos en sus frescos, mientras otros que opinan que el contenido de esas pinturas deben ser decididas por la comunidad misma; en fin, toda esa larga caterva de conflictos intestinos derivan casi en forma literal del libro. Todo está ahí. Pero claro, Klossowski está escribiendo esto poco después de acabada la Segunda Guerra y en medio de una iglesia preconciliar. Ruiz concibe su película en el post mortem del socialismo latinoamericano, fragmentado hasta el infinito en decenas de facciones que acaban mirándose con cierta desconfianza entre sí. ¿Le habrá hecho sentido al escritor esa interpretación?
Q: Creo que aquí subyace una idea borgeana, la de Pierre Menard, el personaje que vuelve a escribir El Quijote y lo hace literalmente, pero el paso del tiempo hace que lo que él dice no sea lo mismo que lo escrito por Cervantes aunque haya usado las mismas palabras. Esta es la primera película grande (de un presupuesto relativamente alto) que Ruiz rodó en Francia y no creo que se sintiera tan cómodo como había estado en sus filmaciones anteriores. En esa entrevista filmada que dio en Chile el 2006, los últimos cinco minutos son absolutamente brillantes, un ejemplo de la astucia de Ruiz al máximo nivel. Allí dice que su película antecedió a los thrillers eclesiásticos, pero también que las disputas escolásticas que Klossowski veía en la Iglesia en los 50, que se habían apagado en los 80 (y que Ruiz encontraba entonces en el Partido Comunista y la izquierda en general), insólitamente reaparecieron en los 2000, cuando las querellas en la izquierda ya no eran tan feroces. De esa manera, pone en escena una especie de tiempo cíclico y lo encadena con una idea que toma de Borges, la de las influencias a posteriori, una teoría de una elegancia extraordinaria, que da lugar, a su vez, otra idea brillante, la del cine como arte de la resonancia -un término que toma de la biología- donde todo se comunica con todo y lo que importa es conectar mundos en lugar de filmar obras maestras. Es todo un manifiesto sobre el cine, comparable a los del surrealismo, pero completamente unipersonal. Ahora, dicho lo cual, no creo que eso mejore la película, a la que le resulta imposible fluir en algún sentido, algo que no le pasa a la novela, que desliza una alegría soterrada, en las antípodas de la tristeza que se desprende de la película. Una tristeza tan indisimulable como la fealdad del fresco que pintan los monjes.
P: Ese fresco horripilante se parece mucho a las pinturas que habían en las parroquias que visitaba cuando era niña. Se suponía que tenían que inspirarte, sensibilizarte en tu fe, pero nada, no lo lograban de ninguna forma. Una, como niña criada al alero de la iglesia católica, tiene una relación cercana con esas cosas espantosas.
R: Todo eso al final es parte del rocambol, de esa cosa juguetona que tiene esta película que a primera vista parece tan seria y habla de cosas tan arcanas. Ahora, eso se advierte desde el inicio mismo, porque el film no tiene una sino dos introducciones, un texto que va corriendo en pantalla, y otro que se escucha en la pista de audio y no tiene nada que ver con el anterior. En la intro “hablada”, que podríamos llamar borgeana, el narrador dice que la película que vamos a ver está compuesta por material que proviene de dos rodajes inconclusos -uno realizado en 1942, en blanco y negro, y otro en 1962, en colores-; ambos narran la misma historia, pero con perspectivas opuestas. Luego, el narrador dice que los curas, con tal de terminarla de una vez, juntaron ambas películas en este híbrido. Sin embargo, y tal como nos pasa una y otra vez con Ruiz (que al describir sus películas cuenta cosas que no están en pantalla o que son muy laterales), el montaje de La vocación suspendida no las hace chocar entre sí: lo que hace es vincularlas; las aproxima, hasta el punto que si un personaje pregunta algo en una toma en blanco y negro, el que le contesta puede estar en colores, y el espectador no se extraña, o más bien se resigna a que esta película funcione así.
P: Ahora, esa fragmentación a la que hace alusión Ramírez, ¿cómo se demuestra? ¿Es por eso que tenemos esas mini conversaciones dentro de la película que parece que no derivan en nada? De hecho, retomando la entrevista con Peeters, Ruiz dice que los actores y actrices, producto de un marcado y largo ateísmo, habían tenido que aprenderse los diálogos de manera fonética, porque el germen del asunto no les hacía sentido. Esto que parece una broma, visto en pantalla tiene un costado muy serio. Hay un momento en que en medio del diálogo, entramos en una especie de letanía, con palabras y tonos que se repiten, y ahí creo que también hay algo que parece ser una decisión de Ruiz, de sobrepoblar, de llenar los espacios que estamos conociendo, evitar el horror vacui, entrar y embriagarnos en la palabra. Yo no hablo nada de francés, pero hubo momentos en los que opté sólo por escuchar el tono de las voces y la forma en la que hilaban las palabras y esa letanía me llevó a esas prédicas a las que una asiste no por el rito, sino por la pura palabra, por las ganas de escuchar una buena prédica.
Q: Creo que Ruiz nos pone en el mismo lugar que a los actores: no conocemos la letra y apenas nos suena la música. A mí la novela de Klossowski me terminó fascinando justamente por eso: con la excusa de retratar a unos cuantos curas locos, habla de lo que pasa en otros ámbitos, como bien lo advierte Ruiz. Pero es un camino sin salida: Klossowski dejó de escribir en 1970 (vivió treinta años más, publicando apenas) y Ruiz dejó como testimonio una adaptación fallida -como apunta Alejandra-, pero que no podía ir mucho más lejos sin traicionar su fuente.
R: Parte de lo que me intriga es esa voluntad de Ruiz por hacer contracultura a partir de materiales, en principio, tan ultramontanos. Todas esas dobles interpretaciones que contiene el libro, y todas las de la película también, vienen a contradecir buena parte de los supuestos logros obtenidos tras las revueltas del 68. Lo que está al fondo, lo que sobrevive -parece decir Ruiz-, más allá de las protestas, los mítines, los actos poéticos, el faccionalismo y otros elementos de esa era, son las instituciones y sus propias querellas intestinas. No es cosa de llegar y borrarlas de un plumazo, porque el día menos pensado son capaces de regresar con todo. Es cosa de pensar en la secuencia final de la película, cuando Jerome, nuestro detective seminarista, llega a misa y ve que está dirigida por el pintor Malagrida, un personaje que durante todo el relato ha posado como un libertino. “¿Es de este sujeto que voy a recibir el cuerpo de Cristo?”. El pecador ha devenido en sacerdote sin que nadie proteste, pero la institución permanece. En un artículo que escribió para el número 200 de Positif, en 1977, antes del estreno del film (y que cita Bruno Cuneo), el director escribe: “Hablar de Iglesia, es hablar quizás de burocracia y de dogmatismo. Burocracia por excelencia, no sólo por el simple hecho de que toda decisión depende de otra (de otra en perpetua fuga), sino también porque el proceso mismo genera una decisión que depende de otras; sistema dogmático por excelencia, pues los dogmas son intocables por definición, ya que son revelados y como tales engendran esa apariencia de democracia que constituye el debate permanente entre la interpretación de estos dogmas intocables”. Leo esto y de inmediato pienso en los dolores de nuestra Unidad Popular. Vuelvo a leer, y no sé por qué, pero no me gustaría que esto pasara en la próxima discusión constitucional. Aunque algo me dice que podría suceder. Al parecer todos llevamos el fantasma institucional, como si fuera la marca de Caín en la frente. No hay caso.