Cuando no se escucha a las víctimas. Sobre La mirada incendiada, de Tatiana Gaviola
Siendo válida en términos artísticos la relectura que puede permitirse una ficción, resulta miope hacerla sin la preciada mirada que podría haber aportado su familia sobre el personaje de Rodrigo, que tras ver por fin la película la considera alejada de lo que realmente ocurrió. Escuchar a las víctimas o a sus familiares es una premisa fundamental en materia de derechos humanos que en este caso no se cumplió, lo que devino en una interpretación un tanto laxa de la lucha contra la dictadura que no da cuenta de una una situación tan brutal y extrema como la vivida por Rodrigo y Carmen Gloria.
La polémica ha perseguido incluso desde antes de su estreno a La mirada incendiada (2021) de la directora Tatiana Gaviola, una ficción basada en la historia del joven fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri que fue quemado vivo por militares en dictadura junto a Carmen Gloria Quintana, haciendo que lo que podría haber sido una valiosa oportunidad de preservar la memoria histórica y reafirmar el “Nunca más” haya significado una revictimización para su familia, en una causa que sigue impune después de 34 años.
Siendo válida en términos artísticos la relectura que puede permitirse una ficción, resulta miope hacerla sin la preciada mirada que podría haber aportado su familia sobre el personaje de Rodrigo, que tras ver por fin la película la considera alejada de lo que realmente ocurrió. Escuchar a las víctimas o a sus familiares es una premisa fundamental en materia de derechos humanos que en este caso no se cumplió, lo que devino en una interpretación un tanto laxa de la lucha contra la dictadura que no da cuenta de una situación tan brutal y extrema como la vivida por Rodrigo y Carmen Gloria.
Por cierto que una versión basada en hechos reales no tiene por qué estar totalmente apegada a la realidad, pero en este caso lo que subyace es una intencionalidad de masividad casi de teleserie (a la que el casting también responde), que incomoda y duele. No es la libertad creativa contra lo que reclama la familia de Rodrigo, sino la superficialidad de la lectura que propone la película. En ese sentido recuerda el reduccionismo que plantea la ficción No, de Pablo Larraín, atribuyendo meramente a la publicidad de una franja electoral lo que en realidad fue la conquista de un pueblo movilizado.
Cuando una figura es emblemática de las atrocidades perpetradas en la dictadura cívico-militar, los cambios en relación a lo que fueron los hechos sí importan, sobre todo si responden a un interés por romantizar una historia, cambiando el entorno social, por ejemplo, a una población periférica. Hay en ese gesto, en representar la pobreza idealizada en la lucha, en el de construir romances entre vecinos y en el de presentar a Rodrigo como un joven ingenuo sin mayor conciencia del horror, una intención de acercarla más a una serie familiar televisiva como Los 80 (que en su momento fue innovadora y efectiva en ese género), que a una película basada en hechos políticos de tal relevancia para Chile.
Aquello es incluso más problemático en los tiempos que corren, en que se advierte un riesgo de regresión autoritaria post estallido social disfrazada de medidas sanitarias. Otras miradas de jóvenes como Rodrigo también han sido incendiadas con mutilaciones oculares por parte de agentes del Estado, pero en plena democracia, reviviendo el trauma de la dictadura. Los hechos que la sociedad prometió no ocurrirían nunca más se vuelven a repetir, al igual que la falta de condenas a los culpables.
Si bien cada realizador/a puede apropiarse genuinamente de un pedazo de la historia de la que fue testigo porque los personajes pueden trascender a sus propias familias y ser parte de un legado mayor, en la interpretación de Tatiana Gaviola hay elementos que alertan sobre un afán simplificador y casi oportunista, que más bien usa la temática de los derechos humanos en vez de defenderlos.
Y no es que en dictadura no se siguiera viviendo y que lo cotidiano no haya importado, sino que La mirada incendiada por momentos se queda en ese plano, proponiendo reflexiones básicas y estereotipadas, una excesiva reiteración de las voces de radio Cooperativa convertidas en cliché, con un relato en off del propio personaje de Carmen Gloria Quintana que no está a la altura. “Rodrigo no quería que lo vieran así”, dice con ligereza extrema la voz en referencia a los cuatro días que pasó en el hospital luchando por su vida antes de morir, en una liviandad impropia de una situación de esa gravedad.
Incluso si la pequeña sobrina de Rodrigo -a la que le enseñó fotografía y con la cual tuvo gran conexión e influencia- hubiera contado la historia, ésta tendría más densidad que el relato de quien casi no lo conoció antes de que les prendieran fuego, sobreviviendo Carmen y Rodrigo no. Hay en la elección de ese punto de vista en esta narración imaginada por Carmen Gloria, un elemento acaso panfletario desde la persona sobreviviente, con textos básicos que no contribuyen a una discusión sobre el tema que debería estar a la base, los derechos humanos.
La pornografia del dolor que intuía la madre de Rodrigo antes de poder ver la película (cuestión que exigió a punta de abogados antes de su estreno on line), se hace visible al recrear el crimen. El horror explícito de la escena en que prenden fuego a los cuerpos vuelve insostenible la mirada y, en vez de apelar al "Nunca más", asquea por la manipulación del dolor, reafirmando la frustración de la familia de Rodrigo, que habría tenido mucho que decir si le hubieran preguntado.