Cine en cuarentena (1): La impureza del cine
Asimismo el cine se las vio desde un principio con la enfermedad y el contagio, ya sea por lo insalubre y orgiástico de sus salas de baja estofa, llenas de populacho, desclasados, mujeres y huérfanos, para espanto de los puritanos, aristócratas y positivistas de la época del cine primitivo. Además contaba con un arma diabólica y quirúrgica: el montaje. Este acababa con la unidad del cuerpo humano y segmentaba tanto miembros como órganos internos. Por otro lado el cine demostró poder ser lo contrario, es decir, ser capaz de llegar a tocar sin tacto, mirar sin ser visto, visibilizar siendo invisible y viceversa. El cine fue científico y positivo lo mismo que purulento y negativo.
Para Max von Sydow
Se dice que el cine es un arte impuro, que más allá de su ADN técnico tiene en su composición a las otras artes: pintura, literatura, teatro, música. Hasta de “esculpir” habló Tarkovski. Otros han dicho que tiene algo de operático, de circo; otros que abandonó su superación de la teatralidad para autosuplantarse en una mera ilustración de fábulas. Desde hace unos años se habla de una declinación del cine a la vez de una diseminación de él, la primera debido a la digitalización tanto de soportes como del acervo del cine, la segunda en virtud de anteceder en el orden de lo reproductible, conformando mundo e imaginarios, y que contribuyó a contaminar a unos predecesores -de la TV a los video juegos- que mantienen diferentes dosis de impureza.
Asimismo el cine se las vio desde un principio con la enfermedad y el contagio, ya sea por lo insalubre y orgiástico de sus salas de baja estofa, llenas de populacho, desclasados, mujeres y huérfanos, para espanto de los puritanos, aristócratas y positivistas de la época del cine primitivo. Además contaba con un arma diabólica y quirúrgica: el montaje. Este acababa con la unidad del cuerpo humano y segmentaba tanto miembros como órganos internos. Por otro lado el cine demostró poder ser lo contrario, es decir, ser capaz de llegar a tocar sin tacto, mirar sin ser visto, visibilizar siendo invisible y viceversa. El cine fue científico y positivo lo mismo que purulento y negativo.
Luego el cine creció y se tituló como arte cuando un grupo patológico fue aislado según su conducta entre antisocial y obcecada. Los cinéfilos acudían a las salas no con las bajas pasiones de las parejas hetero y homo sexuales que se desataban en la oscuridad mirando al sesgo la pantalla. Más cercanos a los onanistas, los cinéfilos curaban su enfermedad con más cine, buscaban contagiar, a la vez que distinguirse, temblaban febriles ante las imágenes y sonidos, y prescribían recetas a diestra y siniestra, enfermos de cine. Tanto así que se hizo indistinguible entre hablar de cine y hacerlo. Después de todo, un autor de cine, ya sea un Orson o un Ed, tiene que contagiar a sus productores y colaboradores, lo mismo que al público ante la pantalla, aunque la muerte o el ostracismo sea el precio.
Por supuesto el cine trató a la enfermedad como tema: contagio y epidemia son posibles de agrupar bajo subgéneros, como casos de un índice mayor llamado catástrofe o medicinal. Índice que combinado en base a diferentes posologías constituye historias para diversos géneros como el terror, el thriller, la ciencia ficción, el melodrama, la acción y aventuras. ¿No hay acaso una gran cantidad de personajes doctores en cine? Saber que hay un doctor durante una emergencia (real o en pantalla) da tanto para calmarse como para desconfiar. La suya es la autoridad investida del saber: en él confluyen la imagen y el discurso. Pero bajo su bata blanca y la compañía de enfermos agradecidos, enfermeras y hospitales puede encontrarse la arbitrariedad, la mentira, hasta la locura y la perversión. Son más famosos los científicos locos de ficción que los que han ganado premios Nobel. Pero no olvidemos al personaje que nos incita, tras este rodeo, a escribir estas líneas: el virus.
La pandemia del coronavirus y la situación global, ya sea como pánico que dé origen a un proceso de desglobalización, o la ineptitud o malicia de los organismos sanitarios estatales y los gobernantes del planeta, nos asalta la imaginación con lo ya visto por años y años, como si la tarea social del cine desde la era de la posguerra mundial (1945 en adelante) contribuyera más que nada a prepararnos para el apocalipsis. El planeta enfermo que cae a manos de la humanidad depredadora y el ansia de dominio de castas de poder financiero y cientificista tiene el hálito de la autodestrucción cultural, ya sea por reacción de la naturaleza en contra del dominio al que está sometida, aunque también puede ser fenómeno del propio devenir ecológico terrestre y hasta un “simple” motivo cósmico que acarree la devastación de nuestro planeta; o bien, como creación del propio humano cegado con su fuego proteico y prometeico que desborda sus límites éticos y morales, caso del aniquilamiento atómico y los experimentos con el clima, mutaciones genéticas o virus mortales.
Imaginar el día antes, el día después y el momento exacto es parte de la imaginación y advertencia paranoica del cine en torno a lo incontrolable. Valerse de incertidumbre es la estrategia de cine para responder a las fuerzas biopolíticas de facto. ¿No es ese el mensaje del héroe de Bodysnatchers ante la suplantación alienígena? ¿Puede Vincent Price sustraerse de sus errores en la memoria para sostener un presente hecho de ruinas y condenado al fracaso, al error humano del último hombre en la Tierra? ¿Y, en tiempos medievales, no paga el precio su príncipe Próspero al aislarse con su séquito porque no hay escape a la peste roja? ¿Antonius Block no intenta inútilmente ganar tiempo jugando ajedrez cuando la Muerte ha hecho saber desde el principio -a él y nosotros- que ha estado a nuestro lado desde hace mucho tiempo? En El séptimo sello suena el viento que carga con la invisible amenaza. Algo similar a lo que retoma Shyamalan con sus plantas tóxicas en la ridícula The Happening. Los virus mutantes pueden crear a los antropófagos postmortem de sagas zombies o a los violentos humanos de The Crazies de George A. Romero. Algo bizarro, inverso, sucede en varios ejemplos como los presentados: no es solo el contagio el que hace que conquistadores caigan (como los invasores de La guerra de los mundos) sino lo ineluectable que es la decadencia de la materia. El descubrimiento de la impureza y la afección, el nudo gordiano donde todo está unido y se mueve, muta, evoluciona, degenera, vive, muere. En una imagen clara: el cine de Cronemberg.
Más que citar ejemplos, cada quien tiene sus preferencias, la invitación de estos tiempos en cuarentena es mantener la imaginación abierta, aunque tengamos que mantener las bocas cerradas. Si en El Decamerón se contaban cuentos, ahora nos podemos pasar películas y compartirlas. Con tiempo a disposición y en clausura podemos tratar de buscar una salida al interior, a lo que se encuentra escondido atrás, al fondo, al final, como en el set de Inland Empire. Tal vez ahí esté lo que no pudo encontrar el antihéroe de Epidemic. Lars Von Trier lleva al paroxismo la paradoja borgeana del investigador-culpable y la metáfora del cine pandemia: el poder del ventrílocuo, del hipnotista, del escritor es el espejo de la maléfica fuerza irresistible del médico que quiere curar mientras va esparciendo la enfermedad. Una espiral que no para de crecer y contaminar hasta hacerse mundo y no referirse más que a sí misma, es decir, no hay un afuera de ella. Si él no hubiera salido nada habría pasado, pero tampoco habría película. En el otro caso -en la película de Lynch-, el cine, es decir, el registro visual y sonoro, es la caja de pandora. Pero en ambos casos todo es inútil. En otras palabras, es el precio que se paga por la creación perfecta. Resulta letal como un Alien. Su contenedor, el cine, ese arte impuro, se encarga de transmitir la enfermedad.