Argentina,1985 y 1976: Del cine de memoria y sus pasajes al presente

Es en este marco que aprovecharé de comentar algunos elementos que presentan estas dos obras del cine de la memoria, lo cuales, según mi lectura, no son tan pulidos ni respetuosos de los límites a los que el género está acostumbrado, sino que muestran sus propias variaciones: una grieta de mordacidad en la primera película, y un depósito de emocionalidad en la segunda.

Dos películas de ficción estrenadas en este segundo semestre del año están causando efectos concretos en los medios de comunicación y conversaciones sobre cine. Además, ambas han tenido estrenos en festivales internacionales de renombre. Argentina, 1985, de Santiago Mitre, fue premiada en Venecia y ha tenido una repercusión más popular por características que la envuelven en el rótulo de película hecha para las masas; su estreno sólo en cines independientes apenas duró un par de semanas en cartelera, mientras que en Prime Video estará disponible para sus suscriptores por un tiempo indefinido; situación similar tuvo el largometraje Roma (2018) de Alfonso Cuarón, filme producido por Netflix y que también persiguió la nominación a los premios Óscar. La otra película es 1976, el debut detrás de las cámaras de la reconocida actriz nacional, Manuela Martelli, esta ha seguido un camino distinto a nivel comercial, sin embargo, ha estado dando noticias durante su gira por festivales en Chile, Europa y Japón (representará a nuestro país en los premios Goya 2023), a medida que, de manera simultánea, está siendo proyectada en varios cines locales durante su –tercera- semana consecutiva.  

Estas películas tienen otra cosa en común además de la atención que han generado en el mundo, ambas responden a la temática del “boom de la memoria”, movimiento que resuena desde principios de este milenio y que ha sido usado para hablar del pasado en múltiples formatos y disciplinas artísticas. Quienes lo han estudiado críticamente reconocen en estos objetos tres características: 1) se centran en una narración eminentemente continua, 2) se trasladan al pasado sin establecer dialéctica alguna con el presente, y 3) se extiende sobre ese pasado un tono de reconciliación. El contexto sociopolítico en el que se han producido son las transiciones de regímenes autoritarios a democracias, en España a este modo de producción se le ha llamado cultura de la Transición, la cual en Argentina empezó a desarrollarse a mediados de los ochentas, mientras que en Chile fue en los noventas, aunque sus exponentes más recordados son filmes de este siglo como Machuca (2004), de Andrés Wood, y No (2012) de Pablo Larraín.

A nivel local, se ha cuestionado públicamente, cada cierto tiempo, si el cine de la memoria chilena excede su número en relación al total de los estrenos nacionales, si es que la época de las dictadura está demasiado representada, o no, en el cine nacional. Esta tendencia varía en frentes más especializados, por ejemplo, en la investigación de Isabel Cadenas[1], que plantea si algún día el cine de la memoria superará su forma lineal y cerrada para hablar del pasado, y empezará entonces a cuestionar el presente. La autora acepta que el desafío no requiere solamente de un cambio en la perspectiva de quienes producen este cine, afirma que también sería necesario una transformación en la manera que las audiencias aprehenden estas historias. Es en este marco que aprovecharé de comentar algunos elementos que presentan estas dos obras del cine de la memoria, lo cuales, según mi lectura, no son tan pulidos ni respetuosos de los límites a los que el género está acostumbrado, sino que muestran sus propias variaciones: una grieta de mordacidad en la primera película, y un depósito de emocionalidad en la segunda. La idea es reflexionar acerca de los cines de la memoria y cómo, treinta y tantos años después de las dictaduras, Argentina, 1985, y 1976  nos hablan de lugares que habían sido invisibles hasta el día de sus estrenos.


Argentina,1985, la historia que cuenta cómo un grupo de abogados, muchos de ellos jóvenes recién egresados, reúnen las pruebas para acusar a los líderes militares de la Dictadura argentina, por sus violaciones a los DD.HH., cumple todas las normas para crear el mito del Juicio a la Junta, sin embargo, hay una escena que escapa de la sobriedad de su tema, que es más oscura, su ambiente es medio clandestino, y entrega material para que desde el puesto de espectadore podamos salir del molde de decir solamente “me gusta” o dar like. Se percibe en ella una textura más profunda que une la ficción con el presente, y por lo mismo, conmueve como si dijera: acá puede doler. Esta negatividad, para llamarla de otra forma, es poco visible, está un tanto fondeada, como un bache que aparece de repente en la narración ágil y veloz, pero aún así se siente la inmersión rápida en una fisura que actualiza la interacción con la imagen. Está en la primera media hora de metraje, y ocurre entre las butacas solitarias de un antiguo teatro, donde el personaje de Julio César Strassera, el nuevo antihéroe de Ricardo Darín, junto al de Carlos “Somi” Somigliana, hacen el conocido ejercicio de calificar de “fachos” a sus pares.

Todos fachxs, menos ellxs

Esta secuencia se puede analizar como un homenaje a la escena llamada “fuck scene”, de la primera temporada de la aclamada serie de televisión The Wire (2002), de David Simon. Es interesante ver que esta asociación se presente en Argentina, 1985, puesto que en la película el objetivo de la escena no es el descubrimiento de una corrupción estructural en la institución a la que los personajes pertenecen, como sí ocurre en este capítulo de la serie estadounidense. Es el modo en que imita el uso de la palabra fuck, con la palabra "facho”, repitiéndola tantas veces y de formas tan variadas, lo que hace que esta pierda, en parte, su sentido coloquial ofensivo para llevarnos, vía cultura televisiva, a descubrir el impasse, o acontecimiento, que esta película nos quiere mostrar.

La situación se presenta como un desvío de la épica del juicio, un punto de fuga que lleva a pensar la imagen como un comentario intelectual y humorístico que nos activa y aproxima al tiempo presente. La interpelación al espectador es directa, y puede suscitar preguntas que van desde la crítica al comportamiento de los protagonistas, pues lo que hacen podría leerse como el juicio moral a sus pares, pero también puede interpretarse como la representación del fenómeno que se repite en nuestras sociedades: el anestesiamiento de la sociedad de consumo. Dicho de otra forma, la aparente no-estética del resto del filme y los asientos vacíos que rodean a los protagonistas en esta secuencia, llevan a la pantalla una ausencia que, creo, es la falta de comunicación social que produce el aislamiento de estos dos amigos en un exceso melancólico. La escena parece gatillar preguntas incómodas en tono cómico: ¿ha estado en esta situación últimamente?, ¿cuántxs fachxs hay a su alrrededor?, ¿es usted fachx?, ¿dónde están sus amigxs?

En el caso de 1976, la ranura se agranda hasta formar un espacio cóncavo y líquido, sobre el cual flota esta película que muestra a Carmen (Aline Kuppenheim), la capitana de un navío que se hunde. En ese espacio vive con su familia y los pocos amigos que tiene, la soledad y el aislamiento de este mundo se transmite a través del acoplamiento de sonoridades disyuntivas que dan materialidad a dos ideas, por un lado, Carmen habita en un buque suicida, como el del cuento de Horacio Quiroga, y por el otro, los medios de comunicación que usa están intervenidos.

La primera escena en la ferretería, seguida por los créditos, es una demostración del refinado diseño de esta película. Carmen, ataviada perfectamente con su maxiabrigo, está sentada mientras hojea unas ilustraciones de distintos panoramas italianos. De fondo, se escucha el sonido de una máquina mezcladora de pintura, operada por un hombre que pregunta si el color de la mezcla está como quiere, a lo que ella responde que falta azul. De pronto, en el fuera de campo, se escuchan los frenos de un auto que hace una emboscada a unos transeúntes, nada de esto se ve, pero se escucha la voz de una mujer que grita angustiada, “mi nombre es Marcela Ulloa”, luego, un par de portazos y el motor del auto arranca. El sobresalto produce un temblor en las manos de Carmen que sujeta una muestra de la mezcla, y hace salpicar su zapato con la tonalidad rosada; ambos elementos, zapatos y el color rosado se repetirán como objetos perennes en la mente de la audiencia, gesto que, además de entregar recordatorios visuales a la narración, se refieren a la estética de Alfred Hitchcock, en el cual, una mancha siempre será la señal de la culpa que esconde el personaje marcado. Carmen, como la mujer prototípica de antaño, hace acopio de culpa a destajo sin cuestionar de dónde viene esta los valores cristianos que dan forma a su quehacer diario y los de su rol de madre-de-familia, la acompañan mientras cuida al personaje herido que cae en su mundo como un alienígena, y gracias a él comienza una expedición en las trincheras enemigas del gobierno autoritario.

Cine de memoria con perspectiva de género

Si la perspectiva femenina existiera como subgénero en el cine de la memoria, creo que 1976 serviría para exponer algunos de sus parámetros. En primer lugar, la mirada de la película se centra en el proceso íntimo de toma de conciencia social en el ámbito de las violaciones a los DD.HH. durante el Régimen Militar, lo que se produce mediante el énfasis sonoro y visual de una experiencia subjetiva, medio encarnada, del peligro que corre la protagonista. El trabajo de la música original de María Portugal sumado al del sonido directo, crean un ensamble sonoro que corre como una unidad casi independiente a la banda visual, con el cual se genera la sensación de un movimiento que al arrancar desciende, algo que hemos percibido en películas autobiográficas, por ejemplo, en los documentales Visión nocturna, (2020) de Carolina Moscoso, y El silencio es un cuerpo que cae (2017), de Agustina Comedi. Este tipo de montaje hace que el recorrido de la protagonista esté impulsado por la acumulación caótica de emociones, recuerdos, y frases que se escuchan en un plano confuso, es decir, no existe un orden lógico de los acontecimientos que expliquen racionalmente la situación de Carmen, si es que está siendo rodeada y vigilada por personajes de la DINA, o por sus propios fantasmas.

Por otro lado, esta película desarrolla un espacio que es cercano al círculo simbólico de víctimas de la dictadura pero que es difícil de evaluar críticamente. Este concepto de este círculo de víctima se ha expandido paulatinamente en el cine documental, desde los damnificados más inmediatos, hasta incorporar diversas voces de la sociedad como las de generaciones más jóvenes, este es el caso de La quemadura (2009), de René Ballesteros, El edificio de los chilenos (2010), de Macarena Aguiló, e Historia de mi nombre (2020), de Karin Cuyul. En este caso, 1976 podría entenderse como una expanción de la respuesta, desde la ficción, a la dictadura, a través de la emergencia de una figura que ha tenido un presencia marginal. Me refiero a personas de género femenino que dentro del contexto patriarcal de la sociedad chilena y de opresión en la dictadura, mantuvieron su descontento con el régimen militar en silencio, es decir, nunca salieron al espacio público a expresar oposición, no existen en los registros históricos de ese tipo, sin embargo, dentro de sus espacios más intimos existen huellas de estas identidades.

A la pregunta de cómo conectar 1976 en el presente, la respuesta se la pido prestada a Sara Ahmed: a través de la “emocionalidad del texto”. Este pensamiento plantea que los afectos no están “en” los textos, sino que circulan, o se pegan, como efectos al nombrar las emociones, en este sentido, el filme de Martelli permite observar a Carmen y a su mundo como objetos unidos a la emoción que produce esta historia. De esta manera, el dolor de Carmen y su miedo, se convierten en el amor que podemos sentir por su figura simbólica. Es por esto que, Carmen se separa del estereotipo de las protagonistas de filmes clásicos, como los de Hitchcock, que hacia el final tienen que pagar su deuda con la vida misma, con la separación de sus seres queridos, o la violación física. El origen de Carmen es distinto, su cuerpo se mantiene ileso a pesar de haber estado en el límite de ver y vivir el horror; su relación con el poder se mantiene inalterada, sobrevive gracias a su embarcación de acero, a su estatus social, pero sobrevive, y en ese acto de resistencia hay un pasaje al presente. Sobrevive gracias al amor que Martelli tiene por el recuerdo de esa mujer, una emoción que se hace pública al atravesar la pantalla, como una ternura que se proyecta en la memoria colectiva a través del recuerdo de las abuelas, cuyas historias ya empezaron a contarse.

 

 


[1] Isabel Cadenas Cañón, Poética de la ausencia. Formas subversivas de la memoria en la cultura visual contemporánea, Ediciones Cátedra, 2019, Madrid.