Mi norte es el sur: Las voces silenciadas
De este modo, la cámara se protege bajo la cuestionable premisa de la objetividad que es reflejada en una imagen sin muchas pretensiones, una imagen que parece rehuir de su autonomía encontrando estabilidad en los relatos y testimonios, entrando en una especie de clandestinidad en torno a las contradicciones que pueden surgir en la representación y el uso del lenguaje cinematográfico sobre la realidad. Esto sin duda no tiene una lectura simple, es más, la discusión una vez abierta se re-direcciona a diferentes lugares; desde la ética de la imagen a los cuestionamientos políticos de la representación.
El dispositivo del viaje como forma de descubrir o (re)descubrirse personalmente es parte esencial del repertorio narrativo y a la vez poético del cine. Una experiencia personal que se gesta en el movimiento y que una vez terminada se expande en distintas direcciones. Desde este punto de partida se confecciona el relato del documental Mi norte es el sur, una mezcla de voces y paisajes latinoamericanos. El territorio es examinado por la directora Amanda Puga desde un registro que se enfoca principalmente en los testimonios de la gente, en las voces de los habitantes de un territorio siempre en conflicto. La premisa inicial comienza con la creencia de algo que se gesta en la incertidumbre. Las ideas preconcebidas de la directora son cuestionadas o más bien puestas a prueba en el territorio mismo. Mi norte es el sur es el intento de captar a través de las imágenes y el viaje las vivencias de un pueblo dañado, en busca de algo similar a una respuesta o a un cambio que logre vislumbrar un atisbo de esperanza.
El relato nace desde una mirada crítica hacia el propio territorio habitado. Chile es el escenario de una supuesta prosperidad, pero que oculta por detrás serios problemas: deudas y desigualdad extrema. Un territorio estéril y silencioso que es sostenido por un modelo impuesto a la fuerza durante la dictadura cívico-militar hace ya más de tres décadas. Sin embargo, desde hace poco más de un año hemos presenciado la crisis de este discurso dominante, las contradicciones del sistema han ido viendo la luz y la población se ha manifestado multitudinariamente. Por esto es interesante cómo las imágenes se han resignificado en el tiempo. La película fue realizada a partir del año 2012 y estrenada en 2018, periodo que desde el presente se puede reconocer como la antesala histórica a una crisis transversal. Las imágenes han mutado y las voces enmudecidas que fueron registradas ahora parecen tener voz, esas voces que en la sociedad son usualmente las marginadas, en el documental son las protagonistas: esas voces que no representan a un chilenx o a un cubanx o a un ecuatorianx, sino que a todo un continente, a un territorio y no a un individuo en particular. Y es que al fin y al cabo todos aquellos son realmente lo mismo, todos se identifican desde el desamparo y la impotencia ya que ninguno de ellos es protagonista de nada, ninguno de ellos es incluido en el proyecto de lo que llaman progreso.
Al parecer la propuesta de la película formula un cuestionamiento sobre nuestros prejuicios y nuestra falta de consideración en la experiencia vital y en la expresión de lo vivido. De aquí la importancia de los relatos recogidos por la directora en su viaje, siempre acompañados por una delicada intimidad que se traduce en las imágenes, construidas a partir de en un interés humano por escuchar lo que alguien tiene que decir, una empatía que se observa en la proximidad que la cámara consigue y el acercamiento sincero a las vivencias materiales y simbólicas de la gente. A partir de esto podemos identificar cuestiones en común que resuenan a pesar del desplazamiento de un país a otro, una suerte de eco social que nos habla de la desigualdad, el descontento, la desconfianza hacia la clase política, la incertidumbre transversal de un territorio; todas señales de un escenario convulsionado en común al que, a pesar de las diferencias en sus proyectos políticos, pareciera que algo más amplio los une en su descontento.
De este modo, poco a poco vamos observando cómo las situaciones de cada país son más bien un síntoma histórico de un territorio que ha sufrido ya demasiado, un territorio explotado y re-explotado por las pretensiones de un sistema que nos rige de forma global y que se ha vuelto indisoluble a todo. Por lo mismo, las voces comulgan en lugares similares, todas fruto de lo que se vive día a día. La recolección final de los testimonios exhibe un modo de comprender el mundo a partir de las experiencias directas con lo material y la exhibición de las realidades individuales que confeccionan un tejido social colectivo, demostrando la lucidez de las voces silenciadas sobre su malestar.
Ahora, es posible que a pesar de lo propuesto haga falta preguntarse ¿qué dice el cine de todo esto? ¿No es acaso el cine un dispositivo propenso a lo contrario? Las imágenes en esta época nos inundan, vivimos en ellas y no al revés, construyendo la mayoría de nuestras interacciones a partir de un imaginario que encontramos dentro de nuestros bolsillos, en las redes sociales como Instagram o YouTube. En este sentido la cámara no se arriesga mucho a la hora de registrar, algo que tiene bastante coherencia con las premisas generales de la película, pero que de cierta forma restringe las dimensiones de la imagen por sí misma. De este modo, la cámara se protege bajo la cuestionable premisa de la objetividad que es reflejada en una imagen sin muchas pretensiones, una imagen que parece rehuir de su autonomía encontrando estabilidad en los relatos y testimonios, entrando en una especie de clandestinidad en torno a las contradicciones que pueden surgir en la representación y el uso del lenguaje cinematográfico sobre la realidad. Esto sin duda no tiene una lectura simple, es más, la discusión una vez abierta se re-direcciona a diferentes lugares; desde la ética de la imagen a los cuestionamientos políticos de la representación.
En tal sentido, el grueso de las experiencias vividas queda impreso principalmente en los testimonios, mientras que las imágenes en sí carecen de voz propia, perdidas en el registro de los personajes y sus historias. Por esto, hay ganas a ratos que solamente las imágenes nos trasmitan eso que se encuentra plasmado en la materia, eso que es expresado por los personajes a través de palabras y que nos hacen comprender sus conflictos y angustias, eso que se queda incrustado en el cotidiano presente de los que habitan el territorio y que forma parte sus experiencias como marginados. En este sentido, hace falta la construcción de ese imaginario que pueda transportarnos al sufrimiento y a la emocionalidad de los testimonios y así crear una relación más directa entre lo visual y lo testimonial.
Al final de la película, ocurre algo similar a lo que sentimos cuando regresamos a nuestras casas después de las vacaciones. El viaje te cambia de algún modo y, tal como la directora lo dice, el viaje es un aprendizaje. Una enseñanza que es trasmitida en el movimiento, en el desplazamiento de nuestros cuerpos por un territorio que está anclado pero en constantes cambios. Hay algo siempre atractivo en la acción de viajar, algo como una fuerza magnética que nos mueve desde lo interior hacia lo exterior, que nos recuerda sobre nuestro pasado y nuestro presente y nos hace dar cuenta de que el viaje continúa y es hacia el futuro. No obstante, es distinto viajar que presenciar un viaje a través de una película. Tal vez el viaje en el cine funciona tan bien porque es un recordatorio de sí mismo. Viajamos con las imágenes y a la vez ellas viajan a través de nosotros.
Título original: Mi norte es el sur. Dirección: Amanda Puga. Guion: Amanda Puga. Casa productora: Praxia Producciones. Producción ejecutiva: Catalina Alarcón. Fotografía: Amanda Puga. Montaje: Andrés Duque, Cristián Perelló, Gabriel Ortega Hernández. Postproducción imagen: Jorge Román. Música: Alekos Vuskovic. País: Chile. Año: 2018. Duración: 98 min.