Informe XXXIII Festival Internacional de Mar del Plata (1): Fantasmas ejemplares (primera parte)
No se puede escribir sobre la reciente edición de Mar del Plata -una de las mejores de los últimos años, solamente eclipsada por la censura que sufrieron ganadores y jurado en la ceremonia de premiación- sin hablar de Jean-Pierre Léaud, lo que me lleva, de alguna manera, a tratar de definir mi fanatismo por el actor francés. Digamos que es complejo el desafío de analizar los gustos propios más allá de elucubraciones intelectuales y mi admiración por Léaud trasciende cualquier tipo de razonamiento. Soy consciente, por ejemplo, de que es un actor que ha basado su carrera en un carisma natural que funcionaría incluso si no se esforzara demasiado (como, digamos, Anna Karina o Jean-Paul Belmondo), o que su filmografía ha demostrado que no es un intérprete demasiado versátil, entendiendo versatilidad como la capacidad para encarnar con convicción diferentes tipos de papeles (aunque siempre desconfié de esas herramientas de disección más propia de un zoólogo que observa el comportamiento de una especie que de alguien maravillado por el cine). Por otro lado, alguien podría argumentar que Léaud ayudó a forjar el nacimiento de la actuación moderna en cine, acogiendo en muchas películas cierto distanciamiento “brechtiano” para remarcar la artificialidad en la representación. O se podría presentar como prueba a favor el hecho de que es uno de los actores más impolutos del mundo gracias a una filmografía que no tiene desperdicios (trabajó con Truffaut, Godard, Pasolini, Bertolucci, Ruiz, Kaurismaki, Ming-Liang, etc…). Nada de eso alcanzaría para definir un encantamiento que, al menos para mí, trasciende todo análisis.
Para retratar el impacto de ver al actor en Mar del Plata prefiero apuntar a lo siguiente: Léaud (casi) siempre interpreta a Léaud (o a quien pensamos que es realmente Léaud) y eso, más que un defecto, es una gran virtud. No se trata, por supuesto, de la estrechez de registro que algunos le atribuyen a actores como Ricardo Darín, quienes parecieran estar siempre atrapados en el mismo papel. Lo de Léaud es distinto y tiene que ver probablemente con el contexto en el que esculpió su prestigio. Al igual que James Dean en los '50, Léaud concentró en su figura los nuevos aires de la juventud y, con esa marca, se puso a disposición de cineastas dispuestos a combatir el “cinéma de qualité” que denunciaba Truffaut. Nunca fue de esos actores “íntegros” que en algún momento toman la decisión de ponerse tras las cámaras como si eso fuese una evolución natural. Léaud ha sido siempre un fiel servidor de directores que admira. Y ellos, de alguna manera, siempre han venerado su figura, su frescura, sus gestos, sus tics, su forma de hablar.
En el contexto que nos convoca, la consecuencia de que Léaud siempre parezca interpretar a Léaud es que tenemos la leve convicción (aunque sea falsa) de que que ya lo conocemos, lo que puede contrastar con la mala fama que se ha construido como tipo malhumorado y complicado (afortunadamente no fue el caso en Mar del Plata).
Su presencia en la función de Los 400 golpes (1959) actualizó, fuera de la pantalla, la misión que Truffaut se impuso al realizar la saga de Antoine Doinel. Ese entusiasta anciano de 74 años cuya mandíbula temblaba sobre el escenario, y que apareció ya sentado tras la apertura de telón para evitar un desplazamiento dificultoso, ofreció la curva existencial que el el director no pudo completar. El niño inquieto que nos sigue quitando el aliento en su batalla contra las instituciones adoctrinadoras estaba ahí, seis décadas más tarde. Y esa magia o, digamos, la disolución de las barreras que dividen la vida de la representación, es solo posible con actores como él. La imagen que dejó su cuerpo frágil enfrentando al público con determinación podría ser la última escena de la última saga de Doinel que Truffaut nunca filmó.
Me interesaba particularmente asistir a la función de La madre y la puta (1973), de Jean Eustache, obra maestra absoluta que en mis años de juventud -alentado por un eco entusiasta que no se ha apagado desde que la descubrí- solía definir como “mi película favorita”. Con el tiempo aprendí a evitar este tipo de categorizaciones radicales aunque mi asombro por el filme no ha decaído. Por el contrario, ahora descubrí nuevos matices detrás de su majestuosidad. Vislumbré aspectos que antes había pasado por alto como un humor irresistible, entre el absurdo y el sarcasmo, que apunta a una de los temas del filme: la tensión entre ideología y realidad en tiempos de Mayo del 68.
Además de funcionar como el alter ego de un Eustache entregado a la revisión personal (el mito dice que una de las ex novias del director se suicidó después de ver la película), Léaud encarna la contradicción de los ideales. Es un dandy liberal que mantiene una relación abierta con una mujer mayor (la irresistible y recordada Bernadette Lafont). Vive a costa de ella, maneja el auto que le presta una vecina y no hace más que frecuentar cafés y seguir chicas en la calle. Así se cruza con Verónika (Françoise Lebrun), una enfermera insegura, nihilista y sexualmente desprejuiciada que pondrá en jaque sus ideales de libertad.
Eustache muestra la imposibilidad de las utopías sexuales cuando se interponen los afectos y desde la intimidad de los amantes declara el fracaso de la revolución cultural. A pesar de que hacia el final de la película el conflicto se agudiza -lo que refuerza la tesis del director sobre la imposibilidad del amor libre-, no hay aquí la rigidez de un tratado. Más allá de las ideas que ofrece la película, lo que brilla es su vitalidad incombustible, las conversaciones en cafés, las caminatas por París, el misterio de las mujeres, las miradas, el sonido de la ciudad, los cigarrillos, la vida en blanco y negro. Eustache parece seguir la máxima de Bresson de “atrapar instantes, espontaneidad, frescura”.
En este nuevo visionado -con una cinta deteriorada que le dio cierto romanticismo a la experiencia-, pude corroborar además algo que siempre me llamó la atención de La madre y la puta: que sus tres horas y media de duración se sienten como una. En tiempos en que el cine comercial se ha vuelto hiperbólico, es interesante reflexionar sobre el ritmo interior de cada obra cinematográfica. Ahí, y no en lo que marca el cronómetro, encontramos la verdadera duración de una película.
Léaud, ahora leyendo su presentación en un rincón del Teatro Colón, derribó uno de los mitos que siempre han rodeado a La madre y la puta. A pesar de que Eustache tenía un presupuesto limitadísimo para filmarla, los largos diálogos -y esos monólogos colosales que ofrece el actor- estaban completamente escritos. La misma duda pesó siempre sobre un John Cassavetes que también buscaba la espontaneidad a través del rigor.
Un díptico ideal hubiese sido combinar la película con el mediometraje Papá Noel tiene los ojos azules, filmado por Eustache en 1966, y protagonizado por Léaud en los zapatos de un perdedor que termina trabajando como Viejo Pascuero para poder acercarse físicamente a las chicas del pueblo. El fracaso, el humor, el sexo y los cigarrillos están también presentes en otra extraordinaria película del director que se suicidó el 5 de noviembre de 1981, dejando un par de largometrajes, cortos y documentales que merecen una mayor atención.
“El cine es algo inútil”, dijo Eustache alguna vez, a propósito de su bajo perfil. “Pretender que puede tener alguna influencia en el mundo es más que una utopía. Es algo que carece por completo de sentido”.
El fantasma
Ver Boy Meets Girl (1984), de Léos Carax, justo antes de La madre y la puta se sintió como una continuidad. Deudor de la Nouvelle Vague, y del cine mudo (confesó que su película favorita es Y el mundo marcha [The Crowd, 1928] de King Vidor), las películas del francés están llenas de humor, juegos formales y digresiones poéticas. Si Godard extrema los artificios del cine para hacernos reflexionar sobre el mismo, Carax lo hace para buscar la emoción en el espectador. Esa ópera prima en blanco y negro y Mala sangre (1986) siguen funcionando como películas epifánicas y excepcionales.
Lo que hizo después le valió la fama de tipo caprichoso y derrochador (Los amantes de Pont-Neuf (1991) es una de las películas más caras en la historia del cine francés), pero siguen siendo obras arriesgadas y visionarias. Lo es incluso Pola X (1999), la que, según las palabras del director, “fue odiada por todos en Cannes”.
A Carax le gusta proyectar la imagen de artista incomprendido y atormentado. En su encuentro con el público, aseguró que dejó de ver cine en los años 80, que no sabe hacer una película (remarcó que ni siquiera puede usar una cámara fotográfica), que no cree que llegue a concretar su próximo proyecto (un musical con Adam Driver), que decidió dedicarse al cine para “no volver a la cárcel” y que no mantiene una amistad con Denis Lavant, su actor fetiche. Frente a la típica pregunta de un estudiante que le pidió consejos para cineastas principiantes, recomendó no filmar sino que dedicarse a cosas más interesantes como “viajar, enamorarse y enfermarse”. Luego apagó el entusiasmo juvenil con un balde de agua fría, comentando que en su vida conoció a mucha gente que quería hacer películas y que hoy, ninguno de ellos se dedica al cine.
Siempre con lentes oscuros y una notoria timidez, Carax a ratos se refirió incluso a sus fantasmas. No son pocos. Entre otros, el director de fotografía Jean-Yves Escoffier (a quien definió como “mi hermano”); el actor de Pola X, Guillaume Depardieu, y la talentosa actriz Yekaterina Golubeva, su novia, quien se suicidó en 2011 e inspiró una de las escenas más crepusculares de Holy Motors (2012).
Carax, quien al igual que Léaud tiene fama de ser un tipo complicado, pasó por Mar del Plata sigiloso y ausente, como un fantasma ejemplar.