Informe XXVIII FICValdivia (2): Mirar la cárcel por dentro
Durante el pasado Festival Internacional de Cine de Valdivia se estrenaron en competencia dos películas chilenas que, desde las distintas veredas de la ficción y el documental, ofrecen una mirada hacia el interior de un espacio y un mundo que continúa irrumpiendo en la discusión pública y política del país, a pesar de los conscientes y activos esfuerzos de nuestra sociedad por mantenerlo oculto: el mundo de las personas privadas de libertad. Una es el documental El cielo está rojo, dirigido por Francina Carbonell, y la otra es el largometraje de ficción de Claudia Huaiquimilla, Mis hermanos sueñan despiertos,
Durante el pasado Festival Internacional de Cine de Valdivia se estrenaron en competencia dos películas chilenas que, desde las distintas veredas de la ficción y el documental, ofrecen una mirada hacia el interior de un espacio y un mundo que continúa irrumpiendo en la discusión pública y política del país, a pesar de los conscientes y activos esfuerzos de nuestra sociedad por mantenerlo oculto: el mundo de las personas privadas de libertad.
La primera es el documental El cielo está rojo, dirigido por Francina Carbonell, el cual aborda una de las mayores y más recientes tragedias carcelarias del país: el incendio de la cárcel de San Miguel, en que 81 prisioneros murieron calcinados, vivos y encerrados. La otra película corresponde al segundo largometraje de ficción de Claudia Huaiquimilla, titulado Mis hermanos sueñan despiertos, protagonizada por dos hermanos recluidos en un Centro de Detención Juvenil del SENAME y que sueñan con escapar junto a sus amigos. En un gran acierto de programación, ambas películas se proyectaron una misma tarde, conformando en su conjunto una experiencia que estremeció a todo el público al ofrecer visiones agudas y potentes mediante aproximaciones muy distintas.
El cielo está rojo toma como base la reconstitución judicial del caso, llevada a cabo en la cárcel de San Miguel por la Policía de Investigaciones. con la colaboración de Gendarmería y de los presos sobrevivientes. Narrando a partir de las filmaciones originales de la reconstrucción y de las voces de sus protagonistas, el documental, sin embargo, se aleja de toda forma de crónica o relato jurídico. En cambio, se trata de una experiencia profundamente cinematográfica, en la que vemos el desarrollo de todos los hechos que culminaron en la catástrofe. El relato se articula a partir de las voces de quienes fueron testigos directos del incendio y de los investigadores que tratan de explicarse, al igual que el espectador, qué tuvo que pasar para que se produjera esta tragedia. Por supuesto, la voz de las mismas víctimas no está presente. En su lugar, tenemos el constante recuerdo de su ausencia, remarcado por los espacios vacíos que dejaron atrás, por las imágenes de los pocos objetos personales que se pudieron rescatar del siniestro, y las grabaciones de sus gritos de auxilio y agonía. Las imágenes, provenientes principalmente de las cámaras de seguridad de la misma cárcel, y el potente sonido del documental, que utiliza sin miedo los ruidos de fuego y de dolor, nos vuelven testigos de las llamas, de los gritos de quienes están dentro y fuera, y de los silencios de quienes debían proteger a las víctimas. El resultado es la abrumadora sensación de estar encarcelado en la sala de cine, presenciando una tragedia en vivo.
Por su parte, Mis hermanos sueñan despiertos cuenta la historia de Ángel y de su hermano menor, el “Pulga”, quienes están recluidos en un Centro de Detención Juvenil del SENAME, donde pasan los días soportando la vida carcelaria y soñando con su libertad. A pesar del lugar en el que están, hay espacios para reírse y para soñar gracias al cariño y amistad que comparten con los demás jóvenes del centro. Esto se logra mediante una fotografía muy cuidada que no teme en buscar belleza en medio del horror y mediante un guion abundante en diálogos que permite a sus personajes desplegarse. Esta dedicación es uno de los logros más distintivos de esta película, donde el cariño de la directora y del elenco por sus personajes es evidente en su intención de darles una voz íntima y sincera, mostrando sus heridas y sueños, sin buscar ningún tipo de falsa inocencia o ingenuidad. El casting es certero y cuando más brilla el elenco es en su conjunto, desplegándose como una comunidad que sirve de refugio tanto a los personajes y al espectador. Estos atisbos de esperanza contrastan brutalmente con la tragedia que de fondo se despliega, ya que en última instancia tanto los personajes como los espectadores sabemos que los límites a la libertad y la imaginación están finalmente definidos por los cercos del SENAME y sobre todo por los muros simbólicos que la sociedad ha erigido a través de ellos. Entrando en la intimidad de estos jóvenes presos y escuchando sus voces, esta película ofrece un conmovedor vistazo a la juventud robada en un mundo donde la violencia estructural se impone.
Experimentar estos acercamientos a realidades tan brutales y escondidas moviliza sentimientos de impotencia, al igual que nos recuerda la complicidad de nuestro silencio ante todos los casos reales que inspiran estas películas. Una complicidad que desde el 18 de Octubre el país lucha por superar, mirando a los ojos de esos otros chiles que han sido excluidos, ignorados e invisibilizados durante sus breves pero sangrientos años de historia. En Chile la cárcel y el SENAME representan los lugares de exclusión por excelencia, violentos y desiguales desde sus cimientos, y el cine parece ser un medio privilegiado para develarnos desde el interior aquellas realidades que como sociedad trabajamos para esconder. No es coincidencia que en tiempos en que luchamos por enfrentar la exclusión y construir otras formas de convivir, converjan en un mismo año dos películas que retratan la realidad carcelaria desde dentro.
Estas dos películas se suman a otros estrenos recientes de temática carcelaria como Pacto de fuga (David Albala, 2019) y El Príncipe (Sebastián Muñoz, 2019), que evidencian que el cine chileno está revisitando un tópico que se remonta por lo menos hacia el estreno de El Chacal de Nahueltoro en 1968. Al igual que el clásico de Miguel Littin, El cielo está rojo y Mis hermanos sueñan despiertos son miradas muy sensibles a las contradicciones y las situaciones insostenibles que la sociedad crea, cada vez que le encarga al Estado cuidar y proteger a quienes antes se les ha excluido y despreciado. Son películas que invitan a empatizar, escuchando las voces y mirando los ojos de quienes el Estado despoja de su infancia, de su libertad y de su vida.
Quienes tuvimos la oportunidad de ver ambos filmes en la pantalla grande y de manera colectiva, salimos del Teatro Lord Cochrane de Valdivia completamente emocionados por la hermosura con la que puede tratarse un tema tan horroroso, a la vez que cautivados por las luces que el cine puede arrojar sobre las realidades más oscuras. Sentimos también con mucha claridad algo que pronto se hará evidente: que acaban de estrenarse dos obras del cine chileno sumamente relevantes.