Informe XXVII FICValdivia (5): Espacios cerrados

La modalidad en línea tiene sus oportunidades, continuidades y carencias propias. En esta dirección, las ganas de navegar de manera casi azarosa en las competencias de Valdivia se mantenía, gracias a la curiosidad que siempre provoca meterse en las distintas competencias e intuiciones del equipo programador. Este año las maratones desaparecieron y hubo que compatibilizar el horario laboral con los visionados, pero aun así fue posible encontrar algunas sorpresas: Chaco (Diego Mondaca, Bolivia), Mes chers espions (Vladimir Léon, Francia), Las mil y una (Clarisa Navas, Argentina).

Dentro de la ya larga lista de festivales que han acontecido este año en modalidad en línea, el Festival Internacional de Cine de Valdivia puede ser el que implicó una mayor diferencia de experiencias, aunque sea por efecto del contraste. Si en muchos casos la modalidad online ha supuesto la posibilidad de participar de festivales en los que hubiese sido imposible tomar parte antes, para quienes tenemos algún tipo de relación con Valdivia la ausencia de ese territorio imaginario que se forma en torno a la cinefilia durante una semana en la ciudad se hace más evidente.

Como señalaba Miguel Gutiérrez en su informe, Valdivia se veía incluso como el límite de la cancelación de este tipo de eventos durante la pandemia. Ahora no solo sabemos que no fue así, sino que la incertidumbre nos ha hecho dejar de imaginar un final establecido para la restricción de reuniones de este tipo. Aun así, y en este punto casi todos los festivales parecen acordar, la modalidad en línea tiene sus oportunidades, continuidades y carencias propias. En esta dirección, las ganas de navegar de manera casi azarosa en las competencias de Valdivia se mantenía, gracias a la curiosidad que siempre provoca meterse en las distintas competencias e intuiciones del equipo programador. Este año las maratones desaparecieron y hubo que compatibilizar el horario laboral con los visionados, pero aun así fue posible encontrar algunas sorpresas.

La primera de estas fue Chaco (Diego Mondaca, 2020), primera película que vi del Festival, cuya secuencia inicial hacía pensar inevitablemente en cómo la sala de cine podría haber incrementado todavía más la sensación de extravío. El comienzo de Chaco muestra un grupo de soldados caminando en la arena entre los que destaca un joven que se pierde en el grupo, en un tipo de composición contradictoramente abierta y claustrofóbica que podemos asociar a algunos relatos de guerra. La sensación de pérdida espacial, potenciada por varias capas sonoras “distractoras”, anuncia el tipo de película épica y atmosférica que propone Mondaca.

El cine bélico muchas veces ha sido asociado a la acción permanente, al retrato de un tipo de estado donde el descanso no existe. Películas como 1917 (Sam Mendes, 2019) o Dunkerque (Christopher Nolan, 2017) han profundizado en la estética del plano secuencia y la estridencia sonora, una forma de entender la guerra que se relaciona siempre al movimiento. Por otro lado, en una vertiente secundaria, películas como Yo tenía 19 (Konrad Wolf, 1968) o La ascensión (Larisa Shepitko, 1977) han planteado la guerra como el terreno de la espera, donde la acción representa solo una parte marginal de las actividades militares.

El retrato de Mondaca llama la atención, en primer lugar, por presentarse como una versión extrema de esta segunda lectura, donde la acción queda relegada a la imaginación, tanto para el espectador como para sus protagonistas. La guerra es presentada como una especie de simulacro donde los protocolos de autoridad se vuelven cada vez más absurdos ante la ausencia del enemigo. Como en las fábulas de zombies de George A. Romero, la amenaza externa se vuelve apenas una sugerencia, y aún así, el comportamiento de los personajes se modela en torno a su posible aparición. En ese sentido, las operaciones plásticas de Chaco -donde el paisaje de a poco empieza a tener una presencia amenazante y sicodélica- guardan varias relaciones con Zama (Lucrecia Martel, 2017) en su tensión con las expectativas narrativas.

Por su parte, Mes chers espions (Vladimir Léon, 2020) presentó otra relación con las “derivas” narrativas. La ganadora de Competencia de Largometraje Internacional inicia con un objeto que sirve de excusa para iniciar un relato de indagación familiar: poco después de la muerte de su madre, el director carga con una vieja maleta que contiene distintas reliquias familiares que permiten iniciar una investigación sobre el pasado en la Unión Soviética.

Hasta cierto punto, el dispositivo de Léon resulta familiar si pensamos en otras películas de exploración del pasado familiar. La maleta es poco más que un detonante narrativo, una forma de justificar el viaje de Vladimir junto a su hermano Pierre en calidad de detectives a Rusia. Aún así, el relato de Léon resulta transparente, realizando su paseo con cierta gracia cargando la maleta durante las primeras escenas. Esta actitud juguetona sobre sus propias estrategias narrativas se verá durante buena parte de la película, como una especie de versión lúdica de los relatos de investigación interna.

La inquisición de los hermanos Léon se pasea entre dos polos: el de la recolección de información sobre su familia y el de la información “espontánea” que aparece hablando con la gente en Rusia. En algún momento esta narración secundaria empieza a volverse más interesante que la insistencia en esclarecer el pasado familiar, especialmente cuando algunos entrevistados empiezan a contar aspectos de la actualidad rusa bajando la voz. En ese sentido resultan más interesantes lo “desvíos” narrativos, siempre con alguna bebida alcohólica cerca, que la insistencia en retomar la narrativa principal.

Las mil y una (Clarisa Navas, 2020), también de la Competencia Internacional, sorprendía, como Mondaca, desde la primera escena. Con un plano secuencia inestable que podría recordar a los Dardenne de Rosetta (1999), la película de Navas establece desde el primer momento una relación con el espacio. Aún así, el deambular de Iris (Sofía Cabrera) no guarda una relación tan directa con el de la heroína dardenniana debido a que su falta de rumbo no tiene justificaciones narrativas posteriores. Así como el título de la película hace referencia al complejo de edificios en Corrientes, el paseo con el que abre la primera escena establece la importancia que tendrá su locación durante la película.

Si la trama principal de Las mil y una podría entenderse, hasta cierto punto, como un coming-of-age convencional, la forma en que las relaciones espaciales condicionan lo que sucede la convierte en un objeto de mayor complejidad. La amenazas que aparecen en la vida de Iris en las primeras escenas no se relacionan solo con un contexto marginal, sino que también responden a una estructura espacial que niega la intimidad para ciertos cuerpos. Durante más de una escena, no es solo su incipiente relación con Renata (Ana Carolina García) la que encuentra problemas en aparecer en el espacio público, sino también las relaciones que tienen su círculo cercano.

En ese sentido, la exploración espacial que Navas construye a través del sonido y el fuera de campo resulta esencial. Las sensaciones del primer paseo mencionado vuelven a aparecer en otros recorridos de Iris, donde las conversaciones de las casas vecinas se cuelan a cada momento. Esto puede incluir tanto momentos de violencia (se escucha a la distancia más de alguna situación de violencia intrafamiliar) como comentarios de fútbol a lo lejos. En cualquier caso, la sensación de vida de barrio y de actividad permanente rellenan cada plano entre murmullos y gritos lejanos.

Esta construcción de la vida barrial también aparece en la importancia que tienen los personajes secundarios. Si bien la relación de Iris y la aparición de su deseo tienen un lugar protagónico, su familia y la de Renata, más un grupo de vecinos que se van repitiendo en algunas escenas, hacen todavía más rico el entramado de vínculos en el barrio. A su vez, la intimidad que toma lugar en algunos espacios públicos -como en el caso del primer coqueteo entre Iris y Renata en la micro- transmite el contraste, sonoro y espacial, con la nula posibilidad de intimidad que existe en el espacio privado, como sucede en las escenas en el cuarto de Iris cuando busca momentos de soledad. La ternura con la que trabaja Navas se retrata en todos estos aspectos, especialmente a la hora de darle una forma espacial a los deseos e inseguridades de su protagonista. Las mil y una es de esas películas que te dejan deseando un futuro brillante (e imaginario) para sus protagonistas.