Informe XXIII FIDOCS (4): Estado de Ensayo o el porqué de estar en una sala de cine mientras ocurre el Estallido social
Continuamos con la revisión del pasada versión 2019 de FIDOCS con un nuevo informe de miembros del taller de crítica realizado por miembros de El Agente durante el mismo festival. En esta ocasión una mirada amplia al festival atravesada por la interrogante que supuso el estallido social: "Las definiciones se acercan más al cuestionamiento, partiendo por el propio. ¿Por qué estoy aquí, frente a una pantalla de cine, y no en la marcha o en la Plaza de la Dignidad?"
Me dispongo a escribir acerca de la 23º edición de Fidocs, de alguna película en especial. Pero lo primero que se me viene a la cabeza es la pregunta del crítico Christian Ramírez, quien, al comenzar uno de sus talleres de cine, insiste: “¿Todos vemos cine chileno? Al menos esa es la idea -y continúa- ¿Dónde vemos cine Latinoamericano?” No tardan en mencionar entre los lugares al Cine Arte Normandie, espacio donde durante diez días se celebró la reciente versión del Festival de Documentales de Santiago y donde hemos vuelto a utilizar sus pálidas butacas a diario. Un lugar reconocido por más de tres generaciones y que se ha convertido, a la vez, en un espacio de resistencia en una capital en la que se han reducido notoriamente la cantidad de salas para compartir esta experiencia cinematográfica.
Dicho esto, y frente al actual estado socio-político que acontece en Chile, pareciera persistir una nueva actitud en los ciudadanos, todo apunta a que nos aburrimos de guardar silencio, a ser discretos, o políticamente correctos, ¡Chile despertó! Y, a modo de ejemplo, tras finalizar la función pre-estreno de la película El Guru, del director Rory Barrientos, que narra la vida en blanco y negro de un boxeador originario de la isla de Chiloé, mientras compartían un cóctel, los asistentes del festival no dudaron en gritar “¡asesinos!” al divisar el retén móvil de carabineros de Chile, en la calle Tarapacá. A viva voz y de forma colectiva, continuaron gritando hasta que el automóvil desapareció por completo.
Si hay algo que tenemos en común los chilenos por este tiempo es la sensación de malestar, un malestar que nuevamente nos divide en diversas partículas de habitantes entre dos constantes polos. No quisiera abarcar esta división política y dejar que las películas filmadas en la actualidad, comparables o no a las del Chile de hace treinta años, hablen por ellas mismas.
Una pieza clave en este proceso podría ser Chile, no invoco tu nombre en vano, documental del Colectivo Cine-Ojo, que narra la revuelta de 1983 en un Chile convulsionado por las mismas demandas actuales, la desigualad social que nos atraviesa. Quizás la diferencia más allá de los recursos técnicos y estilísticos del film es la forma de narrar o, mejor dicho, cómo lo que entendemos hoy en día como lo político es así gracias a la proliferación de la micropolítica.
En la película vemos a un grupo de pobladores que sostienen un certero discurso en contra de la violencia militar, a la que se ven afectados a diario por parte de agentes del estado, y, a la vez, se hace notoria su firme convicción en defensa de su comunidad. De ahí la utilización de la frase del poeta Pablo Neruda, dedicada a su propia noción de pueblo, en el verso llamado “América, no invoco tu nombre en vano”, de la obra Canto General.
Por otra parte, cabe destacar el acierto de la producción del festival al integrar Archivo en proceso. Pequeños clips de proyectos en proceso durante el denominado estallido social, que se pasaron previo a cada función y que contagian con la idea de tomar la cámara, el celular o, simplemente, registrar tanta injusticia en las calles.
Quiero continuar en este tema, es por esto que me muevo al Centro de Extensión del Instituto Nacional. Un lugar que hace muy poco está funcionando en marcha blanca y después de un largo proceso desde su idea de gestación a mediados de los años sesenta. Tras la decisión por parte de sus estudiantes de culminar con la toma, comenzó a funcionar, a principios de noviembre, en el marco de las demandas sociales. Aquí se realizan los conversatorios del Fidocs, en pasillos que alguna vez fueron subterráneos o “catacumbas”, como bautizaron sus estudiantes a este escenario de diversas situaciones. Aquí seguramente los alumnos bajaron a recorrer laberintos sin autorización, aquí tuvieron alguna incursión amorosa, realizaron reuniones clandestinas, se hizo un taller del escritor Alejandro Zambra, e incluso hay historias de personas fallecidas.
Víctor Moreno, director español de La ciudad oculta, presentada el segundo día del festival, expone en el escenario del emblemático colegio de Santiago la renuncia de contar una historia. Un film que trabaja primero desde la oscuridad del subsuelo de la ciudad de Madrid -alcantarillas, túneles, ruinas-, para así luego volver -o subir- a un mundo cotidiano y de una narrativa mucho más lineal. En la sinfonía de Moreno podemos reconocer los sonidos de una ciudad repleta de miedo para autorreconocerse y donde los circuitos no son más que una rutina dirigida por el tiempo productivo. Claro ejemplo de la actual situación de las metrópolis, donde sus habitantes somos incapaces se escuchar el silencio de las vías internas de la ciudad. Un deleite estético, que expone en capas espacios mentales que todos hemos transitado alguna vez y que del que seguro los situacionistas debiesen estar orgullosos.
En lo personal volví al silencio, al vacío, a esa falta de visión para encontrar un camino, a los cuerpos mutilados, tuertos y ciegos que vamos quedando en Chile. Aquí me detengo en esa hermosa escena de la lechuza en medio de la oscuridad. Recurso que se repite en la película La ciudad oculta como en La fundición del tiempo, del director uruguayo Juan Álvarez. Pero, en este ensayo poético vemos la intervención violenta del humano por apropiarse de ciertas cualidades físico–espirituales propias de los animales.
Estas imágenes, por su parte, funcionan como una especie de preludio a la entrega de Carolina Moscoso en Visión nocturna, una película ante todo valiente, tanto en su historia como en su narrativa. En ella, su directora confiesa no saber nada de feminismo antes de comenzar su propuesta cinematográfica, y que más bien es el film lo que la obliga a definir esta pulsión ligada al género. Estos elementos convierten a la joven realizadora chilena en la lechuza que no teme a ver en la oscuridad, pero que, sin embargo, es asechada por ser un animal ligado al conocimiento de lo oculto. Imágenes sobreexpuestas, desenfocadas, sin miedo a la diversidad de formatos que se entrelazan a diálogos y textos encima de la imagen, a modo de hipervínculo entre la esfera de lo privado versus lo público en la narración, componen así una película autobiográfica en torno a cómo sobrellevar y mantener una denuncia de violación.
La imposibilidad del lenguaje, o de un lenguaje reconocible como cinematográfico ligado a lo comercial, parece ser la nueva propuesta visual que nos ofrece el cine documental contemporáneo, un formato más fragmentario y alejado de referentes clásicos. Ya lo advertía Godard en Adieu au langage (2014), donde en un flujo de imágenes se puede ver, por medio de un relato truncado, la visión del autor en torno a las relaciones amorosas a modo de un continuo ensayo.
La utilización del archivo y la memoria es otro recurso imprescindible, incluso ético. En palabras de Susan Sontag, hemos sido instruidos para el cinismo, por lo tanto debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Con esto me remito a documentales tales como Harley Queen (Carolina Adriazola & José Luis Sepúlveda), Space Dogs (Elsa Kremser & Levin Peter) e, inclusive, Las facultades (Eloísa Solaas): tres ejemplos donde nos vemos invadidos por la violencia, ya sea social, ligada a la lucha animalista o la infringida dentro de las aulas de clases. Una violencia que nos quiera o no provocar en tanto espectadores, pero de la que somos parte al no empatizar a diario con estas realidades.
Aquí concluyo, quedando en deuda con un sinfín de documentales que la versión 23º del festival Fidocs deja en alumbramiento. Una curatoría ligada al estado de emergencia, reflejado tanto en Latinoamérica como en Europa, como es el caso de Ne croyez surtout pas que je hurle, de Frank Beavious. En este film el director, claramente en un estado depresivo, se dedica a buscar conexiones visuales en 400 películas, a las que las atraviesa por su propio discurso.
En este estado de constante e interminable sensación de ensayo, con la percepción de estar inconclusos, enfermos, de cuestionarnos a diario, ¿cuál es nuestro aporte al tan anhelado cambio social? Las formas, las imágenes, los encuadres; la técnica en general parece estar al servicio del discurso de cada realizador. Lejos de la crítica cinematográfica dura y de las formalidades de las escuelas de cine, lo importante se apega a lo vital, a la inquietud, a la falta de concentración, a la perdida y a los recuerdos que nos acosan.
Las definiciones se acercan más al cuestionamiento, partiendo por el propio. ¿Por qué estoy aquí, frente a una pantalla de cine, y no en la marcha o en la Plaza de la Dignidad? Es conocer nuestras propias incongruencias, aquellas que nos hacen pensar en tantas posibles historias que deben ser contadas y que provienen de diversas voces, las que -por lo menos hoy por hoy en Chile- comienzan a ser levantadas por cineastas.