Informe XVII In-Edit Chile (2): Forma y contrapunto
El festival, en su punto intermedio entre el interés musical y cinematográfico, se decanta por lo general por el primero de estos elementos a la hora de promocionar las obras. Ahí radica tanto su interés como la inseguridad para el público cinéfilo, que le toca armar su festival desobedeciendo lo que siempre se le ha enseñado, guiándose por el qué y no por el cómo.
En el aniversario 70 del Festival de Cannes, Monica Belucci finalizó su discurso de apertura dando un listado de “grandes nombres” del cine que habían ganado alguna vez la Palma de Oro. Hace unos meses, este fragmento del discurso se viralizó en redes, en parte por la determinación con que la actriz mencionaba a cada uno, en parte por el efecto cómico que provoca una seguidilla larga de apellidos diferentes sin contexto alguno. Más allá del chiste viral, el listado de Bellucci podría ser también una muestra de la peor cara de lo que los festivales clase A entienden como una política de los autores: una especie de sello de qualité asociada a una serie de nombres propios sin evolución o posibilidades de fallo.
Los apellidos son, casi siempre, una especie de brújula cinéfila en un festival. Innegablemente, esto tiene un sentido lógico: hay un voto de confianza, o al menos un sentido de continuidad, frente a una obra con la que ya estamos en parte familiarizados. Por otro lado, esto nos priva a menudo del cine sin apellido, es decir, de películas donde no tengamos un terreno previo de preparación o juicio. El apellido como único criterio de selección es también una forma de restringir la curiosidad, solo nos permite guiarnos por la certidumbre.
In-Edit es, en parte, un festival que curiosamente contradice este principio, aunque el listado de nombres propios aparezca de otra forma. En lugar de buscar un sentido de trayectoria por el estilo u obsesiones de la persona detrás de cámara, el interés del público se vuelca sobre el objeto retratado. Se da una contradicción solo parcial al gesto de Bellucci: los nombres Serra, Hong o Costa son reemplazados por los de Fripp, O’Connor o Cohen. El festival, en su punto intermedio entre el interés musical y cinematográfico, se decanta por lo general por el primero de estos elementos a la hora de promocionar las obras. Ahí radica tanto su interés como la inseguridad para el público cinéfilo, que le toca armar su festival desobedeciendo lo que siempre se le ha enseñado, guiándose por el qué y no por el cómo.
En Velvet Goldmine (1998), Todd Haynes introduce un reportero que, se podría decir, escucha y escribe la película que vamos a ver. El personaje de Christian Bale sirve no solo para que desconfiemos de lo que estamos viendo, sino también para cuestionar en sí mismo el gesto de convertir una biografía en una suerte de relato estructurado. La ficción y su tendencia a la coherencia total son especialmente engañosas a la hora de abordar una vida, donde las motivaciones de personaje o las backstory resultan insuficientes para explicar cualquier suceso. Por esto, el protagonista de Velvet Goldmine tiene una fuerte base biográfica en David Bowie, pero también se cuelan Bolan y Ferry. Se trata de un monstruo contaminado por el imaginario del glam y las fantasías de sus fans. Haynes no trata de escarbar en la parte verídica de estos personajes que basaron su vida en el espectáculo.
In the Court of the Crimson King: King Crimson at 50 (Toby Amies, 2022) tampoco trata de construir un relato total sobre King Crimson o la figura de Robert Fripp. La película mantiene un formato más o menos cronológico, pero no se empeña tanto en resumir a King Crimson como en acercarse al fenómeno de lo que es ser parte de la banda o haber pasado por esta. Si bien se sigue un formato coral de entrevistas, Amies establece una estructura dramática donde cada persona orbita en torno a la figura omnipresente de Fripp. Es aquí donde está la mayor peculiaridad del seguimiento. En vez de presentar esta serie de testimonios como un tributo, la primera media hora del documental establece al líder de la banda como el antagonista de una comedia en la que cada integrante debe bajar la voz si se encuentra cerca del tirano.
Esto no implica, claro está, que se trate de un intento de desmitificar a Robert Fripp. Al contrario, se establece a King Crimson como la gran banda de rock que contradice todos los principios estéticos del género, y cuya gracia radica en este concepto de la disciplina anti-rockera. Hasta cierto punto, la actitud de Fripp frente a King Crimson recuerda al Herzog de Burden of Dreams (Les Blank, 1982); la banda es un proceso que sí o sí implica un grado de sacrificio que trae más sufrimiento que recompensas. Buena parte de los entrevistados reconocen que su paso por King Crimson les ha dado gratificaciones musicales que no han conocido en ningún otro proyecto, al mismo tiempo que declaran que no volverían al grupo bajo ninguna circunstancia.
Desde un formato de biopic más tradicional, Nothing Compares (Kathryn Ferguson, 2021) se enfoca en los inicios de Sinéad O’Connor, desde su primera banda hasta el “exilio” del pop que vivió a medida que empezó a ocupar su nueva plataforma masiva para dar un discurso cada vez más politizado. A diferencia del retrato de Fripp, no vemos a O’Connor en la actualidad y solo escuchamos su voz en presente para evaluar algunos de los eventos clave, por lo que el retrato se vale principalmente de material de archivo.
La postura de Ferguson es claramente la de una reivindicación política, no solo mostrando como varios de los reclamos de O'Connor fueron en realidad justos, sino también cómo el tiempo le ha dado la razón y el mismo ambiente del espectáculo que la marginó ha convertido algunas de sus proclamas –legalización del aborto, denuncias contra la pedofilia en la Iglesia Católica— en algo corriente, incluyendo a muchas artistas jóvenes que pueden exponer los mismos reclamos sin miedo a las represalias del mundo del entretenimiento.
Por otro lado, el recorte de Ferguson obedece al mismo marco temporal al que el ambiente mainstream condenó a la cantante irlandesa. Repasa los dos primeros discos que la llevaron al estrellato, y se cierra con Am I Not Your Girl? (1992), su experimentación orquestal que no consiguió la promoción que merecía después de la famosa presentación en Saturday Night Live. Como en la mayoría de los recuentos de O’Connor, Nothing Compares es una especie de historia de auge y caída donde no caben los casi 10 discos que hizo después de esta presentación, su conversión al islam o el complejo devenir político posterior a romper la foto del Papa en vivo.
El retrato de Cesária Évora (Ana Sofia Fonseca, 2022) se basa también en el archivo, lo que resulta esperable considerando que la mítica cantante caboverdiana murió hace más de 10 años. Sin embargo, la cantidad de material que maneja Fonseca hacen que se pueda ubicar la figura de Évora desde mucho antes de su fama europea, incluyendo su vida cotidiana en Cabo Verde y su posterior “descubrimiento” europeo. Évora y su familia parecen adorar la cámara, por lo que el trabajo de la película tiene que ver principalmente con conseguir sacar un relato de un material compuesto principalmente por sobremesas, asados e improvisaciones musicales.
Si bien no se trata del centro de la narración, queda claro que la historia musical de Évora data desde mucho antes de su reconocimiento francés y la grabación de La diva aux pieds nuds (1988). El estrellato de la cantante es inseparable del espacio nuevo que tuvo la world music para el público europeo y estadounidense desde los años 80, con toda la carga colonial que implicó la "apertura" musical de esa etiqueta. Sin embargo, y Fonseca lo deja claro, la música estaba desde mucho antes de la llegada de las discográficas extranjeras.
En la película se enfrentan los viajes de Évora a Europa, su trato internacional como estrella y sus portadas de revista versus la vida en casa y la vuelta instantánea a la “normalidad” tercermundista después de cada gira. La “reina de la morna” regresa con la actitud correspondiente, en un gesto que podría recordar lejanamente al de ciertas estrellas de la música urbana: llenar la maleta (siendo más exacto, docenas de maletas pagando exceso de equipaje) para volver a repartir regalos y comida por montones en Cabo Verde.
A pesar del progreso cronológico, el retrato de Fonseca se se mueve casi siempre en este ambiente casero y cotidiano. El ingenio del montaje se puede concentrar en la breve escena junto a Compay Segundo. Como si se tratara de una comedia romántica del Hollywood clásico, Fonseca comienza mostrando divertidos momentos de desencuentro entre las dos estrellas de la música, intransigentes a la hora de ceder en términos musicales y de camaradería. De pronto, una elipsis nos ahorra la reconciliación y el alcohol para pasar a un inesperado flirteo entre ambos, particularmente descarado de parte de Évora. Esta especie de actitud, entre orgullosa y anti-protocolar, es la que mejor consigue dar el retrato de Fonseca.