Informe XV Sanfic (2): Las niñas primero
Como reflejo de una sociedad inequitativa y desigual, el mundo cinematográfico no queda exento de la reproducción de estereotipos de género que vienen siendo denunciados por las mujeres de la propia industria a nivel mundial, tanto en relación a quienes dirigen los filmes, como a los personajes protagónicos y las historias que se cuentan. La industria del entretenimiento, tal como la publicidad, han recogido rápidamente el guante, más con fines comerciales que con una real convicción de representar a la otra mitad. El feminismo se puso de moda, con el riesgo de utilización que ello conlleva. Al fin y al cabo, no se trata sólo de incluir mujeres, sino de incorporar un discurso donde ellas lleven las riendas de su propio destino.
Por eso regocija que en la decimoquinta edición del Santiago Festival Internacional de Cine (SANFIC) fueran varias las películas, especialmente latinoamericanas, que cuentan con potentes personajes protagónicos femeninos, particularmente niñas: fuertes, con iniciativa, que toman decisiones y las ejecutan. Elena, uno de los dos personajes principales de la película chilena El hombre del futuro, de Felipe Ríos, interpretada por la actriz Antonia Giesen (que le valió el premio revelación en el festival checo de clase A, Karlovy Vary), es una de ellas. La ópera prima de Ríos cuenta con el director argentino de la extraordinaria Muere, monstruo, muere (2018), Alejandro Fadel, como co-guionista, quien propuso centrar la historia en torno a Elena (que en un principio era un personaje secundario), lo que ayudó a Ríos a encontrar una manera adecuada de expresar las emociones que quería comunicar y conectarse con el lado femenino de la historia, que a juicio del propio director chileno es la parte más interesante de la película.
Filmada en la Patagonia chilena en difíciles condiciones geográficas y climáticas, El hombre del futuro es un road trip y un viaje intimista que transcurre en la Carretera Austral, donde se cruzan los caminos de Michelsen (un maravilloso José Soza, que hacía tiempo no se veía en el cine chileno), un camionero que comenzó a conducir a los 13 años y que emprende su último viaje hacia Villa O’Higgins ya anciano y enfermo, y el de su hija Elena, para la cual no ha sabido ser un padre y que no ve desde hace 15 años. A pesar de que en los títulos de sus obras Ríos nombra a los hombres (anteriormente había hecho el corto El hombre de la maleta (2003), también en condiciones climáticas extremas), es el personaje principal femenino al que le queda futuro (a diferencia de su padre), no sólo por su juventud, sino por su entereza y lucha por hacerse su propio destino. Elena vive en Cochrane en la región de Aysén, un pueblo que considera atrapante, por lo que deja el colegio y emprende viaje a Caleta Tortel para hacer una exhibición del boxeo que practica, pero para el cual no es buena. En la localidad de los puentes de madera y del río Baker se produce el encuentro entre padre e hija, donde Michelsen le plantea a Elena si tiene alguna pregunta que hacerle. Ella le dice que él no la conoce y éste le contesta que no fue capaz de ser un padre para ella, que no supo hacerlo. Una escena con tal intensidad dramática y con una actuación tan sentida y profunda de Antonia Giesen, que bien podría quedar en los anales del cine chileno de esta época, en que los hombres pueden ser capaces de reconocer sus carencias afectivas y las mujeres de perdonar y seguir adelante solas a pesar del dolor de la ausencia.
En la ficción uruguaya Los tiburones, de Lucía Garibaldi, la niña de 14 años Rosina -que vive en el balneario Piriápolis, donde surge el rumor de que hay tiburones y, junto con ello, la paranoia que se expresa en un grupo de alerta de WhatsApp-, está lejos de representar a las jóvenes de su edad: a diferencia de su hermana, a ella no le interesa arreglarse, depilarse las piernas (“pareces un macho”, le dice la madre) ni conversar sobre experiencias sexuales con otras chicas en la playa. Ella es quien ayuda a su abuela y durante el verano trabaja con los chicos locales en el emprendimiento de limpieza de jardines y piscinas de su padre. Es con uno de ellos que se obsesiona, al punto de secuestrar a su perra y vengarse con una acción de antología hacia el final de la película, que devela su falta de conexión y empatía. Con 33 años, la directora Lucía Garibaldi, que resultó elegida con la Mejor Dirección en el Festival de Sundance (donde Los tiburones fue la primera película uruguaya en competir), buscaba crear un personaje incómodo y lo logró. En este coming of age situado en la costa, Rosina es manipuladora y hace lo que se le viene en ganas, sin medir consecuencias: en vez de imaginar lo incorrecto y reprimirlo (como la mayoría), el personaje interpretado por una actriz no profesional con la cual la directora estuvo dos años haciéndose su amiga antes de filmar, piensa, trama y concreta, sin culpas ni mayores miramientos.
También es una niña entrando a la adolescencia la protagonista de Ceniza negra, co-producción de Costa Rica, Argentina y con gran cantidad de técnicos chilenos, según explicó su directora Sofía Quirós al momento de presentar la película en Sanfic, como parte de la selección de la Semana de la Crítica de Cannes. Surgida a partir del cortometraje Selva, que también se presentó en el certamen paralelo del festival en 2017, con la misma protagonista (la joven costarricense Smachleen Gutiérrez) y donde ya aparecen elementos fantasmagóricos y experimentales, Ceniza negra se adentra en un mundo sobrenatural en que la niña convive con la muerte de sus referentes maternos y la vejez avanzada de su abuelo, mientras se integra al mundo juvenil en su pueblo en la selva costarricense, plagado de animales imaginarios, muertos que le hablan y fantasmas.
El hacerse grande en el caso de May, de 14 años, tiene en La tercera esposa, de la directora vietnamita de 34 años Ash Mayfair, características de matrimonio forzado en la Vietnam rural del siglo XIX, cuando es casada con un terrateniente que ya tiene dos esposas, siendo apenas una niña. La imagen se vuelve aún más perturbadora cuando May se embaraza y espera dar a luz un varón para mejorar su condición al interior de la familia extendida; casi una niña jugando con muñecas, pero de carne y hueso. El machismo es evidenciado por la mirada de la directora (es, definitivamente, cine de mujeres), que junto con denunciar las atentatorias y denigrantes prácticas tradicionales, propone una sorora alianza entre las esposas que se apoyan entre sí durante los embarazos y en los asuntos de la seducción, en vez de hacerlas competir entre ellas por la atención del marido compartido.
Con Harley Queen, la icónica dupla de cine social que ha construido un particular tratamiento audiovisual de sus películas -Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda- pone en el centro de los habitantes de lo que fue el sector Bajos de Mena a una joven estriper, bailarina y madre que busca formas de sustento a través de un productora de eventos para adultos -en la que la acompaña su amigo el neonazi- y trata de reinventarse (como en su intento de hacer de guía de tours paranormales), para hacer frente a la marginalidad desde su arrojo y desparpajo. Usando la estética del personaje de comics Harley Quinn (en juego de palabras con el título del filme), la acontecida pobladora baila en clubes nocturnos y ensaya provocativos pasos delante de su pequeña hija, sin ver contradicción con el encendido discurso feminista que pregona en las marchas. Los creadores del Festival de Cine Social (FECISO) vuelven a la esencia de sus primeros trabajos como Mitómana (2009) o El pejesapo (2004) y se alejan un tanto de su trabajo anterior, Il siciliano (2017), mezclando la crudeza del documental en los márgenes con escenas ficcionadas del atractivo personaje que construyó Carolina Flores, que le valieron el premio a Mejor Actriz en Sanfic, junto a la Mejor Dirección para Sepúlveda y Adriazola.
Otra dupla de realizadores que presentó en Sanfic su último trabajo fue Bettina Perut e Iván Osnovikoff, que ganaron el Premio Especial del Jurado del Festival Internacional de Cine Documental de Amsterdam (IDFA) con Los reyes. El oficio de Perut y Osnovikoff en la observación documental es de tal nivel, que logran construir un filme de una hora y veinte minutos en que los protagonistas son dos perros que viven en el Parque Los Reyes, construyendo una historia de compañerismo y afecto a los que bien podrían aspirar los humanos que hacen de la plataforma de skate su lugar de encuentro.
Si de mujeres directoras se trata, el Premio a la Mejor Película chilena fue para Lemebel, de Joanna Repossi, un documental que funciona como tributo del propio homenajeado que mandata a la directora no dejar de filmarlo cuando le descubren cáncer y le propone tomas, imágenes y hasta música para incluir en el legado de quien de adolescente ya tenía la intuición de que podía decir algo a través del gesto y la pirotécnica corporal, y que se convirtió en la voz de los homosexuales pobres en dictadura.
La directora peruana Melina León aborda en la ficción basada en hechos reales Canción sin nombre, estrenada en la Quincena de Realizadores, la historia de la ayacuchana Georgina, a quien le arrebatan a su bebita recién nacida en una clínica clandestina limeña durante los años ochenta (a la cual llegó por un aviso radial), en tiempos del terrorismo de Sendero Luminoso. Con una bella fotografía en blanco y negro del reconocido director de foto peruano-chileno Inti Briones (que en esta película se estrena como productor), Canción sin nombre nos habla de la desesperación y persistencia de Georgina por encontrar a su hija arrebatada apenas cortado el cordón umbilical con la excusa de que tenían que revisarla en otro hospital, a la que ni siquiera alcanzó a conocer. La ópera prima de Melina León nos sumerge en forma dramática en uno de los aspectos menos conocidos de las vulneraciones a los derechos humanos de las mujeres peruanas más pobres, como es el secuestro y desaparición forzada de niños/as en la época del terrorismo, que se suma a la esterilización forzada a indígenas y campesinas en tiempos de Fujimori.
La tortura experimentada por Haydée Oberreuter (65 años) en dictadura después de que su madre y su pequeña hija de un año fueran secuestradas y mientras estaba embarazada de Sebastián, que le significó la pérdida de su hijo en el vientre, es el foco del documental de derechos humanos Haydée y el pez volador, de la cineasta chilena Pachi Bustos. Tras años sin haber hablado públicamente de lo sucedido, Haydeé dio una entrevista a la periodista Alejandra Matus en el desaparecido semanario Plan B en 2004, que daría inicio a la lucha judicial contra los perpetradores de la Armada sin que ella lo decidiera, cuando un abogado de Valparaíso -Don Vicente- leyó la entrevista y decidió querellarse por ella. El documental de derechos humanos en tanto género no necesariamente debe responder a la exigencia de mayor innovación en lo formal que algunos le piden, en tanto el testimonio sigue siendo la más potente de las estrategias cuando sus protagonistas, aunque envejecidos/as, siguen con vida y son sus propios cuerpos el soporte desde el cual se cuenta la historia reciente de nuestro país, a casi 46 años del golpe de Estado, constituyendo en sí mismo una forma de reparación simbólica.
El documental español El silencio de otros (Almudena Carracedo, Robert Bahar), ganador del Premio Goya 2018 en su categoría y que trata de casos de violaciones de derechos humanos durante la dictadura de Franco, parece reafirmar la idea de que el formato más clásico (o menos “creativo”, si se quiere) sigue funcionando cuando sus protagonistas son las propias víctimas. Los dos primeros capítulos de la serie política finlandesa Héroes invisibles, exhibidos en un Sanfic Industria que por primera vez incluye series y que programará Chilevisión en septiembre, sí representa un refresh en producciones políticas sobre dictadura en formato televisivo. Muy en sintonía con Santiago, Italia de Nanni Moretti en el caso del apoyo de la Embajada italiana (que tuvo su estreno latinoamericano en BAFICI y tendrá el chileno en FicViña), la serie aborda en una ficción basada en hechos reales el rol de diplomáticos finlandeses que de manera clandestina, sin el beneplácito de su gobierno, salvaron las vidas de miles de chilenos perseguidos en dictadura.
Apenas un mes antes de su muerte a los 90 años, se estrenó en el Festival de Cine de Berlín Varda por Agnès (título del nombre de un libro publicado 25 años antes) en que la abuela de la Nouvelle Vague y pionera del cine feminista hace un recorrido por su obra, en una suerte de masterclass en que explica de primera fuente su máxima: “inspiración, creación y compartir”. En lo que fue una película de despedida, cuenta sus motivaciones al filmar clásicos como Cleo de 5 a 7 (1962), Jane B. (1988) o Una canta, la otra no (1977), y su posterior dedicación al documental luego de Los espigadores y la espigadora (2000). Además de su trabajo como cineasta, Varda revisa también parte de su trabajo como artista visual en diversas instalaciones a las que se abrió paso tras descubrir las posibilidades de creación que le ofreció el cine digital. Escuchar de su propia voz las claves de su exhaustivo trabajo vuelve a Varda por Agnès un testimonio necesario y eterno de esta cineasta que animó a las mujeres a dirigir sus propios proyectos, siempre situada de su lado y del de los trabajadores.
El mundo allá afuera
La selección de títulos de la Semana de la Crítica de Cannes que se exhibieron en Sanfic trajo de la mano de la animación del francés Jérémy Clapin, I Lost My Body, una innovadora forma de narrar la historia de un joven musulmán que se recluta como aprendiz de mueblista para llamar la atención de una chica. Literalmente vino de “la mano”, dado que en esta estructura de dos relatos que corren paralelos, uno es el de una mano que escapa de un laboratorio de disección y recorre la ciudad en busca de su cuerpo perdido y el otro es del chico que, a pesar de la soledad de haber perdido tempranamente a sus padres (y luego su extremidad superior), se las ingenia para perseguir el amor, descubrir los sonidos del mundo y seguir adelante.
Distinto es el caso del también joven musulmán que protagoniza Young Ahmed, en que los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne se meten peligrosamente en el fanatismo religioso de un aprendiz que se vale de una interpretación radical de las escrituras del Corán y de las fanáticas enseñanzas que le transmite el imán, para despreciar a las mujeres (a su profesora, a su propia madre). Peligroso enfoque en tiempos de islamofobia, en que el joven Ahmed representa la cara más oscura del fundamentalismo.
Si de religiones se trata, el genial director palestino Elia Suleiman propone en It Must be Heaven una observación irónica y humorística, a modo de gags ambientados en Nazareth, París y Nueva York, de las tensiones religiosas que han impedido que Palestina se constituya en un Estado propio, concluyendo que la militarización que sufre su pueblo se manifiesta en otras ciudades en la excesiva presencia policial a niveles del absurdo (las coreografías de policías montados en patinetas filmadas de forma cenital son muy atractivas), una carrera armamentista sin control y la liberalización del porte de armas (graficado en personas armadas hasta en el supermercado). Suleiman no necesita hablar, sólo observa y escucha cuando un productor francés le señala adherir a la causa palestina, pero se excusa de apoyar la producción de la película por considerarla “muy poco palestina”, o cuando el mismísimo Gael García Bernal le cuenta que le han ofrecido el absurdo de actuar en un filme sobre Hernán Cortés en inglés, para ironizar que así debe ser el cielo en otras partes del mundo, las que terminan siendo tan parecidas al lugar del que viene.
El francés François Ozon en Gracias a Dios abandona el estilo de sus películas anteriores para narrar, muy apegado a cómo ocurrieron los hechos, el abuso de un sacerdote a niños pequeños que pertenecían a un grupo Scout y que, a pesar de que la verdad salió a flote gracias a la entereza de víctimas que denunciaron después de muchos años, se mantenía en contacto con niños y oficiando misas.
También se convirtieron en víctimas, pero de un proyecto inmobiliario y de la aspiración de la clase media a tener una casa propia, la joven pareja protagónica de Vivarium, del irlandés Lorcan Finnegan, que ganó el apoyo en la distribución de Gan Foundation en La Semana de la Crítica de Cannes. En sintonía con la clásica Dimensión desconocida, este thriller de ciencia ficción nos sumerge en la domesticidad urbana de unos jóvenes que quedan atrapados en una comunidad sin residentes donde son los únicos habitantes. “¿Recuerdas el viento, Gemma?”, le pregunta Tom a su novia y agrega que no sabía lo agradable que era antes de llegar al terrorífico enclave urbano Yonder, donde todo parece una maqueta inmobiliaria.
Una forma de leer a los jóvenes guerrilleros colombianos que mantienen secuestrada a una norteamericana y a una vaca, los protagonistas de Monos del colombo-ecuatoriano Alejandro Landres (Mejor Dirección en Sanfic), es considerarlos víctimas de la violencia del conflicto interno, mientras otra mirada es que la promueven o la justifican en este mundo distópico en el que, armados y organizados en estructura militar, siguen siendo adolescentes con las pulsiones propias de la edad. Con aires y citas al Señor de las moscas, más que una película de acción donde los actores hicieron arriesgadas maniobras en la montaña o la selva, es una provocativa reflexión sobre el poder, y que representará a Colombia en la carrera por el Oscar a Mejor Película Extranjera.