Informe VIII Festival de cine de Cali: Tras los pasos del animal
Por una invitación de su director artístico, Luis Ospina, pude asistir como parte del jurado de competencia nacional al Festival de Cine de Cali, el que celebraba su octava versión, siendo mis compañeros de jurado Yulene Olaizola y Diana Kuéllar, directoras mexicana y colombiana respectivamente. Aunque pude ver poco más allá de la competencia colombiana - la que ya paso a comentar- el festival de Cali es un evento donde la cinefilia se respira de la mano de una selección competitiva y de una muestra paralela de muy buen nivel. Además de actividades relacionadas que, entre otras, este año incluía un coloquio académico previo al festival y que compartía a algunos de los invitados (un modelo de gestión a seguir a mi parecer). La muestra paralela incluía, entre otras cosas, una retrospectiva a Jean Daniel Pollet, documentalista francés experimental fallecido hace unos años, una pequeña selección de la muestra de Ruiz de la cinemateca francesa, algunos filmes del último tiempo que han dado que hablar -como La muerte de Luis XIV (Albert Serra), Ultimas conversaciones (póstuma de Eduardo Coutinho), o Homeland, Irak año cero (Abbas Fahdel)- y las reversiones clásicas y aún desconocidas de Drácula (Melford, 1931) y El vampiro negro (Viñoly Barreto, 1953). Esto como un botón que da cuenta de que es un festival pequeño pero con bastante inquietud respecto de su curatoría y línea general de trabajo, con el trasfondo de la ya “mítica” Cali que el mismo Ospina se ha encargado de filmar y relatar.
Se aprecia, también, una camada joven de la que ya hemos ido teniendo noticias en Chile (Oscar Ruiz Navia, Santiago Lozano, Cesar Acevedo), que aglutina parte de las actividades cinematográficas de la ciudad. Se nota que viene con mucho empuje y trabajo, de tal forma que la película ganadora fue de la misma ciudad, la que sin duda destacaba dentro de la competencia.
Competencia nacional
Para mí es imposible disociar Cali de la escena caleña de los setenta que nos relata Ospina en Todo comenzó por el fin, y la pregunta por la herencia o tradición en parte del cine actual es algo que me rondó durante todo el festival. Revisando la competencia nacional y discutiendo con algunos cineastas y críticos colombianos, uno puede pensar más bien que las huellas del cine colombiano actual están más relacionadas con las vetas del documental y el realismo sucio de Víctor Gaviria que con el tropicalismo gótico o la crítica a la pornomiseria.
Sin ir más lejos, para mí el visionado estuvo marcado por la proyección de La mujer del animal, del propio Gaviria, que acarreó una cierta expectación local con la película a sala llena. El filme en cuestión relata el secuestro, vejación y tortura por parte de “El animal” (Libardo) a Amparo, una adolescente, ambientado en el conurbano de Medellín hacia la década del ochenta. Filmada con parte de su elenco por actores no profesionales y en los mismos barrios marginales en que se sitúa la historia, la última película de Gaviria es el relato de esa agresión desde el punto de vista de quien la perpetra y redunda en la idea de una violencia traumática y sin explicación, estableciendo un viaje que va de menos a más en términos de agresión física y verbal. El relato, basado en la historia real de una banda que secuestraba mujeres, no posee matices ni segundas lecturas, más que el hecho de la existencia de esta brutalidad, especie de “denuncia” centrada en la fuerza del impacto. La cuestión central, claro está, es la representación de la víctima como tal, sin agencia ni capacidad de respuesta, lo que no se justifica con la dimensión testimonial (“esto fue así”) sino que tiene consecuencias -a mi parecer altamente discutibles- respecto a la representación de la violencia de género y el lugar de la mujer. Toda agencia -imaginativa, móvil, reflexiva, de resistencia, de capacidades- que podría haber tenido la protagonista se encuentra aquí ausente y justificada en el pregón didáctico de la vejación. Para algunos amigos colombianos la dimensión catártica de la violencia se hacía necesaria en un país amnésico. A mí personalmente me causa serias dudas sin que esta incorpore su reflexión en la propia puesta en escena.
Es un caso, desde otro ángulo, similar lo que me ocurrió con El valle sin sombras (Rubén Mendoza). Este se presenta como un documental sobre la llamada tragedia de Armero: un aluvión que pasó a llevar un pueblo entero y cerca de 25 mil personas. El documental testimonia a sobrevivientes del hecho, relatándonos no solo el día mismo sino además las posteriores dificultades que incluyeron la demora del rescate, los robos a las casas, el secuestro de niños y la insalubre atención de la cruz roja. El documental de Mendoza no escatima en detalles, sean estos cadáveres o testimonios cruentos por parte de los sobrevivientes, con bastante manipulación vía montaje, lo que lo lleva a algo cercano al documental televisivo. Desde un ángulo opuesto, el filme Oscuro animal (Felipe Guerrero) nos conduce a otras elucubraciones que se topan con los dos ejemplos anteriores en el maniqueísmo al revés: acá se tratará ahora de dar una distancia reflexiva a la historia de tres mujeres desplazadas que sufren la violencia de género al interior del “conflicto”, ya sea por ser guerrillera o esposa. Cada una a su medida debe soportar la vejación y la violencia a la que están expuestas, en un relato que se arma en términos de un puzzle de puntos de vista y un tratamiento riguroso con el encuadre y la luz. Desde una actuación antinaturalista y sin ningún diálogo presente, la “lección” simbólico- estética de la película es el de un artificio sin fondo mayor que el de la mostración. En las antípodas formales de Gaviria, tiene en común la cuestión central de la vejación y la exposición sin una reflexión a fondo de su mecanismo de exhibición de la violencia, dejando intacto el estatuto de la víctima.
Tal como en ambos filmes -La mujer del animal y Ese oscuro animal- la cuestión del desde dónde se elije representar a las clases subalternas es el nudo del conflicto en tres películas más presentes en la competencia. Estas son Los nadie (Juan Sebastián Mesa), Siembra (Santiago Lozano, Angela Osorio) e Inmortal (Homer Etminani). En la primera es un “nosotros” situado en el ambiente urbano de la ciudad de Medellín, retrato de una juventud que se mueve entre tatuajes, malabarismos, el punk y la carencia afectiva. Aquí “los malos” son los adultos, la institución; los buenos “a priori” los propios jóvenes, retratados con empatía pero poca contradicción. Los nadie, aunque pueda dar material para algún antropólogo respecto a hábitos, actitudes, oralidades y mundos juveniles, carece de punto de vista ético y distanciado desde donde observar el mundo que elige representar. Por el contrario, Siembra posee a su favor la distancia, se trata del ingreso por parte de los realizadores al universo de afrocaribeños también desplazados por el conflicto, cuyo protagónico, Turco, se mueve entre el duelo de su hijo y el deseo de volver a su pueblo costero natal. Con mucho de observación documental, y un tratamiento en blanco y negro que recuerda las fotografías de Sebastiao Salgado, el filme aborda los mundos rituales y socioculturales implicados en este universo social (el baile, el ritual del entierro) y su tensión con lo urbano (sobre todo el universo ya implicado de las pandillas y el narcotráfico). Aunque coherente, Siembra es también una representación empática y piadosa del otro que deja intacta las distribuciones sensibles entre quienes observan y quienes son observados. Cerrando este eje, Inmortal es un filme iraní-colombiano que combina de forma creativa el documental con la ficción, en un tratamiento bifurcado que tiene a dos personajes que nunca se encuentran: Hellens y Cosme. La primera a la búsqueda de un hermano desaparecido, el segundo un hombre que vive en las costas y que ha dedicado su vida a rescatar cadáveres del mar, en un punto de llegada del río. A este río, por lo general, se lanzan cuerpos provenientes del conflicto armado: la potente metáfora de este encuentro entre río y mar es señalada al final como punto de bifurcación que es también donde lo documental y lo ficcional se bifurca: este bucle es problematizado por el montaje, y su forma inorgánica se presenta como tal, abierta e incompleta, en distintos niveles y registros. Cosme termina siendo una especie de transductor de energías, un vigilante del ocaso fallecido en una misión sin fin.
Apenas dos películas me quedan por comentar de la competencia, pero elijo cerrar solo con una. Esta es Atentamente, de Camila Rodríguez, un documental sobre un hogar de ancianos que tiene por protagonista a una pareja conformada por Libardo y Alba, hecho con mucho detalle en el trabajo con el espacio y en la recreación de situaciones. Uno de sus puntos fuertes es el de la descripción del estado emocional de Libardo respecto al abandono y la relación con su hija, a la que tuvo que abandonar por su estado de pobreza. Su punto más débil es también su coherencia formal, la que está resuelta en estructura y punto de vista pero medida y ejecutada sin sobresaltos.
Algo más
Apenas tuve tiempo de ver algo más; la película de Isaki Lacuesta e Isa Campo La próxima piel, un thriller algo descolorido en torno a la reaparición de un niño luego de ocho años de desaparecido en los Alpes franceses. En la constante incógnita sobre si es o no es el verdadero hijo y las misteriosas razones de su desaparición, la película de Lacuesta y Campo genera clima y se mueve en un espacio interesante, pero ahí donde busca sugerir termina enunciando, entorpeciendo un ritmo que se deja ver resueltamente pero con mediano interés.
Por último, asistí con curiosidad a la película de Yulene Olaizola y Rubén Imaz, Epitafio del 2015, que por alguna razón no pudimos ver en nuestro país. El filme se centra en la hazaña de tres conquistadores que apenas antes de la invasión del ejército español a la ciudad de Tenochtitlán (1519) deciden subir el volcán Popocatépetl, una mole de 5400 metros de altura en búsqueda de azufre. El filme se centra en la épica, pero sobre todo en las dimensiones físico-espirituales de la subida en un viaje acompañado por un trabajo en la masa sonora y musical, situando así una relación donde historia, ficción y cine se entremezclan para confundirse entre referencias y detalles que dan a imaginar el sentimiento de sus protagonistas frente a la cruda y despiadada naturaleza. Una película más que interesante que esperemos pueda verse en nuestro país.
Iván Pinto