Informe V AricaDoc (3): Jóvenes, Hombres y Posthumanos con cámaras
Este informe AricaDoc refiere a los filmes Nuestras derrotas de Jean-Gabriel Périot, Un hombre y una cámara de Guido Hendrikx y ¿Qué hago en este mundo tan visual? de Manuel Embalse.
Interludio francés: una política sin historia ni representación no es política
En un campo distinto al de Wilkerson se encuentra Nuestras derrotas (Nos défaites, 2019). Jean-Gabriel Périot ha recorrido otros lugares de la militancia, en Europa, con Una juventud alemana (2015), sobre los extremistas de la Facción Baader-Meinhof, y que para este caso los referentes se encuentran en Mayo del 68 y el cine político francés de esa época. Ante su cámara un grupo de estudiantes secundarios reactúan escenas de películas políticas como La chinoise, La salamandra, À bientôt, j’espère, Camarades y otras y luego por separado se les dirigen una serie de preguntas relativas a conceptos políticos (¿qué es una huelga?, ¿un sindicato?, ¿el marxismo?, ¿la política?). El resultado deja en evidencia una diferencia enorme entre aquel entonces y el ahora, que constituye un retrato de una juventud apática, ignorante, conformista, despolitizada. Del grupo de jóvenes solo uno parece tener idea sobre lo que le preguntan, resultando también mucho más coherente en sus respuestas. Estos jóvenes que no parecen tener idea sobre lo que han estado representado y sorprendidos por las preguntas permiten resaltar dos imposturas retóricas de la militancia.
Por un lado que la enunciación de convicciones, reales o no sostienen la fuerza persuasiva del discurso militante, ese que el cine encaró frontalmente como se ve en algunos ejemplos Esa primacía de la voz militante, tan importante para el cine, muchas veces por sobre la imagen cuando esta no es impactante se pone en juego como acto performativo que puede vaciarse si la actuación que le anima (ya sea una ficción o una toma documental de algo que pasó) no está completamente desarrollada en sus posibilidades de aparición. Esto nos lleva a la segunda impostura, la del propio film de Périot, que puede ser acusado de “mal encuestador”, de escoger solo jovenes con poca claridad política, que no han pensado sobre el tema, a sabiendas que deberían haber jóvenes más entendidos, y extender eso como una generalización social. Y también que una película política no lo es solo por hablar de política, referida justo a la “edad” que se define por lugar común como ”revolucionaria”.
Sin embargo, es posible diagnóstico mal hecho, deja ver su razón en la parte final de la película. Tiempo después los jóvenes se toman su escuela debido a la injusta expulsión de un estudiante y a actos de violencia policial sobre otros jóvenes. Alcanzados por una realidad injusta que antes solo podían ver a una distancia teórica, dan muestras de un primer avance en toma de conciencia, en ese sentido la persistencia de la preguntas en ellos podría llegar a encarnarse en una mayéutica. De todas formas la pelicula no profundiza en otros aspecto de la vida de los jovenes, mientras los separa de la sociedad compleja en que viven, lejos de la de los sesenta, como fracaso de una sociedad que fue supereda por el capitalismo global aunque en el contexto actual, y con la evidencia de revueltas como la los chalecos amarillos e emigrantes , las contradicciones y crisis no son superadas, al contrario, surgen como respuesta violenta de una servidumbre voluntaria que ha domesticado cualquier pensamiento critico o posicionamiento politico reflexivo, dejando la caricatura que la politica le pertenece a los politicos profesionales.
Si bien ese orden discursivo es global, la película no busca profundizar ya que su interés es el de la encuesta a los jóvenes; he ahí su horizonte antropológico, lo contrario le hubiese complicado, irse por las ramas, a un costado más sociológico que requiere otro tipo de acercamiento. Por otro lado la película en su encuesta no vuelve sobre su propia representación, es decir, no se le interroga a los jóvenes sobre asuntos relativos a las grabaciones, el registro, o el cine (¿qué es el cine?) tal vez eso hubiera supuesto un nivel de terrenos más filosóficos (cuestionar la representación, verdad/mentira) que sin cuidado balance hubieran despojado el carácter polémico en torno a la política como representación de acción social para haber dado paso a la de el cine como representación política, algo que queda en el fondo dadas las películas que se le hace representar a los jóvenes. Aun así, me quedé con las ganas de ver que pensaban los chicos sobre el cine y sobre la película de Périot.
¿Hombres o cyborgs?
La película holandesa Un hombre y una cámara (A man and a camera, 2021) de Guido Hendrikx, hereda el título del clásico vanguardista Vertov para medir la distancia pasado-presente, con el cambio de lo que fue un atributo (de) que ahora da paso a la conjunción (y), resultando ante nuestros ojos algo a mundos de distancia. Si parte del diagnóstico contemporáneo es el apoliticismo expuesto por Périot, otro segmento tiene que ver con la percepción y reproducción de la realidad. El día en la vida del camarógrafo vertoviano era el saludo glorioso a la tecnología que revolucionaba el mundo, superando el humanismo con un nuevo materialismo visual, algo que hoy es inseparable del sistema de vigilancia espectacular que ha hecho implosionar las fronteras entre sujeto y real-mediático. La propuesta de Hendrikx es sencilla y alocada: sin separarse de su cámara, va a tocar las puertas en casas de diversos barrios. No dice nada, solo se planta ante quienes abren la puerta y son registrados por este personaje.
La película va armando modularmente el material recogido por las sucesivas presentaciones del “hombre de la cámara” ante los dueños de casa. En la Holanda rural abundan pueblitos que prácticamente son suburbios en medio de planicies verdes, todos similares, sin mucha diferenciación entre una casa y la vecina. La presencia de este intruso que los graba hace que las reacciones sean diferentes y la película las va agrupando. Si el primer humano que ve esta cámara es una niña que salta en una cama elástica y le invita a que le tome fotos, cuando llegue a las puertas de casa por lo general serán adultos los que abran y de la extrañeza pasen pronto a la agresividad. La violencia culmina el primer segmento, con un hombre agrediendo al director. Lo que vemos durante toda película es el material registrado por el director-camarógrafo, nunca nos salimos de la mirada de la cámara, por lo que ese momento es el punto más alto del incremento de agresividad que experimenta, con golpes hacia nuestro punto de vista y la caída al suelo de la imagen. En cierta medida, acá no llegamos a preguntarnos por la no intervención de la cámara ante la golpiza, como en el caso de The Emperor's Naked Army Marches On del japonés Kazuo Hara. La pregunta por la preparación del director para este ejercicio algo exasperante salta ante esa agresión.
Las siguientes intervenciones decantan por el lado amable, en las que paulatinamente se va introduciendo “cámara” a las casas, hasta que en un par de ocasiones se le permite quedarse. ¿Qué hará en ese caso? ¿Cuánto más se quedará? ¿Es esto una invasión? De pronto cuadra que en Holanda se haya realizado el primer reality show Big Brother, y la siguiente diseminación de la telerrealidad por el mundo, hoy consumada en nuestros aparatos portátiles y las redes sociales ancladas a ellos. En la actualidad la frontera privado/público está mediado por aparatos técnicos que confunden esos ámbitos, que ya no lo son, sino que se han vuelto atributos informativos, su valor depende de si se comunican o no, son transables como imágenes y su valor depende del poder que se le pueda hacer rendir. Esa percepción ronda la película y define mucho de lo que sus desangeladas imágenes presentan: el cemento de la calle, la sombra del hombre de la cámara, patios, puertas, interiores de hogares de clase media sin muchas particularidades. La vida de estas personas es lo, en principio, ajeno: ¿quiénes son estas personas? nos preguntamos cuando dejamos de preguntarnos por la cámara. ¿Están solos? ¿Por qué tantos son adultos de tercera edad? Pero la cámara no los interroga, son ellos los que empiezan a interactuar y presentarse, llegando a decirle a que se ponga acá o allá. La pasividad de la cámara pareciera estar esperando la inteligencia de alguien como Vertov, pero nadie ahí en esos barrios parece tenerla, más que hablar de sí mismo o ser educados y ofrecer café. Al cortarse la opción de diálogo “la casa de vidrio” se exhibe sin atributos, intercambiables, pese a que queramos intuir que no. ¿La única respuesta a este “pastar” en casa sería la agresividad?
Una vez aceptada la presencia de la cámara en el barrio, los vecinos se comentan por whatsapp su presencia, deja de ser tan amenazante. Hasta que ya no se la tolere o se cumpla el límite de lo permitido por la tolerancia y los modales (queda excluido pasarla a la pieza a dormir), se la deja fuera. ¿Hasta dónde podemos tolerar vivir con alguien registrándonos? La mosca en la pared es el elefante en la habitación y parece que ya da lo mismo. Lo preocupante es que el devenir pasivo de la cámara da pie a una reversibilidad: la cámara ya no captura sino que es depositaria, es buscada y deseada (wanted and desired) porque en alguna forma -inconciente o no- hemos devenido exhibicionistas: el voyeur dejó de ser el victimario, y la dialéctica de este nuevo pacto entre amo y esclavo requiere también de que el sometido oculte un magnético poder que constituye al dominador. Finalmente, “cámara” no es un hombre, desaparece el autor, el sujeto de la historia es ahora una técnica para apuntalar la presencia, somos hombres, mujeres, niñes, etc, y cámaras. Así como se implantan miembros artificiales o es cotidiana la logística de rangos inabarcables por un individuo cualquiera, la condición de existencia en esta etapa civilizatoria ya es posthumana, la cámara no son simplemente remedos tecnológicos de ojos, es el dato del ser.
¿Qué hago en este mundo tan visual? (2020), de Manuel Embalse, es la respuesta Argentina a estos asuntos. La genial pregunta del título es asumida por Zezé Fassmor, un artista multidisciplinario peruano que vive en Buenos Aires y prácticamente codirector de la película. En plena adultez, Fassmor ha quedado ciego por una enfermedad degenerativa y uno de sus deseos es conocer las Cataratas de Iguazú. Así como se denomina una enfermedad visual “catarata”, él describe la pérdida de la facultad visual como un ver debajo del agua, y prontamente en la película todo lo visual va adquiriendo un simbolismo acuático. Con la ayuda de la técnica, su iphone incluye I.A., su intención es armar un archivo audiovisual en caso de poder recuperar la vista más adelante. Menos edípico y más narciso que el protagonista de Hasta el fin del Mundo de Wenders, el recorrido planteado por el film es menos ambicioso pero más reflexivo. Si todo es imagen, ¿qué hacer cuando no se puede ver?
Embalse registra a Fassmor registrando, grabando imagen y sonido, determinando cartografías técnicas que ya no son meras representaciones miméticas sino digitalizaciones que tienden a ser abstracciones visuales. El mundo de Fassmor se va cargando de estímulos que tienen más que ver con lo auditivo que con lo visual, así como la cámara suplanta los ojos, ella puede ser reconvertida en máquina auditiva. Los estímulos naturales pueden ser percibidos por canales auditivos o táctiles, así podemos sentir las gotas del rocío o el estruendo de la caída del agua si estamos cerca de una catarata. En Iguazú, Fassmor las puede “ver” al sentir las gotas que le caen. Esa percepción espacial de lo visual ha sido ampliada y sistematizada por la tecnología militar, muchos de los dispositivos y lecturas informáticas que son familiares para nosotros se pusieron en práctica primero como ejercicio militar de la espacialización de lo visual, como bien ha descrito Paul Virilio.
A fin de cuentas, las apariencias no son lo que ve el ojo y están ahí para su goce, como en el film holandés, sino que están más acá, captadas por otros sentidos. En última instancia, lo que se puede reemplazar es la ontología misma de las imágenes y con ello la realidad. de esta forma entendemos que esta película es tanto un documental como una obra de ciencia ficción. Fassmor no se acompleja por este devenir, al contrario, lo abraza y muestra su lado lúdico y vitalista. No deja de hacerse preguntas, sobre su condición de ceguera a la vez que se permite tomarla como material para experimentar en el arte. ¿No es la fusión arte y vida lo que demanda las vanguardias? Aun así, él tiene sus sospechas sobre el devenir de este mundo tan audio-visual en que ya no importan el adentro y el afuera, donde viajar a Iguazú o la selva puede ser no muy distinto que una inmersión digital. En un momento le pregunta a su máquina con qué ella sueña. La máquina no le da respuestas necesariamente, sino derivaciones informativas. Todo esto puede dar miedo. Lo bueno es que no dejaremos de bailar.