Informe IV AricaDoc (2): La irrupción de lo real
Conociendo AricaDoc solamente desde lejos, la primera edición en la que he podido participar (gracias a la modalidad online, aunque ya casi no sea necesario aclararlo) confirma algunas impresiones generales que tenía del festival. En primer lugar, el hecho de haber incluido en sus tempranas ediciones a directoras como Salomé Lamas o Deborah Stratman sugería una inclinación hacia formas más radicales del documental. En esta edición, el anuncio de las retrospectivas (Laura Huertas Millán y Trinh T. Minh-Ha) y algunos nombres reconocidos en otras secciones (Jim Finn, Sky Hopinka) confirmaban que se trata de una programación que juega en los límites y cuestiona las formas de la práctica documental contemporánea.
Conociendo AricaDoc solamente desde lejos, la primera edición en la que he podido participar (gracias a la modalidad online, aunque ya casi no sea necesario aclararlo) confirma algunas impresiones generales que tenía del festival. En primer lugar, el hecho de haber incluido en sus tempranas ediciones a directoras como Salomé Lamas o Deborah Stratman sugería una inclinación hacia formas más radicales del documental. En esta edición, el anuncio de las retrospectivas (Laura Huertas Millán y Trinh T. Minh-Ha) y algunos nombres reconocidos en otras secciones (Jim Finn, Sky Hopinka) confirmaban que se trata de una programación que juega en los límites y cuestiona las formas de la práctica documental contemporánea.
Si bien puede resultar redundante hablar de cómo ciertos festivales de documental se encargan de discutir las fronteras entre el cine de ficción y no ficción (desde otro lado, la pregunta por la permeabilidad de las películas en certámenes de ficción es bastante menos común), mi primera impresión vino desde los cruces de La isla de los pájaros (Maya Kosa y Sérgio Da Costa, 2019), una apuesta declaradamente híbrida respecto a las nociones de quienes actúan y quienes no dentro de un relato.
El joven Antonin es quien organiza la narración a través del relato, un tipo de voz off distanciado que en su redundancia descriptiva recuerda, como se ha señalado en otras reseñas, a los narradores de Bresson. Si bien el recurso resulta reconocible, la curiosidad de su uso viene dado en cómo las imágenes sugieren un documental de seguimiento de un joven que entra como practicante en un hospital de aves salvajes en Ginebra, un formato que normalmente no se mezcla con un tipo de narración tan impostado. En ese sentido, el hecho de que el resto de los personajes/intérpretes principales (Emilie Bréthaut y Paul Sauteur) sean realmente trabajadores del centro no tiene gran importancia, la torpeza del recién llegado se registra tanto desde la situación ficticia como en el hecho de que Antonin sea un ente externo actoral.
Sin embargo, más que la mezcla entre quienes encarnan un personaje y quienes no, la irrupción documental aparece con mayor fuerza en el trato con los animales. Obedeciendo a un principio bastante bazininano, la aparición de la operación de las aves desestabiliza la jerarquía de esta diferencia entre intérpretes y no intérpretes. Las escenas en que Antonin y Emilie comparten, sugiriendo un interés romántico de parte de él, se “interrumpen” por las operaciones quirúrgicas en el cuerpo animal. Hasta cierto punto, el hecho de que Antonin sea un “actor” se desvanece ante las palpitaciones de la carne del ave y el elemento inevitablemente documental que implica ese registro.
Aún así, La isla de los pájaros no se sostiene solamente en ese ejercicio, sino también como una especie de exploración sobre la interacción social atravesada por elementos de montaje. Si es que el potencial de la relación entre Antonin y Emilie puede que sea nada más que un juego plano y contraplano, el ruido de los aviones y los cortes en el cuerpo de las aves pertenecen a un registro tan diferente que estas diferencias empiezan a borrarse. Queda la impresión de una especie de drama atravesado por un documental científico, o bien la frase contraria también podría funcionar.
Por otro lado, la presencia de Jim Finn en la selección sugiere otro tipo de hibridación bien diferente. La obra del estadounidense se ha caracterizado por utilizar la estética y estructura del documental convencional para imaginar diferentes ucronías en las que proyectos de la izquierda del siglo XX “triunfaron”. La convencionalidad en las películas de Finn es intencionada, muchas veces como una forma de imaginar la forma en que los regímenes mismos hubiesen publicitado su victoria. Por lo tanto, el uso ilustrativo del archivo y el off descriptivo –herramientas comunes tanto de la propaganda política como del documental expositivo– son utilizados en un sentido casi contrario del original. Se trata de una técnica cómica que expone su propia falta de sutileza e imaginación para pensar tanto en una historia paralela de la “derrota” como en las técnicas persuasivas de aquello que se entiende como documentales con pretensiones de objetividad y exposición.
Con este antecedente en mente, The Annotated Field Guide of Ulysses S. Grant (2020) parece distanciarse de las obras más conocidas de Finn. En primer lugar, el acto de la imaginación histórica mucha veces lo llevaba a otros países (Perú, Corea del Norte, Unión Soviética). Sin embargo, su última película se queda en Estados Unidos y en la historia del país, en este caso ni paralela ni imaginaria. Si esto pudiese sugerir una versión más convencional de su estilo, en este caso se trata, tal cual como dice el título, de una revisión histórica que introduce al paisaje estadounidense como protagonista.
En una tradición que podría ser comparada con Las cruces (Carlos Vásquez y Teresa Arredondo, 2018) o la reciente Responsabilidad empresarial (Jonathan Perel, 2020), la exploración directa de las historias de la guerra de Secesión (o lo que se escribió sobre estas) se mezcla con la imagen de los lugares en la actualidad. Aparece encima la voz de Finn describiendo hechos violentos sobre paisajes apacibles que guardan apenas algunas placas conmemorativas. En este contrapunto recuerda también a John Gianvito en Profit Motive and the Whispering Wind (2007), otra exploración sobre la relación de la historia estadounidense con sus sitios de conmemoración.
Probablemente el único aspecto paródico venga de la fidelidad de Finn al título, una verdadera exploración comentada de los lugares en los que Ulysses S. Grant pasó durante las campañas de la guerra civil. Aún así, Finn tiene pocas intenciones de presentar una versión coherente de la historia del militar-presidente, develando el contraste de datos y la dificultad de definir su personalidad de acuerdo a las documentaciones históricas. Se trata, finalmente, de una disputa de archivos que discuten la posibilidad de realmente definir al personaje. Es aquí donde el sentido de investigación histórica aparece tan lúdico como en sus películas anteriores, incluyendo juegos de mesa creados a partir de la historia de la guerra civil y convirtiéndose en una especie de road movie sin carreteras y sin escenas de traslación.
Dentro del foco de Trinh T. Minh-Ha, Surname Viet Given Name Nam (1989) se convirtió en el tipo de película que sirve para interrogar el resto de la programación del festival. Como en otras películas de Minh-Ha, las técnicas y estrategias de registro se evidencian y discuten en algún punto. Como con las famosas “interrupciones” de la voz off de Reassemblage (1982), el viaje a Vietnam de la directora cuestiona cada recurso escogido por su registro. La mayor diferencia está en que, al tratarse de su país natal, la distancia etnográfica adquiere nuevas implicancias.
En este caso, el testimonio de las mujeres vietnamitas entrevistadas utiliza una puesta en escena y estrategias de presentación que parecen prácticamente sabotear las expectativas que tiene una entrevista. Si las famosas talking heads del documental son una herramienta común debido a su sencillez para entregar información, los rostros en Surname Viet Given Name Nam, en cambio, por momentos aparecen de manera directa y en otros los planos se quedan solamente con la boca, o bien las distintas estrategias de luz nos impiden ver con claridad cada rostro. Los discursos, en cambio, resultan bastante más transparentes respecto al aspecto testimonial de la opresión de las mujeres en Vietnam.
Sin embargo, si bien los testimonios son más directos, el gesto de la propia Minh-Ha de reproducirlos en forma de texto sobre la pantalla genera una nueva distancia, una dificultad para entrar en el ejercicio de escucha de la entrevista documental. Además, el hecho de que en algunos casos el recitado de las entrevistadas sugiera un discurso aprendido nos hace preguntarnos por la naturalidad de cada situación. Aún así, el conjunto de relatos y la narración personal de la propia Minh-Ha dan una visión profunda del tema, pero sin dejarnos nunca entrar en una actitud de inocencia o de mera recepción de información.
Este tipo de cuestionamientos arrojaron una sombra al momento de ver Arica (Lars Edman y William Johansson, 2020), una de las películas más esperadas debido a su relación con el territorio del festival. En ella, Lars Edman (uno de los directores, sueco nacido en Chile) realiza una investigación respecto a las consecuencias ambientales que tuvo el envío de desechos tóxicos de parte de la compañía minera sueca Boliden a la ciudad de Arica durante los 80’. Sin responsabilidades penales asumidas, Boliden siguió funcionando con normalidad a pesar de dejar secuelas en la salud de los y las ariqueñas hasta el día de hoy.
Edman y Johansson habían trabajado anteriormente el caso en Toxic Playground (2010), otro documental sobre las secuelas de los desechos tóxicos en la ciudad. La pareja de cineastas lleva trabajando el caso y ayudando legalmente durante más de diez años, algo que también queda explícito en la película. Sin embargo, en este caso parecieran existir pocos cuestionamientos del tratamiento documental. Más allá del formato convencional que Arica adopta (incluyendo tomas aéreas y múltiples entrevistas), la repartición del espacio entre los denunciantes y las víctimas en la película genera algunas dudas.
Si a la parte sueca –que incluye a los directores, a Boliden y a sus detractores legales, le corresponde mostrar su estrategias legales–, al pueblo ariqueño le corresponde relatar las secuelas y problemas derivados de vivir cerca del vertedero. Si bien se entiende la estrategia de denuncia, también se podría decir que las víctimas ariqueñas se desdibujan frente a las verdaderas partes actuantes de la película: los abogados y activistas suecos. Uno de estos incluso dice en algún momento que sueñan con “representar a los pobres frente a los poderosos”. Mientras tanto, la parte “pobre” aparece casi siempre sufriendo y contando sus penurias encima de un fondo musical que acentúa siempre el aspecto trágico.
Considerando esta repartición, ¿por qué la película se llama Arica y no Boliden? En un sentido más amplio, también genera dudas la centralidad que tiene el caso de Boliden como responsable único de este tipo de “accidentes” en el mundo. El retrato puntual del mal actuar de la empresa no nos lleva a pensar más ampliamente en la historia europea de dejar desechos tóxicos en países del tercer mundo. Queda en fuera de campo la aparición de un sistema más amplio que permitió legalmente el daño, más importante todavía que la impotencia ante las nulas represalias recibidas por la empresa sueca.
Otro tipo de repartición de poderes se da en Algo está quemando (Macarena Astete, Victoria Maréchal y Nicolás Tabilo, 2020). El cortometraje comienza con un largo plano secuencia de entrevista a Ettiene, un niño chileno-colombiano que comenta sus reacciones durante las primeras semanas de la revuelta de octubre en Antofagasta. Lo curioso es que Ettiene está lejos de calzar con lo que discursivamente salió de la mayoría de las películas del estallido; parece mostrar mayor simpatía por carabineros que por las manifestaciones y expresa su deseo de que todo termine lo más rápido posible.
Además de esta diferencia ideológica, lo segundo que llama la atención del plano es el tono distendido de la conversación entre el trío de cineastas y el niño. A pesar de que el plano muestra barricadas y una gran humareda en el fondo, existe cierto relajo en la forma de ir conociendo las opiniones de Ettiene al respecto. Si la “urgencia” de salir y grabar fue el motor de buena parte de los trabajos relacionados a la revuelta, en Algo está quemando se toma una posición menos precipitada que retrata el cotidiano que se podía formar al calor de la protesta pasados los primeros días. Gran parte de esta impresión la genera el propio Ettiene, cuya simpatía natural concentra la atención de la entrevista. La posible instrumentalidad que tienen las entrevistas con niños y niñas se diluye frente a su manejo de las preguntas, incluso cuando por momentos pareciera que se le sugiere un camino a seguir.
El seguimiento posterior continúa este camino de pensar formas menos urgentes frente a un contexto que pareciera demandarlas. Vemos (o escuchamos) a Ettiene jugar videojuegos –incluyendo violentos enfrentamientos con la policía en GTA, un alcance sugerente del brutal fuera de campo de Carabineros–, pasear por la calle y jugar a la pelota. Más que ignorar el acontecer importante, Astete, Maréchal y Tabilo lo inscriben a través de estrategias diferentes.
Cuando Ettiene y su amigo Benjamín pasean por las calles de Antofagasta, el plano de seguimiento a su altura logra inscribir los rayados de las paredes, incluyendo las consignas generales contra los recientes asesinatos. Poco después de un rayado exigiendo justicia por Romario Veloz -el joven ecuatoriano asesinado por militares en La Serena- escuchamos fuera de campo cómo la madre de Ettiene se defiende frente a los comentarios racistas de un paseante. Este enfrentamiento representa el momento álgido de la película, al mismo tiempo que sirve para complejizar el cotidiano de los días siguientes al estallido.