Informe Fidocs 2015 (V): The look of silence (Joshua Oppenheimer, 2014)
El arte no restituye lo visible, vuelve visible.
Paul Klee
Durante el proceso de años entre la gestación del proyecto y la proyección internacional de The act of killing (2012) Oppenheimer conoció a Adi, un optometrista y hermano de uno del millón de víctimas de la represión anticomunista en Indonesia de fines de la década del ‘60. Durante ese tiempo entre ambos se fue generando el material que llegó a concretarse en este documental, estableciendo un contrapunto a lo ofrecido en el otro. Si en aquel caso la recreación de los actos sanguinarios cometido por los agentes victimarios es el vehículo que constituye la película, en este son los encuentros y preguntas que Adi entabla con ellos y sus familiares lo que moviliza un potencial acercamiento a la verdad y la memoria de lo sucedido con la desaparición y muerte de su hermano Ramli.
Acabando con la dialéctica de “la representación de la realidad del documental” al que todavía aspiran los malos programas de reportajes televisivos, The look of silence propone que no existe pretensión de verdad sin una imaginación que alimente su posible, y varias veces, precaria instauración. Para ello la película parte del registro en que Adi interroga a los testigos directos e indirectos de la muerte de su hermano, para luego, montarlo con otras imágenes que no lo tienen como foco, muchas de carácter metafórico, empero siempre ancladas en el régimen no ficcional. Con esta combinación la narración presenta a un individuo que melancólicamente se encuentra prisionero de un trauma de carácter familiar que no vivió directamente, ya que nació dos años después de la muerte de su hermano, absolutamente ligado a la historia de su país (aquel fue un crimen más dentro de un genocidio) y que proyecta la contra-historia, es decir, el silencio de los derrotados, surge como el retorno de lo reprimido por sobre el relato oficialista, basado este último en el borramiento, la tergiversación y el silencio que parecieran colmar negativamente la memoria en la Indonesia contemporánea.
Valiéndose de su condición de optometrista viajero y del acercamiento producido entre Oppenheimer y muchos de los exagentes militares que aparecen en The act of killing, Adi aprovecha las visitas médicas con el pretexto de hacerles anteojos, en las cuales ellos se prueban distintos lentes hasta encontrar el que se ajuste a sus miradas defectuosas, para hacerles preguntas por el pasado las que recaen finalmente en una sola meta: que reconozcan su culpabilidad y, sin espacio para ninguna ilusión, que se permitan pedir perdón. Aunque eso suene ingenuo en palabras, tras la propuesta no hay en absoluto falta de candidez y, al darse cuenta los interrogados de la intención oculta de Adi, reaccionan de distintas maneras. Algunos con mucho enfado, otros con displicencia, e incluso con cinismo, pero todos terminan por despachar a Adi reduciendo toda implicancia ética, histórica, personal, social con una misma, y consabida, fórmula: “el pasado, pasado está; no tiene sentido hurgar en él”. Este discurso negacionista también es aplicado por los familiares que acompañan a los cuestionados, con lo que se abre una segunda veta temática en el documental.
Con ella nos referimos al asunto del bloqueo de la memoria a nivel de reconocimiento histórico, cuyo trabamiento operó por un lado en la continua negación de los hechos, por mentira, omisión o acomodo, hasta alcanzar la invisibilidad, es decir, como si nunca hubiera pasado, operando a nivel social o institucional en el presente; y por otro lado, como queda demostrado en la escena de la escuela, la reescritura de la historia nacional por parte del aparato gubernamental. En esta escena vemos la clase de historia con un profesor que estigmatiza y ridiculiza lo que fue el comunismo en Indonesia previo al alzamiento militar, lo mismo que falsea los ajusticiamientos y violencia paramilitar dentro de las comunidades a lo largo del país, concluyendo su enseñanza con la imposición discursiva de falseamiento histórico: que todo ello fue un proceso justificado socialmente y que acabó de buena manera, con la instauración del presente régimen “democrático” en Indonesia.
Ante ese estado es que Adi y la imagen de Oppenheimer se enfrentan, pero el documental no queda sólo allí. El ámbito familiar de Adi es puesto a prueba. Por un lado, su familia constituida: su hijo, que va al colegio antes señalado, y su esposa, que se manifiesta preocupada por la seguridad y el peligro que él confronta al entrevistarse con gente que puede tomar medidas en su contra y de su familia por el hecho de andar haciendo preguntas y aseveraciones incriminatorias. Por otro está el padre y la madre de Adi. Ella es una anciana que parece solo vivir para cuidar a su marido y lamentarse de la muerte del hijo mayor, incapacitada de cualquier posible recuperación emocional, convertida en verdadero motor de memoria, alimentando así la inquietud acerca del pasado en su hijo. Mientras, el que se encuentra literalmente discapacitado es el padre, quien sufre de alzheimer, está prácticamente ciego, sordo y tampoco puede movilizarse por su cuenta. Casi por completo desconectado de la realidad, cree que tiene 17 años siendo que tiene unos 80 y su cuerpo -lo vemos desnudo muchas veces- se encuentra en estado decrépito.
Más allá de la enjundia histórica y ética que tiene por tema este documental y el juicio sobre los asesinos hay que dejar en claro que la pretensión de rectificación histórica por parte del filme jamás se considera como realizable y menos, como un todo a concretar. En el antecedente The act of killing ya se abandonaba la ilustración en favor de la re-escenificación y la puesta en escena ficcional. Ahora con The look of silence Oppenheimer lleva el juego con el testimonio en otra dirección. Como dijo Anne Wieviorka no se trata de “llevar testigos inadecuadamente conocidos sino ponerlos delante de nuestros ojos” y lo que hace el director es colocar un televisor frente a Adi y grabarlo mientras él mira The act of killing, en especial los momentos referentes al asesinato de su hermano, representado por sus captores en el mismo lugar del crimen (y el de muchos otros detenidos), a la orilla de un río. El documental vuelve al lugar, esta vez con Adi y un amigo de su hermano, sobreviviente de la matanza. La operación de Oppenheimer realiza así un “montaje” de cuatro momentos: el momento histórico, la noche que murió Ramli, referido a sujetos que están muertos, asesinados y tirados al río (las víctimas) a quienes sobreviven los que les dieron muerte. Precisamente son ellos los que aparecen en el segundo momento, reescenificando para la cámara de Oppenheimer cómo sucedieron los hechos de esa noche, sin dejar de alardear ningún momento, es decir, actuando con el cinismo que solo el culpable inconsciente puede tener. La cámara nos transmite esa separación casi imposible de soportar. El tercer momento es el visionado de lo anterior por parte de Adi. Tal como él, vemos de nuevo esa escena del “acto de matar” a la que únicamente podemos (y pudimos) acceder mediante la representación, a la vez que lo vemos mirando la pantalla de tv: lo mismo que él somos espectadores, pero somos también espectadores de él siendo espectador. Es decir, somos testigos del testigo personalmente involucrado. El cuarto momento es cuando Adi y el amigo de su hermano van al mismo lugar. Se puede verificar como ha cambiado el sitio respecto a la anterior visita de los asesinos y podemos suponer que muy distinto habría sido, más aun siendo noche, cuando Ramli (y muchos más) murió. Sólo se puede ser testigo cinematográfico de lo diferido, de lo invisible a la mirada presente, pero vislumbrable, con dificultad, por la imaginación y el razonamiento. El resto es silencio.
A fin de cuentas el documental no busca establecer la verdad con mayúsculas, ni actuar como corte jurídica. Es tan sólo una película, pero una película algo puede. La verdad se fuga en los momentos en que los interrogados por Adi se escabullen o justifican. Como el caso de su tío, que supo de la detención de su sobrino Ramli el mismo día y no hizo nada por él. Como el caso de la madre, que al escuchar ese relato dice que su hermano (el tío) jamás le había contado nada de eso. Se lo repite a Adi muchas veces, y al final no sabemos si lo dice en serio o porque está ocultando que sí sabía o porque de tanto repetirlo se convertirá en discurso de verdad.
Tales son los tránsitos y trances que provoca esta película en sus actores, hasta llegar a un final estremecedor y conflictivo entre Adi y la viuda e hijos de uno de los paramilitares. Adi y Oppenheimer, fuera de campo pero audible su voz, se enfrentan a los familiares exaltados ante la emergencia de la imagen, proveniente de un laptop (una parte de The act of killing), de su padre aseverando lo que en cambio ellos niegan, la muerte de Ramli.
No hay reconciliación posible y por eso las imágenes del padre de Adi se vuelven cada vez más densas y metafóricas. Incapaz de ver y prisionero en su propia casa, su congoja final es la de toda su familia y, por extensión de todas la víctimas. Lo mismo que la imagen de los niños después de la escuela que juegan en un colorido y atractivo espacio cercado por una reja, transparentando la falsa democracia tutelada en Indonesia. O las larvas que, en distintos momentos, la madre de Adi o sus hijos miran y tocan, resaltando su paralelo con Adi mirando en la pantalla las imágenes de re-escenificación. A la larga lo que trata el documental son las metaimágenes a partir de lo que la imagen oficial ha callado y el silencio oficial que se ha impuesto en el país y sus habitantes. Lo que finalmente realiza Oppenheimer en conjunto con Adi es crear otras imágenes que hablen y presenten ante nuestros ojos un ajuste de mirada, como si de un trabajo de optometría se tratase, y constatar que frente a la impotencia del silencio hay formas en que el cine puede hacer decir algo a lo refractario.
Título original: The Look of Silence. Dirección: Joshua Oppenheimer. Guión: Joshua Oppenheimer. País: Dinamarca-Indonesia. Año: 2014. Duración: 103 min.