Informe Ficviña 2016 (1): Viajes perpetuos, residencias precarias

Finalizando mi paso por el Festival de Cine de Viña de este año caí en cuenta sobre un doble aspecto común entre casi todas las películas que vi: de una forma u otra en esos filmes se hacía presente el viaje -ya sea como recorrido físico o vital-, lo mismo que la precariedad de la condición del hogar. Pensándolo nuevamente, ya de vuelta en Santiago, la idea del cine, en tanto forma de narración, evoca la cualidad primigenia de las historias  que contaba el viajero de vuelta en su hogar, la funcionalidad del relato relativa a la conformación de la identidad de los sujetos y la comunidad. Así que en Viña no hubo nada nuevo bajo el sol, solo una variedad de interesantísimas historias que merecían ser contadas. Valga entonces tal perspectiva para lo que repaso en este informe.

Primero, solo de pasada constato el foco y la presencia de Ciro Guerra con tres películas -por supuesto contándose entre ellas la reconocida El abrazo de la serpiente- como uno de los aspectos de mayor interés del festival este año. También contó con la presencia de -entre otros títulos importantes de los últimos meses- Poesía sin fin, de Alejandro Jodorowsky, y La patota, de Santiago Mitre, película que armó polémica en Argentina el año pasado. Ella traza un debate acerca de posibles tomas de posición -de variables éticas, políticas, de identificación y de puesta en escena- de provechoso rendimiento, porque plantea más preguntas que respuestas.

En todo caso, si hubo una gran película en el festival esa fue el último trabajo de Luis Ospina, Todo comenzó por el fin, que fue premiado como mejor largometraje documental. Consiste en un gran fresco del movimiento de Cali. Por amplitud, duración y cualidad esta verdadera novela-río de 3 horas y media, con profusión de trabajo con archivos, personajes, historias, entrevistas, que recorre más de tres décadas, es a la vez un relato personal y un documento generacional. Ospina no escatima recursos para concluir un trabajo monumental que es tanto una memoria personal como colectiva. El director señaló que en cierta forma la producción de este filme no empezó el 2012, año que comenzó el rodaje, sino que es la obra de prácticamente toda una vida. Lo que pudo haber sido un testamento se volvió, por ironías de la vida, en el inicio de una retrospectiva que vuelve al punto de partida.

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Parte con la llegada de Ospina al hospital justo cuando daba inicio el rodaje y la detección de una enfermedad que lo tuvo al borde la muerte. Luego de ese prólogo la historia y los archivos se van estructurando alrededor de capítulos con epígrafes de diversos autores y citas de El banquete de Platón que primero cubren la infancia y juventud del director. De pronto, el documental se sumerge por completo en el retrato de la movida artística de Cali, animado por el trío más reconocido, el mismo Ospina y sus amigos Andrés Caicedo y Carlos Mayolo. Pero -y es una de la mejores gracias del documental-, demuestra que más allá de tres figuras lo que en realidad operaba en la ciudad costeña era un colectivo artístico impulsado por la juventud y energía de sus integrantes. La convivencia del grupo no consistía en ocupar una misma casona o compartir intereses similares y trabajar en equipo, lo principal radicó en la indiferenciación de barreras entre vida y producción. Viviendo su propio Mayo 68 a principio de los setenta, estos jóvenes tomaron las riendas de la creación, la realización y la difusión de los fenómenos que les interesaban, principalmente el cine, la literatura y la música. Su devenir juvenil fue uno contracultural que, no cabe duda, siempre acaba causando estragos tan fuertes como lo que desencadena su potencia liberadora y propositiva. La primera señal fue el suicidio de Caicedo, desde ahí empieza un titubeante camino hacia la madurez (no confundir con adultez) una vez que la muerte se vuelve sombra que acompaña la vi(d)a creativa. Ya en los ochentas los excesos pasan la cuenta y la densidad del grupo se traspone a la del país, cargada de drogas y violencia.

Ospina hace un censo de todos los títulos cinematográficos (cortos, largos, filmes para TV) del grupo y perfila un homenaje a Mayolo que emociona. Se le ve en sus labores de dirección en registros tras las cámaras que permiten apreciar toda la intensidad (cargada de cocaína y alcohol) de su cuerpo y genio desviviéndose por la puesta en escena de imágenes. Un momento lo dice todo, hace ensayar a una orquesta mientras él se agita y los dirige como si fuese un director de orquesta por largos minutos. Es como si Ospina no se hubiera atrevido a editar ese fragmento de archivo porque es consciente del dictamen que dice que “el cine muestra a la muerte en trabajo”.

Con todo, Ospina y sus amigos vueltos a reunir para rememorar, revisar imágenes y recorrer lugares donde habitaron no caen en la memoria nostálgica, pese al llanto de algunos. Al final del documental se vuelve al hospital y al momento en que el director es dado de alta. Será un sobreviviente, pero se lo toma con humor y cierto descaro. Pareciera ser que lo único que tenemos los vivos es el tiempo y hay que saber aprovecharlo. Ospina realizó a lo largo de su carrera otros trabajos que vuelven sobre momentos y figuras de su pasado, como si la intuición de la conciencia que acomete como paso previo y posterior a la acción fuera la mejor manera de mantener la vitalidad. Al realizar esta summa autorreflexiva de su trayectoria y la de sus pares deja un recado a la juventud actual, una actitud moral: saca provecho del banquete que te otorga la vida, hazlo durar lo más que puedas.

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De Colombia, también de Cali, llegó Siembra (de Ángela Osorio y Santiago Lozano, ganador de la mención especial FEISAL), drama con cierto aire al Cinema Novo y la literatura de Faulkner que cuenta la historia de una familia de desplazados de su localidad de origen a causa de la violencia del país. Un padre se empeña en regresar al lugar originario mientras su hijo busca otro tipo de futuro, aunque lo único que encuentra es la muerte. El desarraigo y el luto se unen en un tono poético que deja desolado y deslumbrado al espectador. En elocuente blanco y negro, la película encuadra los cuerpos, los objetos y el paisaje urbano y rural en un cruce que estiliza aspectos documentales al interior de la ficción. Actores no profesionales dan cuenta del naturalismo expresivo que asoma en cada imagen a la vez que son tratados por la fotografía como presencias corpóreas de diversa gravedad y textura. Ese elemento material también se aprecia en la música, esta conforma un elemento tan importante que en algunos momentos pareciera que se tratara de una suerte de “musical antropológico” (me recordó a Orfeo Negro) con ritmos tanto tribales como de hip hop contemporáneo. La experiencia sonora y táctil en conjunto con la temática que evade el comentario social obvio y deja paso a una tensión visual y narrativa hace pensar que luego de esta ópera prima el futuro de estos realizadores promete bastante. Esperemos que así sea.

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Una suerte inversa a la travesía de los desplazados colombianos sucede con los adolescentes del documental brasileño Waiting for B., movidos por motivación propia de sus casas a las afueras del estadio donde se presentará Beyoncé para un concierto. La “gracia” es que son tan fanáticos de la cantante que lo hacen dos meses previo a la actuación. Pasando ahí los días y durmiendo en carpas, la larga espera permite ir conociendo de cerca la vida de cada uno de ellos. Mujeres y gays jóvenes que toman a la cantante como modelo da cuenta de su fanatismo, ingenuidad y motivación. Fue una lástima que la película se exhibió sin subtítulos, por lo que mucho de lo que argumentaban los chicos no logré entender. Debido a eso no me quedó claro si se trataba a final de cuentas de una especie de docu-pop que deja todo a manos del seguimiento cotidiano con cierta postura “comercial”  (aunque, por cierto, sin involucrar a la estrella convocada por la gran tocata: no hay imágenes de Beyoncé) o si los mismos jóvenes planteaban algún grado de reflexión más apreciable que el de lugares comunes asociados al LGBT.

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Lo que sí fue decepcionante fue la última película de Fernando Lavaderos, Sin norte, ganadora dentro de la competencia latinoamericana largometraje de ficción (premios del público y de la crítica especializada). Road movie que presenta un acoplamiento horizontal de aspectos documentales a la ficción, trata de un tipo que deja su trabajo en la ciudad para seguir a su pareja que ha escapado sin aviso. Nunca se dan los motivos que tuvo la chica para iniciar una excursión por el norte de Chile hasta adentrarse en el desierto, excepto por ciertos indicios -y posteo de videos ad hoc- de su figura hippienta y dislocada. El chico, por su parte, sí logra despertar simpatía por la interpretación de Koke Santa Ana (conocido por sus personajes cómicos en canales de youtube). Sin embargo, más allá de la “historia de desamor” que parece ser la de la urgencia de un “último polvo”, se torna atractivo el lado documental de la película. Los encuentros del protagonista con diversos personajes extravagantes mientras sigue la pista de su ex se convierten en estaciones que dan paso a retratos de tipos humanos desarraigados de las convenciones sociales más clásicas (vida urbana, matrimonial, familiar, laboral). Por sí solas demuestran ser más llamativas que la anodina búsqueda por recuperar una pareja. Tal trayecto hacia el descubrimiento del vacío de la relaciones en las manos de un Antonioni dio resultados indiscutidos, pero en el caso del director chileno resulta flojo e impostado. Los sujetos extravagantes hacen que uno se pregunte cómo fueron descubiertos, qué motivo su inclusión en la película, cómo fue el planteo del guión (¿primero la ficción y después lo realista o al revés?).

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Por último, Alas de mar, documental de Hans Mülchi, que retoma a dos mujeres de origen selknam de su anterior trabajo Calafate, zoológicos humanos, cae en una trampa por el tipo de enfoque que adopta. Mientras las mujeres, su hermano y el nieto viajan acompañados de los dos científicos que habían ayudado a la devolución de los restos de los cautivos (vistos en el documental anterior), el director se pregunta por el acercamiento, reconociendo que todo documental desciende de las artimañas escenográficas de Flaherty. Su reflexión, sin embargo, por más honesta que pueda ser, se entrampa en no asumir un distanciamiento biempensante y paternalista. Es en la zona de la intersubjetividad (mirar la imagen sabiendo que ella está compuesta por el juego de doble miradas al interior: que el que mira -el director- es mirado por los que él ve y, fuera de aquello, se encuentra el espectador que después los verá) donde se busca mantener un control dominado por esas pasiones culposas y paternalistas. Aunque, por otro lado, el espectador -afortunadamente- es libre de fugarse de la panorámica que sojuzga para atribuir una mirada que deniega tal pretensión de control sobre las emociones y el discurso de las imágenes: primero, antes de colocar la cámara y, después, al organizar el montaje.

En el caso de este documental, para la cámara los descendientes selknam siempre van a ser los que están en una posición construida culturalmente. No hay nada que pueda devolver a estos desplazados a su origen, desde el momento en que están inmersos en una cultura que no les pertenece y que eliminó a sus antepasados. Hay algunos atisbos, como cuando hablan sobre la devolución de sus tierras con agentes del gobierno, pero es muy abreviado el desarrollo de ese punto. Por otro lado, Mülchi, para asegurar el protagonismo de los sujetos, no vuelca la imagen hacia sí mismo, permaneciendo como voz off respetuosa. Tampoco busca contradicciones que podrían existir en este pequeño grupo étnico. Les da espacio, imagen y tiempo, sí. Pero de todas formas se demuestra demasiado implicado.

La película recorre un camino sin salida mediante un registro que, cambiando lo que hay que cambiar, actualiza la misma impronta que las viejas imágenes del padre De Agostini de hace casi un siglo. Está lidiando con la imagen de seres destinados a desaparecer, sin vuelta atrás. Eso ya es bastante para considerar la valía presente y futura de este trabajo. Pero Alas de mar no asume que el cine tiene otras herramientas -más proactivas y reflexivas- que den señales de porciones de realidad más allá que las convenidas por la culpa y la consternación.

Álvaro García Mateluna