T2. Trainspotting (2): Escoge el cine
Rápidamente podemos pensar en los efectos de una película de culto: estudiantes de primer año de cine vistiendo una polera con un estampado referente al filme, ferias artesanales donde se venden los afiches impresos de la película, fiestas temáticas que tienen como base la banda sonora, ocurrentes disfraces de halloween inspirados en la obra, ciclos de cine autodenominados como “de culto” donde la película ocupa un lugar relevante, críticos de cine anunciando la similitud entre esta película de culto y tantas otras. Literalmente, una película de culto es aquella que logra articular un conjunto de rituales, en su mayoría visuales y sujetos al consumo, en torno a las imágenes y el relato contenido en algún filme. En los casos más eficientes, entre los que Stanley Kubrick es rey, el culto en torno a la obra deriva en culto a la persona del autor, haciendo todo más fácil para el futuro: todo lo que el elegido produzca será lo más parecido al brillo del oro que nos iluminará la verdad de las cosas.
Es fácil verse atrapado en un culto. En palabras de un pensador norteamericano que también es venerado, el culto es una manera de expresar el fanatismo reprimido de adolescentes sin referentes ni ídolos en una era en que lo trascendente es sustituido por el espectáculo. Pero aún siendo fácil ser un fanático adolescente, existe una decisión compleja que pone en jaque la identidad propia: la pregunta por cuándo se deja de ser fanático es existencial. Ese momento en que el culto se ve con nostalgia y lejanía, incluso con un poco de pudor por la distancia con la que uno mira sus poleras, afiches y discos de banda sonora. Y es ese momento, aquel en que el fanatismo se convierte en distancia, es que podemos abrazar el culto como manifestación de la libertad, pudiendo producir un compromiso alrededor de la obra sin estar secuestrados por ella. Es en esta medida que T2 Trainspotting es una expresión de la libertad, tanto de los fanáticos de su primera entrega de 1996, como también de lo que el cine significa. Lo anterior en tres sentidos.
Liberación del cine como culto: la primera Trainspotting era un filme propicio para seguir de manera fiel un culto y construirse una identidad en torno a él: a diferencia de las obras cultuales de Stanley Kubrick o Quentin Tarantino, la de Danny Boyle entrega un paquete cultural que puede diseñar una identidad. Música bailable ("Atomic" de Blondie es una canción obligada en cualquier fiesta under), música coleccionable (los que no vivimos el lanzamiento del Transformer de Lou Reed nos vimos obligados a contarlo entre los deberes, como también vimos la sacralización definitiva de Blur y Pulp), vestimentas atractivas (desde el brillante vestido de Dianne y el informal traje de Sick Boy, hasta las ajustadas poleras de Renton y los buzos britpop de Begbie y Spud, se arma el clóset de cualquier noventero nostálgico), drogas divertidas (aunque quizá más divertidas, las velocets que consumían los chelovecos de La naranja mecánica de Kubrick no se pueden comprar aún), maneras de hablar (el acento escocés reinó como favorito en el período entre Trainspotting y la primera temporada dela serie Skins), literatura obligatoria (el mismo Irvine Welsh, tras el éxito inimaginado de ventas de sus libros Trainspotting y compañía, no podría haber seguido comprando heroína ni escribiendo libros sin la ayuda celestial de la obra de Boyle; diferente al caso de Anthony Burgess, quien nunca se vio completamente satisfecho con la obra de Kubrick) y cine indispensable (Trainspotting no solo contaba con la saga de James Bond como un referente explícito gracias a Sick Boy, sino que pronto se la asoció a una propia saga de películas de culto como la ya mencionada de Kubrick y la posterior Requiem for a Dream de Darren Aronofsky, por mencionar un par). Todo eso, todos esos ganchos culturales que permitían que alguien se vistiera para ir a una fiesta a bailar y apreciar la música, como también hablar de cine, literatura y drogas, no era precisamente lo que podríamos denominar como una simple moda, ya que para cerrar el paquete todo estaba bañado con las tintas de la independencia, la marginación social, la crítica al sistema y la lógica de la derrota. Podría existir culto en torno a las autodestructivas vidas de los protagonistas precisamente porque nunca serán vidas propias, sino una gran ficción que guía un estilo de vida: un yonqui real no es fan de Trainspotting, en palabras de Irvine Welsh.
T2 Trainspotting acaba con esta fantasía de la mejor manera, casi como si se tratara de un viaje intelectual de Boyle por mostrar la esencia de lo que era Trainspotting: en esta versión, ambientada 20 años después de la primera historia e inspirada en otro libro de Welsh, Porno, la banda sonora, las referencias a la cultura de consumo, la apropiación de la vestimenta como símbolo de identidad, como la presencia de referentes cinematográficos o literarios es reducida a un nivel tan bajo que nos promueve inmediatamente la pregunta más obvia de todas: ¿qué pasó en estos 20 años? La respuesta parecer ser tan obvia como la pregunta: la cuestión de la identidad de grupo ya no es un problema, o bien el cine ya no tiene la posibilidad de ser un objeto de culto. Si pensamos de manera pesimista como lo haría un Byung-Chul Han, podríamos sostener que el cine ya no nos incita a las armas, ya no nos motiva a vivir la vida como se muestra en el famoso aparato ideológico por excelencia; en definitiva el cine ya no nos enseña a cómo vivir nuestras vidas: es simple divertimento vacío. Pero contrario a eso, podríamos pensar en la tesis optimista de la liberación: estamos en un momento reflexivo de la sociedad de consumo en que la ética y el mercado ya se han distanciado como los amantes de Magritte (que aunque se besan, están cubiertos por una sábana). La ficción del cine ya es observada con la distancia de una mentira y entendemos que la comunidad posible no se da dentro de la obra sino fuera de ella. T2 tiene eso: nos muestra constantemente que el culto era fanatismo, y que la verdadera libertad comienza por reconocernos como una ficción.
Liberación del cine como música: el cine, sin embargo, no peca de tanto fanatismo como la música. Tanto es así, que hay quienes intentan forzar un parentesco inherente entre el cine y la música. En un sentido superficial hay quienes pueden amar un filme por la música que la adorna, pero en un sentido más profundo hay quienes sostienen que el cine es una forma de música a la que se le suma imagen. Sobre esta última perspectiva hay versiones intelectuales como las de Peter Greenaway o David Lynch que sitúan el origen del cine en la mezcla entre pintura y música, pero también hay versiones meramente comerciales como la que ha intentado forjar (con bastante éxito industrial) Damien Chazelle con sus Whiplash (2014) y La La Land (2016). Esa defensa del cine como una expresión de la música se sitúa en una pregunta tan sincera como simple, que puede ser formulada a propósito de La La Land de la siguiente manera: si no te gustan los musicales, no veas La La Land. No hay un problema intrínseco con esa apreciación, solo que sitúa al cine en un espectro de apreciación muy cercano a lo que Friedrich Nietzsche denominaba lo apolíneo, es decir un estado de contemplación privado, individual y personal, diferente de la orgía pública, colectiva y comunitaria de lo dionisíaco. Cualquier comentario sobre La La Land será evaluado en términos de lo que significa una opinión personal o un sentimiento propio, pero no en la perspectiva de la producción de una comunidad, actividad propia del cine.
Trainspotting, en su primera entrega, estaba al borde de lo que entrega un musical como La La Land: un culto en torno a su banda sonora. Pero, a modo de un mesías, T2 Trainspotting nos muestra la verdad de Trainspotting, convierte el filme en cine y lo aleja de esas lecturas que se erigen en base al principio de individuación que sugería Nietzsche como constitutivo de la poesía. En esta segunda entrega, Boyle es esquivo con la música, la idea de banda sonora es una farsa: sabemos que hay canciones de Iggy Pop, Blondie, The Clash e incluso Queen, pero ninguna de ellas tiene una aparición real en el filme, algunas por no aparecer más que medio segundo y otras por sólo ser música liviana de fondo en una habitación con más ruido. En esta segunda entrega, por decirlo de alguna manera, existe una reflexión sobre el cine y su origen, ya no proveniente de la música. Quizá el giro que da aquí Danny Boyle es radical, al sostener que el origen del cine podría radicarse en la literatura, que el cine es una manera de relatar e incluso de escribir. Como sea, con T2 libera a Trainspotting del yugo de la música.
Liberación del cine como revolución: una de las tesis fuertes con las que se leía Trainspotting era la de la dicotomía libertad/seguridad y cómo el poder produce sus propios outsiders. Este grupo de drogadictos tenía lecturas críticas sobre James Bond (recordemos que en el libro Sick Boy no es experto en el agente 007, sino en la obra de Jean-Claude Van Damme), discursos antifascistas contrarios tanto al gobierno como a los neonazis, una versión de las drogas como puertas hacia la libertad, una versión del sexo tan libre en que la mayoría de edad es algo ambiguo, pero de todas maneras no podían escapar de la máquina inextricable del sistema que los obligaría a tener trabajos, ganar un sueldo y llevar vidas normalizadas. Ese es el primer acercamiento a las tesis enarboladas sobre Trainspotting: el capitalismo termina absorbiendo todo tipo de discurso crítico sobre él, e incluso comienza por producirlos para mantenerse vivo. En esa primera lectura parece ser que la ruta de la disidencia está estructurada: darse cuenta de las propias circunstancias de explotación, producir una crítica al respecto, intentar llevar una vida alternativa y, finalmente, fracasar. 20 años después, T2 nos presenta el mundo posterior al fracaso, donde el arrepentimiento ya fue y solo queda la aceptación de una vida cotidiana y de convivencia pacífica con el capitalismo. Y eso es lo más atractivo: el interés ya no radica en cómo un conjunto de excluidos llevarán estilos de vida alternativos de manera individual, sino en cómo es posible trazar una lectura de todo eso como si fuera un relato. El trasfondo de T2 Trainspotting pasa por la madurez de la pregunta por la resistencia: la cuestión no se trata de pensar modos de vida individuales que sean externos al sistema, sino en cómo es posible usar las herramientas del sistema de una manera distinta y producir tipos de relación diferentes.
La escena final del filme es particularmente llamativa: Mark Renton, quien hace 20 años bailaba drogado en su habitación empapelada con pequeños trenes, ahora también baila, pero no lo hace drogado, sino cansado al son de un remix de la estimulante "Lust for Life" de Iggy Pop. 20 años después, un simulacro de esa evasión de la realidad juvenil que nos muestra el fracaso de esa creencia en que lo alternativo al sistema era una manera de burlarlo. Hoy, con la destrucción de esa convicción de lo individual como resistencia, ya no hay protagonistas individuales sino relatos colectivos, libres de fanatismo y de adicciones. Y quizá es esa la nueva lectura del clásico discurso, el “choose life”: creíamos que la trampa estaba en la idea de una falsa elección, que aunque eligiéramos algo siempre había otro eligiendo por nosotros. Pero la verdadera trampa radicaba en la transparencia de esa elección: no había más que autonomía y libertad.
Nicolás Ried
Nota comentarista: 7/10
Título original: T2. Trainspotting. Dirección: Danny Boyle. Guión: John Hodge (Porno, novela de Irvine Welsh). Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Rick Smith. Reparto: Ewan McGregor, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Kelly Macdonald, Shirley Henderson, Steven Robertson, Anjela Nedyalkova, Irvine Welsh. País: Reino Unido. Año: 2017. Duración: 117 min.