Las cosas como son (Fernando Lavanderos, 2012): (De) Limitaciones en vías de desarrollo
Una política de la individualidad o cómo evitar los escenarios colectivos para alejar responsabilidades adicionales y magulladuras. Las cosas como son pregona que cierta preponderancia de lo invisible, además de permitir aislarse de un hemisferio mundano, instala la capacidad de someter a radiografías severas. Severidad que se ha vislumbrado en varios títulos que descansan bajo la etiqueta del “novísimo cine” hecho en Chile. La severidad de la ceguera en Mami te amo, de Elisa Eliash; o la del padecimiento en la última ficción de Fernando Guzzoni, Carne de Perro, internan hacia una condición de ostensible radicalidad. Fisuras corpóreas y mentales vigentes en un sistema igualmente fisurado. Y donde Jerónimo (Cristóbal Palma), el protagonista barbudo de la entrega de Fernando Lavanderos, evita involucrarse; aunque paradójicamente pase su tiempo recomponiendo y parchando las grietas de su casona. Muros con capas de pintura que descascara para volver a darles una nueva imagen. Y que resultan una alegoría que se acopla sin dificultades a las esferas sociales. Jerónimo es el estricto “dueño y señor” de una amplia propiedad “céntrica” donde acoge principalmente a extranjeros. En ningún caso se caracteriza por su calidez con los arrendatarios. Sin embargo, se toma atribuciones mayores sobre espacios específicos. Un observador intransigente a prueba de todo que somete a esa “comunidad vacilante y pasajera”. Ni las instancias de distensión, en que los individuos suelen exacerbar sus triunfos y torpezas, las toma para rebelarse y entrar en sintonía. Prefiere mantenerse en el rol de un explorador distante y silente. Exploración que no cesa tras la llegada de Sanna (Ragni Orsal Skogsrod) a su “territorio”. Allí, en esa atractiva noruega que llegó para aportar a un taller escolar en Quilicura, encuentra arrojo, vitalidad y otro modo de exploración. Uno que sí se atreve a conectar e inmiscuirse en “faunas desconocidas”. Gradualmente el diálogo va tomando ritmo. Jerónimo también, pero sin aplacar ni la tensión ni el hermetismo. Son medianamente jóvenes; aunque de visiones que cuesta que se crucen. Incluso, saben que se enlazan solo un poco más porque nacieron en “países alejados y pequeños”. Jerónimo sigue ocultándose y persiste en la reparación de los rincones de su refugio. Se puede deducir una biografía fragmentada. Sanna enfrenta. Quiere recorrer, aprender y seduce sin hacer un esfuerzo superior. Hasta que su benevolencia se atreve a quebrar la uniformidad del dueño de casa con la incorporación de Milton (Isaac Arriagada), un adolescente en riesgo social, en este mapa en que, temporalmente, se pudieron haber trazado esperanzas supremas. El filme de Lavanderos transita por esa mixtura de desazón iluminada. Las secuencias de los paseos de Jerónimo y Sanna por el centro de Santiago, pese a presentarse luminosos, exhiben una opacidad anímica que acrecienta la incompatibilidad. Es un verano siempre en estado de contención. Un Jerónimo trabado que invita a que se le dé una lectura a su pesimismo cuando se refiere a esas figuras inacabadas: una mitad de la Fuente Alemana que se hundió durante su traslado y las grandes piedras del Parque Almagro que nadie se interesó en esculpir (según narra). Estructuras tan inconclusas como él. A diferencia del plano que muestra otra estructura, esta vez en construcción, y que va alzándose tanto o igual que las expectativas y el idealismo que comparten Sanna y Milton. Perspectivas que no confluyen en un mismo horizonte cuando se instauran en el balneario que, por lo menos, permite una cierta duración de esparcimiento. La filmografía local no ha olvidado la relevancia de los espacios privados a modo de cartografías únicas –el departamento en Metro Cuadrado, la vieja casa de La Jubilada o la “mansión” de Maciste en El Futuro, por mencionar ejemplos–. El tratamiento sobre las imperfecciones de la casona, respaldada por la articulación de un montaje bastante “limpio” y la localización de la cámara, contribuye también significativamente en evidenciar esa intimidad que Jerónimo es incapaz de revelar. No solamente los muros son reflejo de un intento de camuflaje y de atisbos de cambio. Los trozos de vidrios que instala son casi una fiel demostración de una desconfianza soberana. Indicios que liberan en cierto grado de un mutismo absoluto. Lavanderos proclama, con dosis de humor y crudeza en esta dimensión, una sociología en que sus tres personajes realizan, a través de la observación, de sus códigos culturales y sus escasas (o nulas) tentativas de alineación, un diagnóstico sobre continentes ajenos (que no solo se justifican por la distancia geográfica), y una más neutral en el caso de la foránea Sanna –se vislumbra ese experimento en sus cortos No me despido, espero encontrarte y Queso Pimentón. Se ponen a prueba de un modo menos inexperto, a diferencia del cruce en el casting entre el danés Kai y María Paz de Y las vacas vuelan, su primer largometraje, en que las medias verdades incluso se tornan cándidas (“De repente hay diferencias o cosas que uno tiene que omitir porque si no, la otra persona no puede llegar a entenderlas”, manifestaba en cámara María Paz). Las cosas como son se despoja de la diversidad de texturas fotográficas que circula entre la ficción y el documental (making of, cámara oculta de Kai, circuitos cerrados) y ubica el recurso sonoro en espacios que se liberan de la aleatoriedad –que definieron y demostraron otras formas de “polución” capitalina en su filme de 2004–. La moral, la ciudad como escenografía enaltecida y los vaivenes anímicos, prevalecen en sus exploraciones fílmicas. Las cosas como son –que obtuvo reconocimientos en Karlovy Vary, Mar del Plata, Cine B, La Habana y en Viña del Mar– se puede asumir como una lograda continuidad del método observacional del realizador en la sociedad y que se potencia por la imposibilidad de dar lugar a la caricatura para desplegar historiales opuestos –la adhesión de dos no actores (Palma y Arriagada) determina una fluidez que se termina agradeciendo–. Uno que, claramente, se ve impedido de curar sus flagelos y admitir sus temores. Aunque el universo presentado fuera de su “búnker” continúe con esa movilidad que invita a la participación y que termina intoxicando, mostrando sus rostros como si fuera un individuo más. Así y todo, el sol seguirá resplandeciendo sobre la preponderante gris de la capital.