La línea amarilla: El espacio de privacidad
En formas metafóricas el cine ha reflexionado sobre el constante espionaje que significa presenciar una vida ficticia en la pantalla. No es extraño notar que además de esta dimensión metafórica el tema también se trate de manera más literal en los filmes de espionaje norteamericanos, y en ejercicios formales sobre la privacidad como Blow-up de Anotinioni o La conversación de Coppola. Varios de los recursos y cuestionamientos de esta última pueden ser encontrados en la ópera prima de Gonzalo Barceló y Martín Baus.
La línea amarilla sigue a Andrés (Samuel Buzeta), un mesero con el curioso hábito de escuchar grabaciones de conversaciones ajenas. El registro es realizado por él mismo en el café en el que trabaja, escondiendo una grabadora entre los servilleteros. En medio de estas sesiones voyeuristas empieza a interesarse por Mónica, la mujer que limpia el edificio durante las noches. En un principio Andrés observa a Mónica desde lejos, nuevamente como un espía, y no se atreve a interactuar con ella, pero después de un par de conversaciones parece encontrar por fin alguien capaz de conectar con sus obsesiones.
Formalmente La línea amarilla lleva los temas de la privacidad a términos estéticos. En casa vemos a Andrés preparar meticulosamente sus cintas de espionaje en planos fijos, al igual que en el trabajo. En cambio, vemos cómo en los espacios exteriores la cámara en mano y la agitación parecen amenazarlo en el espacio público, en los no-lugares. La película utiliza juegos formales parecidos con el sonido en las escenas en que él se ve obligado a interactuar con otros personajes. Lo vemos en una fiesta mientras la música no diegética no deja escuchar a ninguno de los personajes que vemos en pantalla (y que suena como todo lo contrario a lo que uno podría esperar de una canción de fiesta) y la cámara le sigue insistentemente en sus incómodos intentos de conversación. La línea amarilla es el mundo de Andrés visual y sonoramente, y es la historia de un personaje incapaz de entrar en intimidad con alguien y que convierte las intimidades ajenas en su pasatiempo. La aparición de Mónica significa para Andrés la posibilidad de unir su espacio privado con el de alguien más, y se convierte además en su interés romántico (suponemos, ya que la cinta juega con esta ambigüedad) al descubrir que Mónica disfrutaba como pasatiempo leer postales ajenas que tenía que entregar en un trabajo anterior. Ella no reacciona con susto al enterarse de la rutina de Andrés, y él ve cómo su ritual puede ser comprendido y practicado por otro ser humano.
Los encuentros entre Mónica y Andrés funcionan como un espacio de confianza en medio de la constante amenaza que pareciera esconder el espacio público. Asimismo la relación se ve amenazada por distintos factores externos que la impiden. Desde el primer momento en que Andrés abre su espacio íntimo empiezan a aparecer las amenazas exteriores. Uno de los vecinos que se relaciona con Mónica (de quien tampoco tenemos claridad, aunque suponemos que es su pareja) ve con malos ojos la aparición de Andrés en la vida de ella.
La línea amarilla funciona más como un estudio de personaje que como un drama tradicional. Toma un tema y juega formalmente con él en distintas variantes. La música original glitcheay suena a momentos como cintas de grabadora. La materialidad de la cinta y la posibilidad de registrar la privacidad para siempre es examinada en la mesa de escritorio donde Andrés prepara sus sesiones de escucha. Estos planos recuerdan más directamente las preparativos de Gene Hackman en la película de Coppola. Mientras que el personaje de Hackman es un profesional en la materia, Andrés es un retraído inventando un método de espionaje artesanal. Las grandes cintas y audífonos de Hackman son reemplazados por parlantes de radio comunes. Sin embargo La línea amarilla interroga a su personaje de una manera similar que lo hace Coppola. En un arte de constante espionaje de vidas privadas, como el cine, empatizamos de alguna forma con la obsesión de Andrés. Por otro lado algunas otras formalidades parecen más difíciles de relacionar y llevan la cinta a un terreno experimental que no termina de cuajar. Los distorsionados planos de transición parecen forzados a momentos, y la utilización de jump-cuts en medio de los planos fijos de Andrés en su habitación no parecen calzar con la construcción del personaje. La cinta estructura las divisiones entre el espacio público y privado, y la vulnerabilidad que puede suponer la posibilidad de registro de la intimidad. Andrés, a quien vemos en casi la totalidad de los planos de la obra, se siente confundido e incapaz de abrir ese espacio de intimidad. Vemos cuerpos en angustia al asociarse con otros.
La primera obra de Gonzalo Barceló y Martín Baus logra con distintos grados de éxito configurar estéticamente estas preocupaciones, aunque a momentos su estricta formalidad le impide a la cinta fluir con total naturalidad. El distanciamiento funciona a momentos, mientras que en otros da espacio para dudas (al descubrir que Andrés esconde la grabadora en el servilletero cuesta creer que no haya sido descubierto antes, especialmente cuando en escenas anteriores vemos que no es una grabadora de tamaño reducido). Sin embargo La línea amarilla abre la curiosidad para ver lo que pueda venir de la nueva dupla.
Héctor Oyarzún
Nota comentarista: 6/10
Título original: La línea amarilla. Dirección: Gonzalo Barceló y Martín Baus. Guión: Gonzalo Barceló, Martín Baus. Fotografía: Francisco Jullián. Montaje: Valeria Hernández. Música: Camilo Herrera. Reparto: Samuel Buzueta, María Olga Matte, Hernán Vallejo. País: Chile. Año: 2016. Duración: 77 min.