Francotirador (Clint Eastwood, 2014)
A estas alturas, Clint Eastwood se ha convertido en uno de los cineastas más estables de la industria y a los 84 años se dio el lujo de estrenar dos filmes con sólo siete meses de diferencia: Jersey Boys y Francotirador, obras prácticamente opuestas en su temperamento y estilo pero que manifiestan un similar sentido de la observación de caracteres por encima de los géneros y, especialmente, de las modas.
Que ésta última haya superado las expectativas comerciales y se haya convertido en el más lucrativo estreno de su director hasta la fecha (más de 300 millones de dólares en comparación con los 44 que recaudó Jersey Boys) puede hacer perder de vista las consideraciones ideológicas de una cinta que se interna en la reciente política militar estadounidense a partir de adaptación de la autobiografía del veterano Chris Kyle –concluida por Scott McEwen y Jim DeFelice–, considerado el francotirador más letal en la historia militar estadounidense, fama que forjó durante la invasión de Estados Unidos a Irak.
El filme se inicia en la primera de las cuatro campañas de Kyle (Bradley Cooper) en Medio Oriente y luego retrocede hacia la infancia del protagonista con un racconto relativamente breve que sintetiza su vínculo con las armas y las enseñanzas de su padre en Texas. “Hay tres clases de personas: ovejas, lobos y perros pastores. Nosotros no somos ni ovejas ni lobos”, le dice a sus dos hijos en la mesa familiar, sentencia que orienta los propósitos individuales de crecimiento y adultez de Chris hacia una especia de fascismo mesiánico que se emparenta con la visión que Estados Unidos suele tener del heroísmo.
Aunque la figura del héroe virtuoso puede rastrearse hasta muy atrás en el cine americano –incluso hasta El Nacimiento de Una Nación–buena parte de la crítica estadounidense, y también el propio Eastwood, se han detenido en la influencia ineludible que El Sargento York (1941), de Howard Hawks, tuvo sobre este filme.
El sargento York. Howard Hawks, 1941
Basada en los diarios de Alvin C. York, un soldado condecorado de la Primera Guerra Mundial, la película se estrenó pocos meses antes del ataque a Pearl Harbor y sigue siendo atendible por su ambiguo retrato de naturaleza heroica de su protagonista: un vagabundo del valle de Tennessee a quien la fe salva del alcoholismo y regenera en razón de su poderosa virtud con el rifle. Mucho de eso hay en las definiciones psicológicas de la cinta de Eastwood: la poderosa dimensión religiosa incubada en la conciencia del personaje y, por extensión, su habilidad sobrehumana con su arma, asumida como un “don redentor” más que como una destreza aprendida.
Pero, Francotirador comparte con El Sargento York otro elemento quizás más crucial: el rasgo patológico que está en el origen de su relación con las armas. En la misma medida que Alvin York es literalmente un héroe sin conciencia, un estúpido incapaz de mayor discernimiento sobre su status en el frente y que actúa por impulsos más que por reflexión –explícito al respecto en su gesto obsesivo de mojar con saliva la punta de su rifle antes de disparar–, el mesianismo de Chris Kyle envalentonado tras los atentados a las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania en 1998, lo impulsan a enrolarse en los Navy Seals con poco más que el ciego deber de protección al rebaño como único horizonte. El filme no se excede al enfatizar este aspecto pero lo establece claramente a través de la secuencia de montaje que sintetiza su perfeccionamiento en el tiro y, paralelamente, su torpeza casi infantil para cortejar a quien luego será su esposa.
No se trata sólo de la descripción de una patología incubada mucho antes de la participación del soldado en la invasión a Irak, y que su desempeño en el frente no hace más que desplegarla, sino esencialmente de una mirada que, a medida que progresa el relato, y especialmente en virtud de su desenlace, se vuelve irónica y trágica.
Pocas veces esa exaltación del individualismo, que ha sido parte constitutiva del cine de Eastwood se manifiesta de manera tan áspera y obsesiva. Todo está narrado, salvo momentos muy breves, desde la conciencia de su protagonista y los raccontos del primer tercio del metraje obedecen a esa misma lógica de perspectiva y punto de vista. La guerra es esencialmente lo que está en el campo visual de Kyle y se organiza en un tira y afloja entre la distancia física y la conciencia del enemigo sin rostro, y no un campo moral sobre el cual se necesite reflexionar.
En tal sentido, más que en El Sargento York, una clave importante para comprender el distanciamiento ideológico de este filme está en El Guerrero Solitario (1986), una obra menor que Eastwood rodó justo antes de Bird (1988) y que bien puede ser la cinta más reaccionaria de toda su carrera. El Guerrero Solitario constituye un buen paralelo no sólo por la naturaleza de su protagonista –Thomas Highway, un militar en vísperas del retiro que alguna vez fue admirado y que hoy nadie quiere por su alcoholismo, su carácter violento y sus problemas de adaptación a la tropa–, sino también por el contexto que exalta -la invasión estadounidense a Granada en octubre de 1983, en plena era Reagan. Por sus problemas con la oficialidad, Highway es enviado como instructor de novatos a hacerse cargo de una tropa de jóvenes indisciplinados al borde de la delincuencia, la mayoría de ellos afroamericanos y latinos.
El guerrero solitario. Clint Eastwood, 1986
Todo aquí, desde su retrato de las diversas comunidades raciales hasta su apego a la vieja moral del ejército (aún herida por los resultados de Corea y Vietnam), deja ver una total empatía del director con su personaje y, como en Los Doce del Patíbulo (1967), confronta en combate (en la misión final a Granada) las dos visiones sobre la guerra y la disciplina militar.
Francotirador está lejos de esa pedagogía redentora porque el campo de batalla, allí donde Highway acaba por triunfar incuestionablemente, deja de ser el territorio viril de definiciones y certezas. Emocionalmente Chris se hace añicos en el frente y su obsesión por un enemigo similar, un tirador árabe igual de letal apodado Mustafa, finalmente le hace perder de vista la relación entre familia, deber y redención y, específicamente, el sentido de su presencia en Medio Oriente, que a la larga se prolonga por casi una década.
La narración es clara en establecer, a partir de la crucial presencia de los niños, un paralelo entre la formación religiosa y conservadora que lo hizo llegar hasta donde está y el adoctrinamiento que impulsa a un niño iraquí a levantar y disparar una RPG. El pudoroso sentido de la puesta en escena permite confrontar estas nociones de manera explícita pero sutil, estableciendo los parámetros del deber, la familia y la muerte como activos que impulsan la tensa progresión entre las secuencias de combate y los paréntesis hogareños entre cada una de las campañas en Irak.
Aunque probablemente Eastwood no cuestionaría en términos globales las razones de la ofensiva en Irak, eso no le impide situar su visión a mucha distancia del panfleto belicista. Efectivamente, hay fascismo en todo aquello que moviliza al personaje y a su entorno militar, pero no así en la mirada distante y crítica que el propio filme permite establecer sobre esos rasgos.
De hecho la misma muerte de Kyle, asesinado por un veterano perturbado durante una práctica de tiro en 2013, relativiza la efectividad y el sentido de su proyecto redentor y resitúa la reflexión sobre las dificultades de la reinserción, tema explícito en el cine de Hollywood a lo largo de su historia.
Por estas consideraciones y por la dimensión trágica que arrastran las decisiones humanas, Francotirador emparenta mejor con Bird que con el resto de las cintas bélicas y sobre el ejército que ha filmado Eastwood desde El Fugitivo Josey Wales (1976) hasta Cartas desde Iwo Jima (2006). El personaje que encarna Bradley Cooper es construido con similares matices con que delineó a Charlie Parker o al Frankie Valli de su reciente Jersey Boys.
Emocionalmente dañado e intelectualmente limitado hasta el final de su servicio –“Estoy listo para conocer al creador y responder por cada disparo que hice”, le espeta irreflexivamente a su terapeuta–, Chris Kyle es un ser complejo que nunca mostró una mínima fractura por haber asesinado oficialmente a 160 personas –extraoficialmente se le atribuyen más de 220– ya que siempre afirmó no ver a sus víctimas como seres humanos. Lo interesante no es la figura elegida, sino la película que Eastwood logra sacar de ahí.
Felipe Blanco