Blue Jasmine (Woody Allen -2013)
En un momento clave de Woody Allen: a documentary (se exhibe aun en el cine Alameda) el hecho de llevar más de cuarenta años haciendo una película al año es definido por el propio director como “la teoría de la cantidad”: mientras más películas haga hay mayor posibilidad de que por ahí le salga alguna obra maestra. En vez de enfocarse en un proceso “cualitativo”, artesanal, lento y reflexivo, ha optado por su propio estilo industrial. Ese documental es un buen registro para conocer los lineamientos y los recursos de la “empresa Allen”, en cuanto marca autoral, técnicas del cine independiente, la resignificación de registros de comedia (y melodrama) en un pin-pon entre lo moderno y lo clásico, hollywood y cine europeo, uso de imaginarios cinematográficos, literarios y culturales (como el psicoanálisis), reflexión sobre la fama, el arte y la identidad. Es que, me arriesgo a aventurar, hoy hablar de Woody Allen ya supone referirse a la historia del cine, a una forma del arte de hacer películas que está por desaparecer: la muerte del autor y su teoría. Ya vale sumarlo en la lista de directores que han entregado su cuerpo al cine encarnando esa teoría en su nivel más literal. En ella tenemos por un lado a los que se han autorrepresentado en el acto demiúrgico con poderes propios del Próspero shakesperiano: Welles, Hitchcock y Godard; por otro quienes han sido las firmas omnipotentes que enmascaran las mediaciones de la producción cinematográfica como un acto creador subjetivo, sicoanalítico y espectacular: Bergman y Fellini y, por último a los actores-directores que han soportado el registro de las cámaras ahondar en las arrugas de su transcurso vital y el de su entorno familiar y laboral, como el contingente actoral de Cassavetes. En fin, de hecho casi todos los directores de esa lista están muertos, y dejo la defensa de esa tesis para otra ocasión.
Un poco de todo eso hay en Blue Jasmine, el universo autoral tan reconocible que es premisa básica para entrar al juego propuesto en esta ocasión. Con un personaje femenino protagónico fuerte como no se le veía en años y recurriendo al tema del arribismo social en forma directa, remarcándolo más que en otras ocasiones, muchas de las cuales fueron apenas un chistoso one-liner, Allen reporta uno de sus trabajos más negros y pesimistas. Una conclusión seguro nada novedosa proveniente de un misántropo como él, pero, a diferencia de sus últimas obras, ahora la cosa sí funciona.
Jasmine es una heroína melodramática, como se ha notado una Blanche DuBois del presente, de cuando la burbuja capitalista ha explotado, que ha perdido la comodidad, respetabilidad y fascinación que significaba su adhesión al estilo de vida snob de la clase alta neoyorkina, esa que continuamente el trabajo de Allen ha representado en desmedro de otras figuraciones: pobres, inmigrantes, minorias sexuales, etc. La peripecia de Jasmine (potente Cate Blanchett) está narrada a dos tiempos: su regreso al natal San Francisco, el reencuentro con su hermana Ginger (también notable Sally Hawkins) y la imposibilidad de adecuarse a su nueva realidad concordante con su origen proletario, es interrumpida con flashbacks de su vida matrimonial, millonaria y superficial, en New York y la explicación de su caída en la inopía y el origen de su crisis mental.
El conflicto de Jasmine es semejante al de tantos personajes del cine de Allen, su dificultad para aceptar lo que son, su inconformidad amorosa y sexual, muy pocas veces con relación al estatus social, su tendencia a preferir la fantasia como sentido de realidad, su añoranza de un pasado imaginario más que histórico, su voluntad como forma de negación, su narcisismo, sus deseos adolescentes, su tendencia a la mitomanía y la impostura, sus fobias y neurosis citadinas. El añadido está en que esta vez la miopía sentimental del personaje se le vuelve en contra en términos más graves, su bancarrota es literalmente material. Incapaz de ver las consecuencias de sus actos, Jasmine opta por una maniobra irracional, la que provocará la pérdida de sus referentes: sin soporte económico no tiene mayores posibilidades de plantearse problemáticas amorosas, morales o existenciales.
En la operación de la lógica perdedor/ganador, uno de los ejes que articulan a los personajes de Allen, que el crítico Jonathan Rosenbaum también suma al sentido aspiracional de su cine, el judío que desea reconocerse como wasp (lo que parece más un prejuicio personal que la comprensión de un motivo social, como si no fuera parte de una tendencia en las prácticas de las comunidades inmigrantes, caso de las judías, autovalidarse y, por otro lado, asimilarse culturalmente), Jasmine aparece entrampada en un delirio de grandeza que le impide un autoreconocimiento de clase que sí posee Ginger. Desaprobar el modo de vida de su hermana y los valores y conducta de sus pretendientes es la contrapartida de su anhelo aspiracional. Sus únicas armas son su físico, su estilo glamoroso, su elitismo y su ingenio. Entrenada para seducir a los “buenos partidos” no tiene problemas en omitir los fracasos pasados e inventarse una vida falsaria, aun a costa de su estabilidad mental y moral. El rol de esposa trofeo se avenía muy bien con el de Hal (Alec Baldwin), su marido, un estafador que amasaba fortuna a costa de las inversiones de otros, por eso la crítica de Allen se siente más fuerte que en Alice (1990), donde atacaba la hipocresía sexual de la clase alta, ahora el servilismo a una vida de apariencias es expuesto ahí donde está fundado: que el dinero todo lo puede comprar, menos la juventud. Pero al contrario de esa otra heroína, Jasmine no emprende un autodescubrimiento espiritual. Como ha sido cada vez más recurrente en sus películas, el pesimismo de Allen es tan notorio que alcanza el nihilismo (Match Point, Whatever Works, Anything Else). A esa conclusión llegan sus últimos personajes masculinos, para Jasmine en cambio, aunque no hay redención, debido a su talante femenino y melodramático solo queda una triste y oscura perdición.
Álvaro García